Hacerse una idea de qué está pasando en nuestro país estos meses no es fácil. Producen perplejidad los argumentos que reiteradamente insisten en que España está en peligro precisamente en la época más estable que se le conoce: sin guerras en Marruecos que convertir en sangrientas formas de medrar en el ejército; sin colonias que perder en heroicas acciones militares destinadas al fracaso al enfrentar barcos de madera a acorazados; sin la vergüenza de ser la anomalía de una Europa democrática que salió de la lucha contra el fascismo transformando el vengativo armisticio de 1918 en reconstrucción generosa del país enemigo en 1945. Tampoco teniendo que ser la vanguardia de la defensa del mundo libre bombardeando pobres. No, España no está en peligro, aunque, eso sí, si nos empeñamos, algún riesgo correremos. Sobre todo, asustando a los ingenuos y empujando a los lunáticos a hacer el ridículo con ceremonias de vudú apaleando humanoides de trapo.
Para siglo animado el XIX. Doscientos años después si España sufriera un descalabro que nadie lo atribuya a los hados, porque seguramente habrá puesto algo de su parte. Ningún parámetro económico anuncia épocas bélicas ni motines populares ni, desde luego, procesos de segregación territorial factibles. Los peligros para nuestro país están en otra parte: en el desorden climático, en las tensiones geo-económico-políticas y en el impacto de la inteligencia artificial, la de verdad, la que va a mandar a su casa a millones de trabajadores y no la recreativa que permite que un alumno de bachiller le presente a su profesor doscientas páginas sobre la gramática generativa de Chomsky.
España no está en peligro, pero nuestra cordura sí escuchando tanto Casandra aficionado, ya en la calle, ya en los medios, ya en la política. El asunto es que estamos preocupados por “el caso Procés” cuando de él ya solo queda un espantajo. Estamos indignados con el proceder de Puigdemont cuando es un infeliz que está tratando de salvar su cuello y sabe que nunca podrá volver al éxtasis e inmediata depresión que provocó con aquella bárbara declaración de independencia para huir vergonzosamente a continuación. La sonrisa de este hombre es una mueca. Sabe que es un fracasado y que solo puede tratar de ser una parodia de Tarradellas. Aquel proceso fue tan descabellado como meter miles de policías en unos barcos decorados con personajes animados ¾Si Espartero levantara la cabeza¾. Lo que si podemos es enfermar por un atracón de exageraciones. Llamar terrorismo a lo que ocurrió en Cataluña en esos años es ofender al tribunal que condenó a políticos catalanes por sedición y a todo aquel que recuerde qué es terrorismo realmente tras décadas de asesinatos etarras y aquel día insoportablemente cruel de la matanza de Atocha.
La sedición es una calificación apropiada para quienes cantaron desafinando Els Segadors en las escalinatas del antiguo Arsenal de la Ciudadela ¾hoy Parlament¾, ámbito en el que, en esos años, se instaló el realismo mágico. Meses en los que, en las conferencias de Santiago Vidal, el juez que redactó “la constitución catalana”, las botellas de agua llevaban un forro con la señera estelada para general rechifla. Quizá, en esa época la tendencia indepe sería usar preservativos a rayas rojas y “gualdas”. Me resulta imposible tomarme en serio la secuela de aquel intento sedicioso de unos lunáticos a los que el extraño diseño de nuestro sistema electoral proporciona alta capacidad de incordio a la política española.
La amnistía es un acto evidentemente oportunista de un presidente siempre en el trapecio. Lo que espero es que si se aprueba no dé lugar, por una torticera y estupefaciente vía analógica, a liberar etarras, lo que sería una verdadera catástrofe moral. Pero para la izquierda usar esos escaños cínicos e irritantes por su carácter desagradecido y mezquino ¾España no nos importa¾ es la forma de evitar que otros usen esos mismos escaños ¾creo que lo harían¾ para hacer políticas que deroguen los avances en derechos sociales y del trabajo que se han conseguido en época de hiper beneficios del capital. Pues, en efecto, a Puigdemont le da igual quien le evite la cárcel, un lugar en el que, por cierto, probablemente le quieran ver hasta sus republicanos compañeros de aventura dieciochesca.
A la derecha lo que debe preocuparle es que, si Sánchez acaba su mandato, la izquierda le doblará en años de gobierno de la nación. Menos teatro, menos hipérbole, más respeto real a la constitución y trabajo honesto para resolver en legítima alternancia los problemas de España, que los independentistas, en sus oraciones nocturnas, solo piden volver al nacionalismo pedigüeño y maleducado con el traje sin arrugas. Si hasta su banco mítico se queda en Valencia, es que ¡están derrotados…!