¡Pero si están derrotados!

Hacerse una idea de qué está pasando en nuestro país estos meses no es fácil. Producen perplejidad los argumentos que reiteradamente insisten en que España está en peligro precisamente en la época más estable que se le conoce: sin guerras en Marruecos que convertir en sangrientas formas de medrar en el ejército; sin colonias que perder en heroicas acciones militares destinadas al fracaso al enfrentar barcos de madera a acorazados; sin la vergüenza de ser la anomalía de una Europa democrática que salió de la lucha contra el fascismo transformando el vengativo armisticio de 1918 en reconstrucción generosa del país enemigo en 1945. Tampoco teniendo que ser la vanguardia de la defensa del mundo libre bombardeando pobres. No, España no está en peligro, aunque, eso sí, si nos empeñamos, algún riesgo correremos. Sobre todo, asustando a los ingenuos y empujando a los lunáticos a hacer el ridículo con ceremonias de vudú apaleando humanoides de trapo.

Para siglo animado el XIX. Doscientos años después si España sufriera un descalabro que nadie lo atribuya a los hados, porque seguramente habrá puesto algo de su parte. Ningún parámetro económico anuncia épocas bélicas ni motines populares ni, desde luego, procesos de segregación territorial factibles. Los peligros para nuestro país están en otra parte: en el desorden climático, en las tensiones geo-económico-políticas y en el impacto de la inteligencia artificial, la de verdad, la que va a mandar a su casa a millones de trabajadores y no la recreativa que permite que un alumno de bachiller le presente a su profesor doscientas páginas sobre la gramática generativa de Chomsky.

España no está en peligro, pero nuestra cordura sí escuchando tanto Casandra aficionado, ya en la calle, ya en los medios, ya en la política. El asunto es que estamos preocupados por “el caso Procés” cuando de él ya solo queda un espantajo. Estamos indignados con el proceder de Puigdemont cuando es un infeliz que está tratando de salvar su cuello y sabe que nunca podrá volver al éxtasis e inmediata depresión que provocó con aquella bárbara declaración de independencia para huir vergonzosamente a continuación. La sonrisa de este hombre es una mueca. Sabe que es un fracasado y que solo puede tratar de ser una parodia de Tarradellas. Aquel proceso fue tan descabellado como meter miles de policías en unos barcos decorados con personajes animados ¾Si Espartero levantara la cabeza¾. Lo que si podemos es enfermar por un atracón de exageraciones. Llamar terrorismo a lo que ocurrió en Cataluña en esos años es ofender al tribunal que condenó a políticos catalanes por sedición y a todo aquel que recuerde qué es terrorismo realmente tras décadas de asesinatos etarras y aquel día insoportablemente cruel de la matanza de Atocha.

La sedición es una calificación apropiada para quienes cantaron desafinando Els Segadors en las escalinatas del antiguo Arsenal de la Ciudadela ¾hoy Parlament¾, ámbito en el que, en esos años, se instaló el realismo mágico. Meses en los que, en las conferencias de Santiago Vidal, el juez que redactó “la constitución catalana”, las botellas de agua llevaban un forro con la señera estelada para general rechifla. Quizá, en esa época la tendencia indepe sería usar preservativos a rayas rojas y “gualdas”. Me resulta imposible tomarme en serio la secuela de aquel intento sedicioso de unos lunáticos a los que el extraño diseño de nuestro sistema electoral proporciona alta capacidad de incordio a la política española.

La amnistía es un acto evidentemente oportunista de un presidente siempre en el trapecio. Lo que espero es que si se aprueba no dé lugar, por una torticera y estupefaciente  vía analógica, a liberar etarras, lo que sería una verdadera catástrofe moral. Pero para la izquierda usar esos escaños cínicos e irritantes por su carácter desagradecido y mezquino ¾España no nos importa¾ es la forma de evitar que otros usen esos mismos escaños ¾creo que lo harían¾ para hacer políticas que deroguen los avances en derechos sociales y del trabajo que se han conseguido en época de hiper beneficios del capital. Pues, en efecto, a Puigdemont le da igual quien le evite la cárcel, un lugar en el que, por cierto, probablemente le quieran ver hasta sus republicanos compañeros de aventura dieciochesca.

A la derecha lo que debe preocuparle es que, si Sánchez acaba su mandato, la izquierda le doblará en años de gobierno de la nación. Menos teatro, menos hipérbole, más respeto real a la constitución y trabajo honesto para resolver en legítima alternancia los problemas de España, que los independentistas, en sus oraciones nocturnas, solo piden volver al nacionalismo pedigüeño y maleducado con el traje sin arrugas. Si hasta su banco mítico se queda en Valencia, es que ¡están derrotados…!

El sujeto fragmentado

Las noticias se suceden, la guerra está en nuestro patio trasero y no es posible evitar los dolorosos lamentos de las víctimas. Las noticias se suceden, la política neurotizada está en nuestro jardín delantero y no es posible eludir los fingidos lamentos de los agraviados. Así es nuestra época. La televisión no puede callar ni la radio tampoco. Probablemente sus profesionales sufran ante la mera posibilidad de un lapsus involuntario. Solo la prensa de papel nos donaba un periodo de reposo que iba desde la lectura matutina hasta la nueva puesta en marcha de las rotativas. Pero también las empresas periodísticas serias han debido buscar una salida al robo que de sus lectores naturales les han perpetrado las omnipresentes y peligrosamente fascinantes redes. Por eso, se han visto obligadas al uso de las plataformas digitales para neutralizar, heroicamente, la riada de mentiras reticulares y ofrecer, ahora en el universo digital, espacio reflexivo para favorecer que cada individuo pueda escucharse a sí mismo en vez de ser reclamado por el ruido ambiente.

El humano actual tiene que hacer un esfuerzo extra para, sin dejar de estar informado, aislarse y meditar qué están haciendo con él y, así, poder construir un mundo en el que el consumo y la banalidad tengan su divertido lugar, pero no desplacen la necesidad de vivir serena y juiciosamente. Un mundo en el que se aprecie el valor de la conversación cara a cara con otro ser humano incluso con los amigos de las redes que se dejen seducir por un café para renovar el juramento del reconocimiento mutuo.

Pero nada de esto va a pasar de forma espontánea por lo que, dado que somos de tal pasta que solamente cambiamos de rumbo cuando colisionamos con la realidad, la única salida es empezar a sabotear la tendencia actual y prepararse para reciclar los escombros que queden. El hecho es que, poco a poco se nos ha impuesto ¾confiando en nuestra facilidad para ser adictos a cualquier cosa¾ la dispersión del deseo y pasamos, como los jóvenes en las pantallas, de una cosa a la otra sin profundizar más allá de los titulares o las primeras tonterías del protagonista de un reel ¾esos vídeos adictivos impuestos a nuestra imaginación¾. Dispersión que afecta a la totalidad de nuestras vidas.

Este deseo fragmentado, esta dispersión cognitiva, también con efectos físicos, es consecuencia de la relación perversa ¾ya intuida con la televisión basura¾ entre oferta y demanda de contenidos. El típico dilema entre si la culpa es de la empresa que ofrece porquería emocional o del público que exige esas emociones vicarias. La misma actual polarización es la traslación al ámbito político de este fenómeno ¾yo partido político no tengo la culpa de mi radicalidad, es lo que la gente me pide¾. Pero, la idea de una sociedad culturizada en el mismo grado que las élites se ha mostrado complicada de ejecución precisamente por la atractiva dispersión. Afortunadamente todavía no es trágico, pues se pueden encontrar melómanos asesinos y cuasi analfabetos sabios. Pero, aunque la cultura y la bonhomía muestren cierta independencia, no habrá esperanza si se atomiza al individuo.

Una hipótesis para que haya una solución viable a este ataque a nuestra integridad probablemente implique que alguien gane poder, dinero o, al menos, bienestar material. ¿Cómo se impusieron las ideas filosóficas en el pasado? Veamos: el hundimiento de valores tradicionales propuesto por Nietzsche ¾que tanto se echan de menos ahora¾ fue ejecutado por el capitalismo durante el siglo XX apoderándose de toda tradición para comercializarla; el consuelo en el arte que propuso Schopenhauer malvive en la belleza kirsch de la decoración y la publicidad; la relevancia freudiana del sexo como componente de la felicidad moderna, que está acabando con todo emparejamiento duradero, está siendo objeto de comercio digital y, finalmente, la mayoría de los avances en derechos individuales se explica porque funda un poder político hegemónico.

Así las cosas, para acabar con la fractura del deseo en una miríada de destellos informativos o placenteros y recuperar la totalidad subjetiva será necesario que sea negocio. Y ser negocio es conseguir que muchos consumamos arte, literatura, poesía, música o, al menos, calma para elegir, escuchar y tomar el control de la complejidad moderna. Complejidad posibilitada por la tecnología y el crecimiento de la población mundial que provocan las formas más crueles de conquista feroz de recursos materiales. Frente a la fascinación del consumo de fragmentos que nos desmenuzan psíquica y espiritualmente surgirá, entonces, como ocurre ahora con la formación financiera, la invitación a educar para aumentar la capacidad de resistir desplegando nuestra integridad individual (indivisa) como seres morales que aprecian y cuidan al otro. La tarea es, pues, reconstruir al sujeto fragmentado.

Cuento de Navidad

La Navidad hace tiempo que, por mucho que nostálgicos la fijemos en determinados parámetros tradicionales, pasó a ser la celebración de una promesa de convivencia entre seres emancipados. Estado de cosas frágil, de bello cristal que no soportaría una sola caída al suelo de la grosería. Nuestro siglo ha hecho emerger, ha conquistado e institucionalizado niveles de verdadero respeto y amor a los semejantes que también existió en otras épocas, aunque fuera en sociedades exiguas y cerradas. Existencia previa y desaparición posterior que debe servir de aviso para no dejar de estar alertas. Por eso, si la risa es necesaria hay que crear una comicidad no basada en el mal ajeno al tiempo que se respeta a los diferentes. Empecemos por un cuento de Navidad a contrapelo:

Samuel y Adriano estudiaron en colegios distintos. Adriano, en uno concertado y Samuel, en otro también concertado, pero ¡menuda diferencia! Uno religioso de uniforme y doctrina con complementos por actividades voluntarias y, el otro, resultado del desarrollo de una academia modesta con un director muy espabilado. Los padres de ambos eran amigos y salían juntos a menudo. Adriano sufrió mucho ocultando las dudas sobre sus sensaciones ante sus compañeros. No podía decírselo a los profesores. Había oído que hacía unos años, a un niño que había confiado en un confesor se lo llevaron a «curarlo» de lo suyo a Segovia. Nunca volvió al colegio. Por eso, era reservado. Nadie se metía con él y él llevó en secreto su desconcierto cuando sus amigos hablaban de chicas y él los miraba goloso a ellos. Era un chico bueno, estudioso, interesado por todo lo que los profesores planteaban en clase. No entendía el desinterés de la mayoría de sus compañeros por la historia o las matemáticas. El conocimiento que su atlas le proporcionaba de la arquitectura del sistema solar le resultaba apasionante. Imaginarse en la pequeña bola de la Tierra girando alrededor del Sol junto a gigantes como Júpiter en el silencio del cosmos era ya, en sí mismo, una aventura. En sus delirios adolescentes se planteó ser astronauta. Se pasó horas con una lámpara y una naranja tratando de comprender los efectos de la inclinación del eje del planeta sobre la eclíptica, que le parecía un nombre precioso. Si no pudiera ser astronauta, sería físico para poder estar en un centro astronómico observando el cielo. Sus padres nunca supieron nada de la tendencia sexual de su hijo.

Para Samuel, sin embargo, su vida de adolescente fue un infierno. Tenía maneras femeninas y su gusto por la poesía y la literatura —sabía poemas enteros de memoria— lo convertían en sospechoso para sus compañeros. Tuvo la suerte de que su profesora de literatura le tomara cariño y lo protegiese de las embestidas de la brutalidad de algunos de los adolescentes del colegio. Habitualmente procedían de familias donde probablemente la procacidad era la norma. El caso es que se conducían con él con brusquedad. Él se encerraba en sus lecturas. Había recorrido los poemarios desde el renacimiento al romanticismo. Su profesora lo estaba iniciando en los secretos de la poesía moderna a partir de otro precoz poeta —Rimbaud—, que fue amante de Verlaine, al que arrancó de su familia heterosexual para vivir una loca aventura en Inglaterra. Su profesora le mostró una foto del cuadro de Fantin-Latour en el que aparecían los dos poetas amantes. Esos antecedentes aliviaban a Samuel que siempre estuvo agradecido a su profesora y confidente. Su madre seguía con delicadeza la evolución de su hijo, pero su padre se apartó de él, mostrando una feroz hostilidad.

La discreción de Adriano y la timidez de Samuel los mantuvo alejados durante la niñez. Pero, cuando Adriano cumplió quince años un 23 de diciembre, sus padres organizaron una fiesta en su chalé al que invitaron a sus amigos, lo que incluía a Samuel, naturalmente. La fiesta transcurrió divertida y revoltosa, con merienda, tarta, apertura de regalos y juegos de consola. Los padres estaban reunidos en un estar junto a la chimenea. La decoración navideña era espléndida. La tarde caía suave sobre el valle y las conversaciones les llenaban de amistad y placidez. Adriano subió a su habitación y Samuel al aseo de arriba porque estaba ocupado el de la planta baja. Al acabar, Samuel abrió con brusquedad la puerta atascada y tiró las campanillas doradas del adorno al tiempo que golpeaba levemente a Adriano que salía de su habitación. Adriano se cayó al suelo sin más consecuencias. Samuel se agachó a ayudarle y se levantaron abrazados. Adriano fue más audaz y besó a Samuel. El abrazo se prolongó, se encerraron en la habitación de Adriano y se amaron explosivamente, como solo la inocencia puede hacerlo.

Kafka en la discoteca

Kafka trabajó en Assecurazione Generali, una empresa aseguradora de accidentes laborales. Sus informes sobre accidentes de operarios eran impecables. Puede uno imaginárselo en aquellas oficinas de la Praga previa a la Gran Guerra afilando los argumentos entre los intereses de las empresas y la aseguradora. Empresas que procuraban no ser calificadas de alto riesgo para que las primas no fueran altas. Hay analistas que atribuyen sus inquietantes novelas a su experiencia directa de la burocracia emergente de principio del siglo XX. Ha quedado para la historia la denominación de «kafkiana» a aquellas situaciones en las que una máquina organizativa actúa desprovista de razón de ser.

Por esa misma época, Max Weber denominó su visión sobre la creciente burocratización de la vida como «jaula de hierro». En la película «Living» de Oliver Hermanus, un funcionario municipal vive en esa jaula y maniobra en ella para llevar a cabo una buena obra con kafkiana dificultad. En su trabajo estaba mal visto que la columna de expedientes perdiera altura; unos departamentos saboteaban a otros y los expedientes iban y venían sin responder a las necesidades ciudadanas.

En el ya mítico 11-S se supo, tras el desconcierto inicial, que los terroristas estaban aprendiendo a volar sin mostrar interés por saber cómo se aterrizaba. Conocido esto por una de las oficinas locales del FBI, el informe no llegó a donde debía ser interpretado; además esta célebre agencia tampoco se llevaba bien con la CIA, con la consecuencia de que esta le ocultaba información mezclándola con numerosos expedientes banales.

En la madrugada del domingo 1 de octubre de 2023 un incendio pavoroso abrasó a 13 personas en una discoteca de la ciudad de Murcia. La secuencia informativa en los medios de comunicación fue crecientemente dramática. Fuego, acción de todos los dispositivos de bomberos disponibles; horror, asistencia a quienes no daban con sus familiares sospechando que estuviesen dentro; dificultad de reconocimiento de cadáveres; testimonios de testigos y audios telefónicos de un dramatismo difícil de superar de víctimas que anticipaban su muerte. Ningún dolor fue ahorrado. Pero todo parecía quedar en un caso de mala suerte, cuyo inicio causal aún estaba por establecer.

Pero este país ya tiene experiencia en errores y colusiones que conducen a los ciudadanos a situaciones de peligro extremo. Y este caso no podía librarse. Por una parte, parece extenderse la idea libertaria de aumentar la velocidad de tramitación para la obtención de permisos. A lo que se añade un, desde luego kafkiano, cruce de expedientes y una no menos extraña omisión en el cierre de los locales afectados en la que da pudor ni siquiera considerar cualquier insoportable cohecho.

No voy a entrar en detalles. Ya la prensa, y en especial este periódico, los ha dado a una velocidad que ha reducido al mínimo los minutos transcurridos entre el conocimiento del dato y su transmisión al público. Pero si una orden explícita no ha sido cumplida y los que la emiten no parecen haber advertido ese flagrante incumplimiento no se piense que esto es una excepción: la construcción al gusto en la huerta de Murcia es la prueba de que las autoridades no son dadas a ponerse enérgicos, por si tiene efectos electorales. Las sucesivas amnistías ¾perdón por la palabra¾ a estas casas entre tahúllas ¾nunca atendidas por los infractores¾ no dan lugar a derribos ejemplares, ni siquiera de carácter simbólico en una chimenea. En los años ochenta y noventa hubo tres derribos que alcanzan el nivel de mito a estudiar en las escuelas administrativas.

Si ahora se dice que hay más discotecas que deberían estar cerradas se empezará a comprender de qué estamos hablando. Recordarán que el anuncio fallido por parte de la AEMET de un vendaval sobre Madrid provocó la incomodidad de su alcalde porque tal anuncio habría mermado el negocio hostelero ese día. Si el pueblo es feliz en las discotecas ¿con qué «derecho» las vamos a cerrar sea cual sea el estado de su expediente burocrático o el estado de despiste institucional que lo hace posible? Todo esto responde a una incapacidad de comprender las consecuencias terribles de enervar determinados actos administrativos, aparentemente banales y evidentemente enojosos para la acción empresarial, pensando que son complicaciones de un espíritu timorato que interpone arbitrariamente trabas a la realidad de las cosas.

Se olvida que una licencia no es una disciplina absurda, sino que debe ser la garantía, entre otros fines, de que la distribución interior de un local no es un laberinto sin salida en caso de que se desate un infierno. Félix Candela decía que, tras los terremotos, las vigas aumentan su tamaño y resistencia hasta que se olvida la catástrofe y empiezan a disminuir a la espera del próximo ataque de la naturaleza. Es ese espíritu el que, probablemente, esté detrás de este drama. Las instituciones están, además de para castigar a los empresarios aventureros que porfían por abrir sus negocios mientras alivian sus gastos en seguridad, para, sobre todo, impedir el dolor ajeno teniendo fe en sus propios protocolos, aplicándolos y corrigiéndolos sin dejarse llevar por un castizo, y ahora sabemos que kafkiano y letal, «no pasa nada».

¡I Love you, Albertito!

Dos ancianos están sentados en sendos sillones individuales Chesterfield fabricados en Yecla. Están en un rincón en el Salón de Confesiones del CEXGE (Club de Ex presidentes del Gobierno de España). Están el uno junto al otro degustando un Highland en vasos Sirmione con su nombre grabado. Su base de latón mitiga el sonido al depositarlo en la mesita de cristal, permitiéndoles dibujar con las manos bucles en el aire que enfatizan lo que dicen. Uno es madrileño y el otro orensano. Pedro tiene setenta años y Alberto ochenta y uno. Ambos arrastran remordimientos y tienen pesadillas por el desastre que liaron juntos en el año 2023. Acostumbrados a la superficialidad del poder —que contempla los problemas de la gente con la lejanía que un general observa las operaciones letales para soldados concretos—, todavía no entienden, diecinueve años después, cómo no pararon a tiempo lo que todo el mundo, menos su entorno y ellos, veía llegar al galope.

En aquel año de 2023 llevaron al límite las emociones de los electores —consiguieron un 85 % de participación—. La campaña había durado medio año, pues desde enero de 2023 empezaron a atacarse, no ya con dureza, sino con trolas tan gordas que aún se estudian en las universidades. Que si Pedro era un traidor que había vendido España a Marruecos por sus intereses particulares en los negocios con el rey Mohamed; que sí tenía un plan secreto para dividir España en nueve estados federados; que si tenía relaciones turbias con un ministro —con fotos fake de un combate encima de su mesa en la Moncloa en el que un tratado listo para firmar quedó inservible—. A Alberto no le faltaron imputaciones. Que si había dirigido secretamente un cartel de la droga gallega, que si estaba al habla con cuarteles díscolos por si fracasaba en las elecciones, que si Abascal era primo suyo. En el debate apenas se dirigieron miradas si no era para desearse juicios penales por las más disparatadas cuestiones. Alberto dramatizó la supuesta ruptura de Pedro con la constitución rompiendo un ejemplar en el plató mientras gritaba: “¡traidor a la patria!” y Pedro le contestó con un “¡golpista!” que restalló en los veinte millones de televisores que estaban encendidos simultáneamente. Un debate este que fue seguido como un mundial de fútbol, pues se escuchaban en las calles gritos insultando al adversario a cada entrada con el pie más arriba del tobillo. Y llegó el día fijado para votar.

… Cuando se empezaron a saber los resultados empezaron las algaradas. Alberto había ganado las elecciones, pero solamente Pedro tenía apoyos para gobernar por un escaño. El día de la proclamación de Pedro en el Congreso ya hubo enfrentamientos entre civiles. La policía no podía contener la indignación de los seguidores de Alberto que al grito de: “¡nos han robado las elecciones!” recorrían como locos las calles de las ciudades y, en Madrid, asaltaron el Congreso vestidos de nazarenos. Al amanecer, ya había tanquetas por las calles. El general Anselmo Bonaparte se presentó en el Congreso y no esperó a ninguna “autoridad competente”. Detuvo a Pedro e hizo nombrar a Alberto presidente a punta de Beretta. Pedro fue sometido a un consejo de guerra en el Círculo de Bellas Artes y fusilado contra un lateral de la Puerta de Alcalá mientras gritaba demenciado: “¡amnistía!” …

Alberto se despertó bruscamente con ese dolor de cuello que proporciona lo que en Murcia se llama la «siesta del borrego» cuando se duerme en un sillón —ya se había quejado de que los aperitivos del club eran demasiado copiosos—. Pedro seguía allí explicándole su versión de lo que había ocurrido en 2023 sin advertir que Alberto se había dormido: “… y entonces tú te cogiste tal cabreo que distes instrucciones para repetir la operación «Tamayo» y conseguiste que dos diputados de Bildu —«¡quién te lo iba a decir, Albertito!»—, te votaran a cambio de que bailaras un aurresku en el Congreso. Así evitaste mi disparatado acuerdo con Pico del Monte, pero la izquierda ardió en llamas”.

Alberto, aún adormilado, tiró el wiski sobresaltado por el grito que Felipe, sin dientes, masculló desde el fondo señalando a Pedro: «¡socialista de caca!». Mientras lo recogían dijo: “nunca pensé que el oficio de candidato a presidente fuera tan duro. Creo, Pedrito, que fuiste un presidente muy competente en tiempos muy complicados, pero mi deber era combatirte a toda costa”. Sintiendo autocompasión debido a sus propias palabras siguió: “¡Pedrito, júrame que, a pesar de todo, deseabas pactar conmigo!”. Pedrito, deshecho en lágrimas abrazó a su amigo y compañero en la desgracia de ser presidentes y balbuceó exhibiendo su inglés: “I love you, Albertito”.

El principio admiración

Agosto es la oportunidad de curarse gracias a meditaciones auspiciadas por la bajada del ritmo laboral, la calma propiciada por la luna y la felicidad fugitiva inspirada por las estrellas. Desde esa serenidad, favorecida por el final de la campaña electoral, podemos pensar en otras cosas, dejar a los políticos sus pactos y descansar hasta que la Constitución haga sus efectos benéficos. Así, virando la mirada, comprobamos que hay personas que nos deslumbran por su encanto, su capacidad intelectual o su entereza moral. Ese deslumbramiento se traduce en admiración. Desde esa experiencia de admiración personal, que es fundamento de las más sólidas amistades, es fácil entender el sentimiento de admiración por la realidad toda, lo que incluye el goce por la existencia. Anhelamos existir y admiramos todo lo que contribuye a que existamos nosotros y la gente que amamos.

Todo ello, sin dejar de mirar de reojo los problemas que nos acucian: enfermedad, sufrimiento y muerte. Problemas que, a pesar de todo, dejan espacio para reconciliarnos con la vida y para el goce en determinados momentos de la existencia. Momentos provocados por pequeños detalles: un susurro, un poema, un destello sobre el agua, o grandes acontecimientos: la llegada del hombre a la luna, la caída de una dictadura o la derrota del fascismo emergente. A otra escala, también se da ese entusiasmo, cayendo en banalidad, cuando un tal Iniesta empuja una bolita más allá de una raya en el suelo.

Pues bien, todo este preámbulo tiene que ver con la deprimente y generalizada convicción de que el conocimiento sobre el sentido de la existencia solo será satisfecho al final de los tiempos. Tiempos futuros en los que la acumulación de sabiduría proporcionaría a los humanos de ese momento por llegar la plenitud de la comprensión del enigma de vivir. Sin embargo, en este artículo se propone, sin anestesia, que el sentido de la existencia ha estado y está al alcance de cada generación de humanos. No es necesario esperar a una parusía y al cumplimiento de profecías milenarias, ni a que los cielos se abran y un nuevo mesías descienda proporcionando la visión que nos dotaría de la claridad intelectual y la fuerza emotiva que daría respuesta a todas las incógnitas de la existencia.

No es necesario esperar. Hay esperanza, aunque la ciencia «solo» nos informe de cómo funciona el mundo y aunque la filosofía no nos proporcione «nada más» que la respuesta a «qué» cosas del mundo merecen la pena para convivir civilizadamente. Aclarando esto último, digo que es sabido que a la pregunta sobre qué es algo respondemos con un concepto más amplio. Por ejemplo, a la pregunta ¿qué es una silla? respondemos que «un mueble» y ya estamos aliviados. Pero ¿Qué es un mueble? Sigan y verán que llegan, como María Moliner dejó escrito, al concepto vacío de «cosa» o, si nos ponemos cursis, al de Ser. Pero ¿qué es el Ser o qué es la existencia? Pues para esa pregunta la respuesta es el silencio, porque no hay un concepto más general en el que encajar el de ser o existencia. Golpeados por esa verdad nos encontramos ante «lo que es» como si fuera un muro infranqueable. Pero un muro que no es, sino que acontece, como una nube movida por el viento. Más que un conjunto de cosas inmortales, el mundo es un vértigo de caricias fugaces.

Como nadie puede verse la nuca con sus propios ojos, nosotros no podemos preguntar por el sentido de la realidad toda porque esa pregunta está vacía. Siendo así ¿qué cabe hacer ¿desesperarse?, no. Cabe «experimentar» el sentido de la vida como salud, amor y acción productiva. Es decir, admirar la vida y sentirla. Ahora ya sabemos que solo tendremos a nuestro alcance la comprensión de la estructura funcional del mundo y que la filosofía, liberada de la misión de explicar lo inexplicable, deberá centrarse en guiar nuestro comportamiento ético ante los aparentemente irresolubles viejos problemas ¾injusticia, desigualdad, inhumanidad, ecocidio¾ y los que asoman ante las enormes trasformaciones que implica la tecnología actual.

Si es así, descubramos nuestro pecho a la fascinación de la realidad para que nos inunde con su opacidad admirable; disfrutemos el tiempo donado con tensa paz, relajante amor y arte musical, plástico, narrativo y poético mientras gozamos sensualmente de nuestra piel y nuestras papilas. La vida merece la pena, más allá de la pasión de coherencia extrema que conduce fatalmente a la demencia que mata. Sí, merece la pena porque «el paraíso son los demás».

En estas cosas pensaba yo mirando las estrellas mientras sentía en mis pies el agua transparente que aún quedaba en la laguna en una noche cualquiera del mes de agosto.

Enigmas electorales

Algunas personas cuando dicen que tiene las ideas claras, en realidad, lo que tienen es claras las ideas, es decir, aguadas. Solo así se pueden entender que haya ideas que propicien el daño a las personas. Pero está ocurriendo, aquí, ahora, en España. Un país que inventó el liberalismo, pero en el que muchos de los que profesan su versión económica consideran que el liberalismo social es una llaga que cerrar. Le llaman guerra cultural.

Enigma se llamaba la máquina que descifró Alan Turing para el ejército aliado durante la II Guerra Mundial salvando miles de vidas. Lo que no lo libró de ser encarcelado por homosexual pocos años después provocando su castración química y su suicidio mordiendo una manzana con cianuro ¾se dice que el emblema de Apple es un homenaje a este extraordinario talento¾.  

Creo que ni Turing podría descifrar el enigma de por qué los votos de un país se dividen entre los que defienden lo público y los que proponen la privatización de servicios tan esenciales como la sanidad, la educación y las pensiones lanzando los capitales empleados actualmente por el Estado a la arena de la voracidad privada. Nadie duda de que haya clases de luchas, pero, a estas alturas, ya debería considerarse falso que exista la lucha de clases, encontrándonos, así, ante el enigma incomprensible de que millones de personas de rentas medias o bajas apoyen a quienes consideran que «es mejor que el dinero esté en sus bolsillos». No advirtiendo que esta opción de los bolsillos es prestidigitación para bajadas de impuestos que hagan imposibles los servicios públicos al generar un «estado mínimo», propuesto ya por Nietzsche, y tematizado por el anarcocapitalista Nozick. De esta forma, se impide que se mutualice la enfermedad, la educación y la decrepitud; servicios que se pueden considerar virtualmente un sobresueldo para cada ciudadano. Un sobresueldo que de «estar en sus bolsillos» ¾lo que es bastante improbable¾, se gastaría en cervezas y vacacioncillas y «a vivir que son dos días». Alegría que dura hasta que una enfermedad grave o la decrepitud hagan necesario hipotecarse ¾el que pueda¾ para hacer frente a los gastos de una inmisericorde sanidad privada.

Pero Turing lo tendría todavía más difícil para entender por qué hay ciudadanos que odian lo que no entra en sus esquemas de cómo debe ser vivida la vida. O para explicar por qué no se ha cumplido la esperanza de que la mujer trajera otra ética a la política. Es desolador el caso de Guardiola, la candidata a la Junta de Extremadura. Con el añadido abracadabrante de que, simultáneamente, Feijóo proclamase que «sin palabra, no hay política». Es también un enigma que, con todas las conquistas para la mujer que el feminismo ha propiciado, haya mujeres que jaleen a los señoritos que las han de tratar, de nuevo, como mujeres-mujeres a la grupa de sus caballos, al tiempo que Vox clava sus espuelas en los flancos del PP hasta destruirlo moral y políticamente.

No voy a caer en la tentación de reprochar a la derecha moderada sus intentos de disimular la triste caída en la misma impureza de alianzas que detestaba en el “sanchismo”: es tan obvio que estamos ya ante otro grotesco ismo: el “Feijoismo”. No voy, tampoco a mencionar cómo los síntomas se han ido convirtiendo en enfermedad que acabará deslizándonos a la sociedad intolerante, esencialista, lunática y peligrosa en sus propósitos que se perfila en los conocidos cien puntos programáticos de Vox: conquistar Gibraltar, suprimir el concierto Vasco y convenio Navarro, suspender la autonomía catalana, erigir muros infranqueables para emigrantes, nuevo concepto de legítima defensa (¿uso de armas?), eliminación generalizada de impuestos y cotizaciones, control moral, estímulo de tradiciones (¿volverá el toro de la Vega?), fuerzas armadas autónomas, sin vínculos internacionales (¡uf!), supresión del Tribunal Constitucional, indiferencia ante la violencia contra la mujer… En fin, para qué reprochar lo obvio.

Algo falla, cuando en unas elecciones autonómicas regresan, cuarenta años después, los intolerantes, los que quieren volver a relaciones amo-siervo. Recientemente contemplé una escena en la que se mezclaba la aporofobia ¾literalmente el asco al mendigo¾  con la soberbia del señorito. Algo falla, sí, cuando ya están en las instituciones los ignorantes que desprecian la ciencia y los intolerantes que quieren acabar con la felicidad ajena mientras ocultan a la vista los vicios que practican en privado.

Queda solamente por descifrar ¾señor Turing¾ el enigma de por qué hay ciudadanos de izquierdas que se quedan en el sofá en cuanto no pueden disfrutar del entusiasmo por la llegada de «un mundo nuevo». Irresponsabilidad que hace posible que lleguen los que hacen del planeta una falla y del individuo, en su libertad, una liebre para los nuevos galgos.

Padura

Hablemos de lo que nos interesa antes de que el vértigo político nos secuestre de nuevo. Cuando pasa un cometa, hay que tener la cortesía de subir al tejado a verlo cruzar el firmamento. Los cometas no abundan y con talento menos.

Una conversación fugaz, tras una conferencia en el Aula de La Verdad, llevó a que Manuel Madrid me recomendara unos llamados «Talleres Islados» que organizan dos promotores culturales simpáticos y competentes llamados Mariona Fernández y Josep María Fontseré, habitualmente en la isla de Menorca. En concreto, el seminario de literatura que iba a impartir el célebre escritor cubano Leonardo Padura Fuentes -premio Princesa de Asturias de las letras-. De modo que, siguiendo la teoría del cometa, me fui para Menorca a verlo pasar.

Padura tiene la doble nacionalidad cubana y española. Es célebre a muchos niveles, pero literariamente -el que, probablemente, más le interese- está afirmado en libros como “El hombre que amaba a los perros”, dos asombrosos relatos en uno de dos vidas que transcurren hasta converger en una habitación de una casa en la calle Viena de Coyoacán en México. Lugar en que León Trotsky es asesinado por Ramón Mercader. Pero, quizá, es la serie de novelas sobre “el conde” ¾Mario Conde¾, la que le ha permitido consolidar y popularizar su sólida reputación literaria. Conde es un policía de extrañas y eficaces intuiciones, incómodo para sus superiores e incomodado por serlo, enamoradizo, escritor fracasado, amigo de sus amigos, nostálgico y tierno que, en su perfección como personaje le permitió a su autor proponerse de salida una tetralogía sobre el crimen en Cuba -el de personas como metáfora del crimen sobre el pueblo-. Es, quizá, el único personaje literario del que, con más claridad, he sentido que me hubiera gustado tener por amigo.

Padura es un escritor al que el talento le rezuma de forma serena y natural porque ha sabido construirse un método concienzudamente delineado para que brote desde su profundo estudio y conocimiento de la historia de la novela negra, como quedó de manifiesto en el seminario. Allí en un salón de piedra arenisca y suelo rústico, rodeado de los «seminaristas» ¾grupo compacto de lectores inteligentes¾ fue exponiendo en sucesivas sesiones magistrales su método, cuyo desarrollo comienza con lo que considera la piedra miliar ¾desde la que empieza a construir cada una de sus obras¾: el para qué de aquello que se emprende sobre la hoja en blanco.

Su primera novela de la serie policíaca se llama «Pasado perfecto». Por mi cuenta, y llevado por la atmósfera inspiradora de esos cuatro días escuchando a Padura en las sesiones formales, me atrevo a sugerir la siguiente teoría sobre ese título: es un homenaje a su admirado Raymon Chandler, cuyo primer libro «The Big Sleep» fue traducido al español como «El sueño eterno». Mi argumento es que el pasado vive en nosotros como un sueño y que la perfección supone la eternidad como, en el argumento de San Anselmo, supone la existencia de Dios. Esta teoría será falsa, pero está bien probada, aunque sea nada más que como muestra de que he sido un oyente aplicado.

Pero, quizá, en los cuatro días de convivencia hemos tenido los asistentes un plus intangible: estar ante un explorador de la verdad que lo hace desde una realidad éticamente comprobable: la de seguir viviendo en medio de ese su pueblo que sufre y no encuentra, aún, el modo de desprenderse de la costra de una política huera, intelectualmente castrante, además de física y moralmente cruel. Un pueblo, el cubano, que malvive preguntándose por qué ha sido víctima tanto del experimento del más brutal capitalismo, como del más ciego comunismo, tras siglos de colonización explotadora, que, sin embargo, dejó, también y sobre todo, una lengua que nos hermana y permite secretas conexiones.

Es Leonardo Padura un ser humano bueno, simpático, de magníficos silencios, que se mueve entre la admiración con una naturalidad que elimina cualquier posibilidad de molestos ditirambos, pero, eso sí, amagando en misterio como diría Gracián. Sus charlas durante el seminario han sido cultas, pero cercanas; las conversaciones en los encuentros casuales por el precioso lugar precedían las de las cenas causales y los paseos entre tamarindos que han permitido sentir la presencia de una bonhomía e inteligencia que son capaces, unidas, de comunicar eternidad desde el vórtice de los encuentros banales o trágicos de los seres humanos. La cumbre de su pericia humana es su esposa, Lucía López Coll, filóloga como él; una mujer de la que emana discreción, serenidad y amor por su compañero y que tiene el privilegio de ser la primera lectora de sus obras y socia como coguionista en las aventuras cinematográficas basadas en las obras de Leonardo.

La Larga Gobernanza

Mario Vargas Llosa dijo no hace mucho que «Lo importante de unas elecciones no es que haya libertad, sino votar bien». Por muchas explicaciones que dé, estas palabras le perseguirán hasta que entregue su alma a Gutenberg o Calíope -según sus preferencias-. Las palabras del premio Nobel han sido interpretadas en el sentido de que hay gente que vota mal, es decir, a opciones que a él no le agradan. Luego ha dicho que votar es votar por la democracia, en un pleonasmo impropio de su arte literario, pues ya votar es ejercer la democracia. En todo caso, nos queda el eco de que, para según quien, hay gente que vota mal y gente que vota bien.

En el tango «Volver», Gardel dice «veinte años no es nada». Sin embargo, en España ya han pasado cuarenta y cinco años desde que se aprobó la Constitución y ha dado tiempo a que «veinte años sean algo», pues en algunas autonomías ha habido gobiernos que han alcanzado la cifra del tango y algunos las han superado. En Andalucía los socialistas han gobernado más de cuarenta años; en Castilla y León entre Alianza Popular y el PP, los conservadores llevan treinta y seis; hasta el lío del año 2017, los conservadores catalanes han gobernado treinta y, así otros casos, como el PNV en el País Vasco que lleva casi cuarenta.

En nuestra región los conservadores están gobernando veintiocho años, desde que en 1995 Ramón Luis Valcárcel tomó el cetro de las manos despistadas de los socialistas que no se han recuperado de la pérdida inexplicablemente. Como no comparto el punto de vista de Vargas Llosa, creo que Murcia vota bien, porque vota a lo que cree que le va a ir mejor.

Pero desde Marte, el planeta rojo a cien millones de kilómetros de Murcia, las cosas se ven distintas. Los gobiernos duraderos ¾en adelante, parafraseando a nuestro Miguel Espinosa, la Larga Gobernanza¾  tienen una enorme ventaja que los justifica: que, al no sentirse acosado por la oposición postrada, puede gobernar pensando en el largo plazo. Pueden, sin coste electoral decisivo, establecer políticas duraderas y previsoras. Sin embargo, si esta condición no se cumple, la Larga Gobernanza es un peligro. En efecto, tiene la desventaja de la relajación de costumbres que lleva al sentimiento de impunidad y, en no pocos casos, a la corrupción y los banquillos judiciales. Pero, sobre todo a la política de vuelo rasante. Así, la desidia socialista en Andalucía ha permitido la instalación de una agricultura okupa en Doñana.

En Murcia, la Larga Gobernanza debería haber sido capaz de resistirse a la destrucción de la Manga y de la huerta por construcciones siempre toleradas que, no solo atentan contra el sentido común, sino que están creando las condiciones para un imposible urbanismo racional en el futuro. La Larga Gobernanza no ha despertado de su siesta complaciente hasta que los peces del Mal Menor salieron a boquear en las playas cenagosas para «llamar la atención» de los humanos. Muertes a las que se reacciona mandando los peces a la Moncloa con desparpajo, salvo que esté ocupada ya por los propios. Recuerden aquella pancarta de «agua para todos» que desapareció del balcón de la Glorieta nada más llegar los primos a la Moncloa.

De nuevo el silencio cae sobre la llanura del Campo de Cartagena y la laguna sigue siendo sobrealimentada de lo que no necesita, como una Oca a la que se quiere sacar el hígado y luego es enviada al incinerador. Hace unas semanas, Miguel Ángel Hernández, en la presentación de su libro «Anoxia» ¾qué nombre más explícito¾, dijo que, en sus giras presentando el libro por España, nadie entre los asistentes a los actos sabía de qué iba eso del Mar Menor. Cuando pasan los años y siguen cayendo los votos de forma automática -del mismo modo que se renuevan los seguros-, «el músculo duerme, la ambición descansa» ¾otra de Gardel, un genio en anticiparse a la crítica política¾.

Murcia vota lo que vota, entre otras cosas, porque cuando tiene la urna delante y mira a la izquierda lo ve todo borroso. ¿En qué momento se perdió la izquierda triunfante de los años ochenta como promesa de buen gobierno con vis social?

Estoy convencido de que la Larga Gobernanza debe acabar, pero no será sin que surja la ambición y la resolución de gobernar para las necesidades de hoy y para los dramas que se auguran para el futuro. Murcia vota bien, aunque no vote lo que creo que necesita, pero está en su derecho. Y también votaría correctamente si, prudentemente, advirtiera que la Larga Gobernanza conlleva enormes riesgos y que va llegando la hora del Saludable Cambio.

Puritanismos

Ser puritano es ser escrupuloso en el comportamiento propio e intransigente en el ajeno. El término nos llega de la depuración de la doctrina calvinista en oposición a la iglesia anglicana, que para los puritanos era todavía demasiado “católica”. No es de extrañar que en los Estados Unidos anglosajones -los españoles ya estábamos allí desde Ponce de León en 1513- los puritanos del Mayflower formen parte del mito fundador. Esto explicaría el éxito en ese país de los fundamentalismos evangelistas ¾la letra escarlata¾ tan arbitrarios en la creación de iglesias particulares como en la seducción supersticiosa de fieles que las soportan económicamente a cambio de ruidosos espectáculos que los excitan con la misma intensidad que los engañan. Lo que es compatible con ramas del protestantismo perfectamente respetables.

Hasta ahora se han considerado figuradamente puritanos a quienes se preocupaban, fundamentalmente, de la procacidad relativa al cuerpo. Así, en el arte religioso se ha procurado no exhibir partes «prohibidas» del cuerpo, aun cuando lo exigiera la situación presentada en las obras artísticas. Se corregía así las explícitas y naturales expresiones del arte clásico y renacentista. Un arte que mostraba el cuerpo sin sufrir censura, hasta que, «ayer» mismo, el David de Miguel Ángel, ¡nada menos!, ha sido tachado de pornográfico para los ojos de los niños en Estados Unidos. Un puritanismo en la expresión corporal que siempre ha rechazado la izquierda como pacato y producto del miedo o, quizá, odio al cuerpo que inauguró la doctrina paulina en el siglo I.  

Sin embargo, la gente de izquierdas se ha visto sorprendida en los últimos tiempos con el reproche de «puritana» que consideraba un rasgo exclusivo de la derecha. La izquierda siempre se ha mostrado liberada de tabúes sexuales y ha considerado divertido el libertinaje. La revolución sexual de mediados del siglo XX, que volvía a usos del cuerpo que recordaban a épocas del clasicismo romano, sacaba de la penumbra hipócritas libertades de la burguesía masculina que nunca dejó de disfrutar del cuerpo en esos sofisticados burdeles en los que se satisfacía la libido al tiempo que se hacían negocios y denigraba a la mujer. La izquierda, sorprendida por el reproche se pregunta cuál es la causa.

De una parte, como consecuencia de la protección de minorías de todo tipo, se ha creado una relación de términos «prohibidos» sustituyéndolos por eufemismos más o menos acertados para su uso público. Así, «gordo», «subnormal» o «negro», que son términos supuestamente descriptivos, se han cargado explícitamente de negatividad, de desprecio y, en consecuencia, se ha propuesto razonablemente su eliminación del lenguaje público. Pero, el asunto se vuelve espinoso cuando decir cosas como que «las evaluaciones han de basarse en el mérito» o que «la mayoría del terrorismo mundial lo provocan versiones radicales del islam», es entendido como discriminatorio y tiene como consecuencia la «cancelación», es decir, la persecución, el acoso en las redes hasta el punto de provocar despidos y colapsos de reputaciones intachables. Lamentablemente hay casos recientes como el acoso a Rowling, la autora de los libros de Harry Potter. Si esto es así, habrá comenzado el deslizamiento desde una justa causa a una causa puritana, actualizando el método del ostracismo griego elevado a la enésima potencia.

Esta tendencia a pasar de la defensa legítima de minorías censurando el ataque de maltratadores, homófobos y peligrosos linchadores, a perseguir el mero enunciado de verdades empíricas o ideas fecundas está en la base del reproche que ha pillado por sorpresa a la izquierda. Así, el ejemplo equivalente a la censura del David por parte de los extremistas de derechas está en la dimisión del rector imaginado proféticamente por Roth en «La mancha humana». La versión real ¾entre dramática y cómica¾ es la iconoclastia histórica o la revisión de la literatura clásica que puede dejar el título de la famosa novela de Agatha Christie en «Discusión acalorada en el Oriente Express».

Este deslizamiento hacia la sensibilidad inculta está relacionado, razonablemente, con la llamada «falacia naturalista» que justificaba, por ejemplo, la esclavitud o el sometimiento de la mujer por una supuesta y «científica» inferioridad. Pero al considerar machista a quien afirme que hay diferencias biológicas ineludibles entre el hombre y la mujer -la izquierda woke- se iguala en irracionalidad a los que niegan la esfericidad de la Tierra -la derecha moke-. Pero ya hay suficiente camino recorrido por ambas facciones como para constatar que, miren por donde, convergen en el rechazo a la verdad, por lo que, lamentándolo por los ofendidos, es hora de constatar que el lenguaje evolucionará a su ritmo social y que tanto la ciencia como el arte nos seguirán asombrando con hallazgos y creaciones, tanto si estos coinciden con nuestras creencias o locuras puritanas, como si no.