El método Mendoza

La muerte del cartagenero José Luis Mendoza hace un mes habrá sorprendido a muchos. Ha muerto joven, pues 73 años, hoy en día, es «plena juventud». Su funeral, con dos cardenales y no menos de veinte sacerdotes, fue brillante. El público que asistió mostraba el respeto que su figura merece a muchos murcianos. Su obra como promotor de una institución docente católica es realmente impresionante partiendo de la nada. Y su perspicacia al apoyar el deporte una prueba de su habilidad como gestor.

La persona y su recuerdo pertenecen a su familia y a sus amigos, pero el personaje está, inevitablemente, a disposición del juicio público, siempre que no se traspase el umbral de la mentira o la infamia. Creo que no se hace justicia a la intensidad objetiva de su compleja figura —que es ya un en-sí sartreano—, solamente quemando incienso ante su retrato o su estatua. Nadie que lleve a cabo algo así como crear la UCAM puede ser un personaje lineal. Muy al contrario, este hombre fue, indiscutiblemente, poliédrico. Mendoza fue en mi opinión, fundamentalmente, y a pesar de su retórica religiosa, un empresario que después de varios intentos de crear empresa académica al modo convencional, encontró, finalmente, en la Iglesia Católica el marco ideal para realizar lo que probablemente considerase su misión.

Su peculiar actitud para legalizar su universidad está en la hemeroteca y da cuenta de aquellos tiempos en los que la sociedad murciana aún se escandalizaba con el desafío que suponía admitir matrículas antes de recibir la autorización legal para impartir docencia. Pero porfió ayudado por la flojera administrativa y política para impedírselo. Un desafío de una envergadura formidable al poner, insensatamente, en riesgo el dinero y las expectativas de las familias de los matriculados. Tampoco el municipio fue capaz de parar la aplicación de lo que podríamos llamar su «método» al construir instalaciones que violaban las reglas urbanísticas. Esta capacidad de extraer beneficio del desafío a los límites llegó a hacer cumbre con el conocido episodio de los licenciados en derecho italianos. Ejemplos supremos de “los renglones torcidos…”

En gran medida lo hizo arropado por la Iglesia. De hecho, en una ocasión llegó tarde a la presidencia de un acto en el que yo participaba y sus primeras palabras fueron: «Perdón, estaba hablando con el Vaticano». Un respaldo que tuvo su culmen, no en su funeral, sino, sobre todo, en su victoria ante el obispo de la diócesis de Cartagena, Reig Pla —el obispo de los «hombres nocturnos»—-, que pretendió, nada menos, que disputarle la propiedad de la Universidad Católica. La inocencia del obispo, probablemente, le costó el traslado al no contar con la astucia de un empresario que supo, desde el principio, tener un método imbatible.

Tuve la oportunidad de conocerlo con motivo de un congreso en su universidad al que fui con el encargo del rector de la mía por razón de cortesía. En la comida posterior el consejero de educación —entonces Medina Precioso— se empeñó en situarme en la mesa de presidencia con él y Mendoza. A la media hora, el consejero se fue a sus cosas y a partir de ese momento ya solamente escuché lo que Mendoza consideró oportuno decirme. Era un hombre que miraba directamente a los ojos sin darte respiro mientras te hablaba. Me relató sus dificultades con algunos prohombres de la región a los que consideraba  «diablos» —y no ironizaba—; hablaba completamente en serio y con una vehemencia abrumadora. Pocas veces se conoce a alguien tan imbuido, aparentemente, por una idea tan poderosa que le hace casi cruzar el umbral que separa la convicción del fanatismo —término que procede de «fanum = servidor del templo»— y ese fue mi «privilegio». Una impresión que se vio reforzada por su borrón más conocido: la idea de una conspiración mundial para introducirnos con la vacuna del coronavirus un chip bajo la piel con fines perversos. Absurdo que expresó en su institución académica sin respuesta conocida ante tamaño despropósito anti intelectual.

Su obra es irreversible, qué duda cabe, y, cuando las polémicas se olviden, habrá muchos que considerarán que eso será lo que permanezca. Aunque, lo que a mí me gustaría saber es cuál es su obra dado el método empleado. Una incomprensión, la mía, que es compatible con la convicción de que los profesionales que hayan salido de su universidad serán tan buenos como su esfuerzo y talento, propiciado por sus profesores, haga posible. Y me consta, porque los conozco, que los hay muy buenos.

Más allá de la persona, siempre respetable, la cuestión que importa es: ¿Así se construyen las instituciones? ¿Es este el método que la sociedad murciana quiere para su propio progreso?

Falta de coraje político

Algo rechina en la percepción de los efectos de la Ley Orgánica 10/2022, coloquialmente conocida como “sí es sí”. Las personas relacionadas con el ministerio redactor la defienden con la seriedad de la magistrada Victoria Rossell, actual Delegada del Gobierno para la violencia de género, o la frivolidad de Ángela Rodríguez, actual Secretaria de Estado. De esa defensa me quedo con la frase de Rossell: «esta ley es magnífica» y de Rodríguez: «…que un hombre acabe en la cárcel porque era un agresor, eso es importante, pero va a la cárcel después de haberla asesinado ya… cuando lo que te estás planteando es cómo acabas de verdad con el machismo… (de qué sirve) que un señor esté once o doce… años (en la cárcel)…». Aquí está la clave de esta polémica que se analiza más abajo. Después, ya vino eso de las «oleadas, hordas de violadores a la calle» entre risas más propias de una tarde relajada comentando las tribulaciones de Vargas y Preysler. Entre tanto, hay medios de comunicación de las dos orillas ideológicas de nuestro país que llevan un contador de sentencias rebajadas y excarcelaciones de delincuentes sexuales. Contabilidad con la que golpear a los «promotores» de la ley.

La derecha golpea feliz por el regalo político que el ministerio de igualdad le hace al permitirle escandalizarse sobre el peligro de una ideología radical que deja en la calle a los que han cometido agresiones brutales contra mujeres o niñas.

La izquierda moderada golpea molesta por la aparente incompetencia técnico-jurídica de la versión institucional de Podemos, al no prever este alivio de penas en cadena que tanto daño reputacional le hace al Gobierno, por razones obvias, y a sus perspectivas en un año electoral.

La mayoría de los jueces golpean circunspectos al aplicar la nueva ley basándose en el principio de que al condenado por una norma anterior le debe ser aplicado todo aquello que le beneficie en una nueva norma. Lo que no excluye que alguno lo haya hecho con cierto regusto ideológico. Los jueces comentaristas, normalmente retirados, dicen que se debía haber evitado la corrección mecánica de las penas al atender a las disposiciones transitorias genéricas del código penal, en las que, al parecer, había confiado el Ministerio de Igualdad con ingenuidad.

Qué duda cabe que aquí todo el mundo busca explotar la situación para hincarle un rejón a la ministra Montero. Me parece que es una política seducida por el cambio en su versión alucinadora de salto al vacío. Llena de buenas intenciones, esas que pavimentan los infiernos, es una política que cree que con la sola voluntad basta. Pero, esa buena voluntad también da sus frutos al mover avisperos sociales tan estremecedores como la violencia contra la mujer, una lacra insufrible con origen en el machismo universal que no termina de ser domado; o la transexualidad, otra fuente de marginalidad que esperaba el momento de exigir y lograr el respeto que merece cualquier ser humano, sea cual sea el destino que su cuerpo propicie. Por eso, no deja de ser un enigma insondable que precisamente este ministerio sea acusado de ofensa a las víctimas de la violencia sexual. Creo que, deslumbrados todos por la fuerza de la imagen de violadores saliendo de la cárcel, se ha dejado de mirar las manos del prestidigitador generando perplejidades en los espectadores.

Perplejidad 1) ¿Por qué no se ha prestado apenas atención a que esta ley, fundamentalmente, está dedicada a la prevención de los delitos sexuales y al cuidado de la víctima dentro de una especie de túnel protector desde la denuncia a la reparación del daño, pasando por todo el proceso policial y judicial?

Perplejidad 2) ¿Por qué causa tanto escándalo la reducción de penas (casi 200 actualmente) o excarcelaciones (18) de condenados si, una vez aprobada la ley, todos los delitos aún no cometidos tendrán el mismo «premio» de la reducción de penas respecto a la norma anterior?

Es decir, no se suele mencionar el propósito fundamental de la ley, ni que la reducción de penas es consecuencia de la equiparación del antiguo delito de «abuso» al actual de agresión y, sobre todo, a la coherencia con el principio no punitivo de la izquierda —que cree en la reinserción y no quería que la ley pareciera una rencorosa venganza contra los varones—.

Siendo esto así, ¿por qué la ministra y sus colaboradoras se han asustado y en vez de explicar sus propósitos y tratar de convencernos del carácter «magnífico» de esta ley destinada a «acabar con el machismo» aunque fuera a costa de un inevitable ajuste de penas y han pretendido confundirnos acusando de machistas irresponsables a todos los jueces? Por falta de coraje político. 

Ficciones verdaderas

Todos creemos tener claro qué es la realidad y cómo diferenciarla de la ficción. Bueno, todo el mundo no, como demuestra el perturbador universo global de Twitter. Ahí, incluso quienes actúan de buena fe solamente exhiben su verdad, que puede ser una ficción para el que la lee. Por eso, creo que, a estas alturas, la única realidad es la buena ficción. Pero no la de las ocurrencias tuiteras, sino la que inauguró Moisés u Homero con cumbres como Cervantes o Víctor Hugo y gigantes semejantes de la literatura. En ella el ser humano se reconoce, aunque nunca existieran los personajes que el autor crea para el lector.

Por todo eso, ¿qué más nos da que Elon Musk, el inventor de PayPal, sea capaz de pagar 44.000 millones de dólares para defender la “libertad de expresión? Pues, sí, nos da, porque cuando un solo ser humano puede tener tanto poder, algo va mal. Anuncia que su único interés es eliminar toda traba a esa libertad. ¡Ojo!, pues dado que no hay valores absolutos, cualquier pretensión de que la libertad de expresión no tenga límite alguno, supone abrir la puerta a la sentina del cerebro. La libertad de expresión tiene límites, por supuesto, como bien saben los periodistas, especialmente los de casta, no aquellos que se sirven de tan sagrada misión para poner su teclado al servicio del mejor postor. La verdad es el fruto de un proceso complejo de filtrado y limpieza cuidadosa. Desafortunadamente, tenemos más ejemplos negativos que positivos cuando el nacionalismo irrumpe. Recuérdese el caso de la Ley Patriótica que alineó a la prensa americana con la tesis de las armas de destrucción masiva tras el 11-S y las mentiras a la prensa del 11-M.

Naturalmente, se podría confiar en que la sociedad ya separará en Twitter la verdad de la mentira, pero eso es tan ingenuo como esperar que el consumidor de droga se controle para limitar el poder de los narcotraficantes. La mentira, especialmente aquella que aumenta nuestra sensación de ser poseedores de verdades sin esfuerzo alguno, es una droga que requiere tratamiento de desintoxicación. Por ahí no cabe esperanza alguna. Por eso, el plan de Elon Musk es el de un narco de la información que considera incomprensible dificultar que la gente disfrute con su veneno.

Pero, si las redes sociales son ya el reino del bulo y el murmullo ¿dónde esperar la información veraz? Creo que en la prensa profesional que declara su posición editorial, pero, al tiempo, se siente comprometida con la veracidad de su información. Un tipo de comunicación que parte del hecho y separa su descripción de la interpretación que le es obligada por razones ontológicas. La muerte del periodismo es la muerte social a secas. Pues si declaramos que estamos en la era de la información, no podemos favorecer la desaparición de los informadores. Hubo un tiempo confuso en que la deconstrucción invitaba al informador a que fuera, al tiempo, un escritor de crónicas ficcionales. Así ocurrió con el caso del nuevo periodismo que propugnaban Tom Wolfe o Truman Capote que era consecuencia de que grandes escritores, como García Márquez o Vargas Llosa empezaran como periodistas dejando la huella de su talento en todo lo que escribían, aunque fuera la crónica de los datos del paro.

Si esta situación se resume en informar deleitando, pensemos en la situación inversa: deleitar informando, que sería el caso de una literatura que, sin caer en el didactismo, fuera capaz de transmitir verdades. Este es el caso de la literatura inmortal. Quién puede dudar de que en obras que van desde el Quijote a los Episodios Nacionales o las novelas de Philip Roth, haya información. Pero, también, hay verdad por mucho que se fuerce su carácter metafórico. Los lectores son perfectamente capaces de captar la realidad esencial de las ficciones del autor porque, como dijimos al principio, la realidad tiene estructura literaria. Todos contamos cuentos.

¿Qué dota de realidad a estos personajes o a aquellas situaciones que dan contenido a una novela? El hecho de que el lector aplica a ellos el mismo sentido que le permite distinguir la mentira o el sueño de la realidad. Es decir, es el lector, el que da verosimilitud al contenido literario. De hecho, si tal contenido no ha existido nunca, será materializado por los lectores seducidos por él.

De modo que, acotados los límites del periodismo literario y reconocida la verosimilitud esencial que contiene la literatura, ha llegado el momento de hacerle una pedorreta a Twitter y sus pretensiones. No puede ser nada más que un tablón de anuncios universal donde se felicitan cumpleaños, hazañas deportivas, se declara una guerra o se rumorea que Elon Musk es un caprichoso megalómano.

Cuento de Navidad

El ser humano protege su vulnerabilidad con cuentos y ningunos más amables que los de Navidad. Tiempo cordial en el que, a despecho de la atmósfera de consumo, nos obligamos a un grado de humanidad que suele estar ausente el resto del año. Este cuento es una metáfora del irritante desencuentro político que nos abruma. Es decir, de buscar sin encontrar.

El cartel de Di Caprio mostraba su cara más excitante en la pared de la habitación. Sus ojos de gato y sus mofletes eran perfectos para reunir en una sola imagen al niño con el que Laura soñaba y al atractivo varón que colmara su instinto. En el suelo dos bragas, unas zapatillas, seis calcetines, una mochila y papel de aluminio de un bocadillo a medio comer. Un sostén colgaba de la lámpara y cuatro pantalones en la misma percha luchaban por ser el más arrugado. Laura con un teléfono pegado a su piel hablaba y hablaba con su amiga Carmen del ideal de chico. Su cara se reflejaba en el espejo del armario y mostraba el extraño contraste de la piel morena, el pelo negro y los ojos azul-violeta de la Taylor. Todo su rostro era un ejemplo de eso que llamamos juventud y que no sabemos exactamente qué es.

«Uno ochenta, moreno, inteligente, musculoso pero no un obsesivo body builder. Cariñoso, atento, con sentido del humor y clase, que sepa estar, ya sabes. Que tenga una carrera y sea un activista romántico, pero sin pedantería; deportista, y si es gorrino como mi hermano, ya lo corregiré yo, que seré gruñona», decía Laura con un calcetín en la mano. Sus ojos azules chispeaban; sus senos descubiertos para placer del espacio se negaban a atender la llamada de la gravedad y señalaban al techo.

«Soy Guillermo, tengo veinticuatro años, he terminado la carrera y busco a la mujer de mi vida». Hablando solo, un muchacho fuerte se miraba delante del espejo mientras se ajustaba el pendiente en el lóbulo de su oreja izquierda. «Esta tarde será, de esta tarde no pasa, lo presiento». «Tendrá que ser morena, con ojos azul violeta, con miel en vez de pechos, como quería Salomón, estudiante de ciencias —quiero que tenga conciencia ecológica pero con conocimientos científicos—. Pasearemos, discutiremos sobre política, nos besaremos, nos amaremos y volveremos a discutir sobre el color que debe tener una puesta de sol». Echó la cabeza hacia atrás en un gesto de repugnancia tras su intento de saber si podría ponerse una camiseta usada. No se atrevió a oler los tenis por si necesitaba respiración asistida. 

Refocilón era el macro-mega-centro de diversión de Murcia. Laura entró por la puerta sur y Guillermo por la norte, dos mil cuerpos los separaban. Cada uno vio una película diferente. Noventa minutos después Guillermo se dirigió a la librería y buscó entre las novedades. Se quedó con el último libro de Moyano y Sanz. Pidió que se los envolvieran con papel de regalo con elefantes; le gustaba ligar con algún libro en las manos.

Laura compró los últimos libros de Moyano y Sanz; se los hizo envolver en papel de regalo para su hermana. El papel  era marrón con elefantes indios sobrepuestos. Con los libros entre las manos se dirigió con Carmen a la planta primera, entró en el café y al pasar tropezó en la banqueta de un chico alto que había en la barra con otro compañero, se cogió a él para no caerse, se disculpó, cogió el paquete que él le recogió del suelo y siguió riéndose con Carmen hacia una mesa vacía.

Guillermo estaba a punto de irse cuando notó un golpe y una mano que se posaba en su hombro. Sujetó a la chica que había tropezado con su taburete, admitió sus disculpas y le recogió el paquete que se le había caído. Pidió la cuenta, se despidió de su amigo y se volvió a casa con malas sensaciones.

Laura, un rato después, creyó ver los libros para su hermana en la barra. Extrañada comprobó que, en realidad, los llevaba en el bolso. «Debe ser del chico del tropiezo». Preguntó al camarero si lo conocía, que respondió «no, es la primera vez que lo veo». Cogió el paquete y decidió llevárselo para buscar una solución más tarde.

En su casa, ante el envoltorio abierto de los elefantes, comprobó que se trataba de  ejemplares de los mismos libros que ella había comprado. Se dejó caer sobre la cama y un extraño sentimiento, mezcla de desilusión y enfado por su falta de atención, le hizo pensar que, como una rama de hipérbola, se había acercado hasta su alma gemela, el amor de su vida, sin llegar a poseerlo.

Mi nieta lee

Aún bajo el influjo de la reciente fiesta del libro, constato que tú, mi nieta, lees. Hasta hace poco te recitábamos cuentos y ahora nos los lees tú. Vas por la calle repasando carteles y ayer leías entusiasmada la carta del restaurante. Lees mayúsculas, minúsculas y respetas las letras mudas; por tanto, acabas de entrar sin saberlo en el reino de Homero, Shakespeare, Cervantes o Moreno —ya sabrás quienes son—, pero ya conoces los cuentos morales que van desde Caperucita a Garbancito, pasando por mitos blandos como la Bella y la Bestia.

Parece que no se lleva la formación en clásicos, pero las cosas importantes se van y vuelven haciéndonos comprender que es prudente y gozoso saber cómo interpretaban sus vidas aquellos que ya se fueron. Los niños deberíais leer fragmentos de los clásicos para que vuestros oídos se regalaran con palabras bien encadenadas como las que figuran en los versos de Virgilio, Dante, Rosillo o Rodríguez. Por eso, espero que pronto te dejes embriagar por bellos versos que provoquen en ti los fuegos coloridos de las metáforas y demás «trucos» del lenguaje para superar la limitación de nombrar lo innombrable. Verás como se llama a lo que no se toca con lo que tocamos cada día. Cómo un martillo representa a la contundencia; cómo la luz representa a la inteligencia o cómo un soplo de aire representa al espíritu; cómo una mujer con los ojos tapados a la justicia o las palabras todas al mundo.

Leerás historias diversas, leerás relatos apasionantes y las palabras quedarán adheridas a tus emociones, que volverán cuando las escuches años después. Comprobarás como en tu pequeño pecho caben todos los libros y poco a poco, irás viendo por ti misma la asombrosa aventura que es la humanidad y qué extraordinarias narraciones dan cuenta de ello. El mar en sus estados pacíficos o turbulentos te creará la nostalgia de la navegación; las escaladas a las altas montañas te harán soñar que eres una alpinista intrépida. Los relatos de astronautas o del cosmos te harán saber que vives en una bola pequeña en relación con las que hay en su entorno. Sabrás por esas lecturas que esa bola maravillosa en la que habitamos está pasándolo mal porque nos hemos descuidado en los últimos dos siglos. Por cierto, que así sabrás qué son los siglos y cuántos han pasado desde que un mono se bajó del árbol y miró hacia el cielo. Y, sobre todo, las grandes novelas, desde “Anna Karenina” a “Las uvas de la ira” o “Patria” te harán saber de la furia y del sufrimiento humano. Así tomarás conciencia de ti misma y de la necesidad de no atender todo lo que se te ocurra, pues limitamos con los demás.

Tienes que estar preparada para que tus ideas no coincidan con las de otros. Ese día sabrás que es necesario respetar las creencias ajenas y que hay que buscar el acuerdo, aunque no renuncies a ellas. También leerás cosas que te sorprenderán porque parecerán mentiras. Para entonces deberás haber adquirido en tus lecturas y experiencias la fuerza de saber que nada debe sobreponerse a la dignidad de los seres humanos. Leerás o escucharás discursos de gente que, enferma de poder, reclamen tu sumisión. Para entonces deberás haber desarrollado tu plena convicción en que no hay meta que justifique la codicia o infligir —¿Te gusta esta palabra?— sufrimientos a los demás para tiranizarlos.

A mí me gustan algunas palabras más que otras, como «arrebol», «feérico», «rielar» o «baquía». Tú elegirás las tuyas y con ellas las cadenas de palabras que te seducirán para vivir muchas vidas en la tuya, viviendo emociones desconocidas gracias al talento de escritores y dramaturgos. También verás que hay palabras en otros universos como el de la filosofía o la ciencia que provocan estremecimientos. En la poesía, una forma maravillosamente extravagante de transmitir sentimientos, podrás encontrar una sorprendente versión del mundo que te habla de él de forma oblicua provocando luces y sombras que perfilan realidades nunca oídas hasta que un poeta las pone en conexión.

¡Ay, querida nieta!, qué suerte la tuya de estar en esa primera hora en la que todavía no se ha cometido error alguno. Esa hora en la que puedes aprender qué lecturas te harán mejor y cuáles no debes frecuentar para que no te distraigan de la construcción de tu propia persona. No te quedes solamente en la vida ordinaria. Vívela con intensidad, pero hazla crecer con tus lecturas. Serás así todo lo que puedes ser. ¡Bienvenida, querida nieta, a un universo inagotable!. Si solamente te fascinan las imágenes serás conducida al mundo de otros. Con los libros, los sueños tendrán tu propia voz.

Progresistas, socialistas y revolucionarios

En un reciente artículo del mes de julio titulado «Liberales, conservadores y reaccionarios» proponía clarificar los conceptos de liberal, conservador y reaccionario que, al menos nominalmente, se sitúan en la derecha política. Ahora propongo echar un vistazo a conceptos casi simétricos en la orilla izquierda del torrente social y así componer el cuadro general en el que se desarrolla nuestro drama político. En ese artículo se definía el liberalismo como un programa que no se completaba en la derecha por que se imponían las pulsiones conservadoras y reaccionarias. Es decir, porque, en una suerte de sinécdoque política, se tomaba la parte por el todo dándole el nombre de «liberal» al parcial liberalismo económico o libertarismo. En efecto, si el liberalismo tiene tres dimensiones: la económica, la política y la social, en la derecha es la dimensión económica la que prevalece fundamentalmente.

Es en la orilla izquierda donde el liberalismo integral completa su programa con su dimensión social (divorcio, aborto, eutanasia, matrimonio igualitario, feminismo…). Los actores de este liberalismo se autodenominan progresistas. El progresista es, esencialmente, el liberal de izquierdas que, en esta época, comparte con el liberal de derechas su amor por la libertad política. Así el programa liberal se cumple plenamente del siguiente curioso modo: en la derecha con la dimensión económica, en la izquierda con la dimensión social y, en ambos lados, con la dimensión política, es decir, como democracia.

El socialismo proporciona el espíritu que dota a la izquierda de sus rasgos más reconocibles; del mismo modo que el liberalismo económico impregna a toda la derecha. En efecto, no se es de izquierdas si no se proclama algún grado de igualdad económica, del mismo modo que no se es plenamente de derechas si no se postula la libertad económica. El progresismo es también marca de la izquierda, pero no basta si no va acompañado de una actitud adversa al liberalismo económico. Es decir, si no va acompañado de una vocación clara de un uso social de la riqueza; por eso, se constata que el socialismo y el progresismo conectan entre sí con naturalidad, del mismo modo que lo hacen el conservador y el liberal económico por considerar ambos que la propiedad privada es el principio de toda libertad.

Si el socialismo es, fundamentalmente, una propuesta adversaria del liberalismo económico, tanto en una versión moderada como libertaria, o extrema como anarco-liberal que postula el estado mínimo, simétricamente, el conservadurismo es adversario de las opciones progresistas, al menos en su versión radical anarco-progresista — que propone un  constructivismo extremo, que se traduce en propuestas como que no hay diferencias de sexo o en que todo está contaminado por la represión patriarcal—. Ejemplos de lo aquí planteado es el caso de la ley “sí es sí” propuesta por los liberales de izquierdas (progresistas) o en las propuestas de bajadas de impuestos de los liberales de derechas (libertarios). En efecto, los progresistas plantean una ley menos punitiva que horroriza a los conservadores y los libertarios proponen un destrozo del estado social que repugna a los socialistas.

El revolucionario surge cuando el socialismo se percibe estéril —el marxismo es una reacción al socialismo utópico—; del mismo modo que el reaccionario surge del miedo conservador a la revolución. Son los efectos de la ira, de la impaciencia. Se trata de una caída desde la moderación, que requiere sutileza y un alto consumo de energía psíquica para el acuerdo, a las versiones extremas de la izquierda y la derecha, que son posiciones de baja energía intelectual que liberan ruido y furia. En tiempos radicales, la dimensión liberal se debilita y tanto el liberal económico  como el social son arrastrados por los polos extremos de cada orilla provocando dictaduras en las que se imponen las voces estridentes, impacientes, llamando a proclamar la hartura y el enfrentamiento cainita. Estos dos polos viciados usan la violencia porque creen en la sangre como redentora. Usan el campo de concentración como preventivo y el cadalso como correctivo. Están poseídos de certezas firmes que confunden con la verdad y atacan la base de la libertad que es sutil, compleja y, por tanto, frágil. Son consecuencia de la pereza intelectual y nos amenazan en cada país occidental y en las fronteras de nuestra zona geoestratégica.

Tanto el socialismo como el conservadurismo deben resistir, impregnados de las posiciones liberales, la tentación de imitar las nuevas formas del autoritarismo de siempre. Tentación que viene envuelta en el peor populismo. Se requiere un liberalismo realmente integral en sus tres dimensiones para que sea el puente entre las dos irredentas orillas ideológicas. Desgraciadamente, nadie lo ha encarnado de forma completa hasta ahora, a pesar de algunos experimentos —ya fracasados—que optaron por posiciones liberal-conservadoras despreciando, con gran ceguera política, las posiciones social-progresistas.

Carlos Alcaraz

“Tranquilo Charly, abierto, todo el peso encima, ¡ahí va!!” Pensó Carlos Alcaraz golpeando la bola a tres metros del suelo obligándola a cruzar la red por donde mide 97 centímetros a 201 km/hora, llegando al punto de impacto en 35 centésimas de segundo. Esa es la duración del tránsito desde un cuerpo en tensión a un cuerpo relajado abierto en cruz de san Andrés sobre el suelo que pisaron figuradamente desde Aquiles a Nadal. Por la cabeza del campeón pasaron dos ideas: una, “¡Ya está!” y, otra, “la próxima vez pediré a Nike camisetas más chulas”. Se sentía tranquilo, porque en la victoria no hay nervios, solo una inmensa serenidad por una borrachera de dopamina. 

Carlos Alcaraz es ahora el mejor, y su fulgurante, fresco y estimulante éxito en el doloroso e icónico 11-S para los neoyorkinos ya justifica una vida deportiva. Su triunfo le supone un goce superior, pongamos, al de recibir el Nobel de literatura, pues, a pesar del tesoro de emociones y razones que se esconden en una obra narrativa, su sosiego difícilmente puede competir con el entusiasmo o decepción que ofrece, con bastante menos esfuerzo para el espectador/lector, la narrativa tenística con efectos inmediatos, con incertidumbre viva, simultánea con el latir del corazón. El tenis, al contrario que el reprimido ping-pong, es un deporte donde, se trata de aplicar toda la fuerza humanamente posible para que la bola vaya lejos sin sobrepasar una línea situada un poco antes de donde llegaría el más fuerte y, al tiempo, toda la dulzura de una suave dejada en la red. Siempre me impresionó, viendo a Agassi en el Godó, que se golpeara mirando obsesivamente a la bola dándole instrucciones para que impacte en una línea veintitantos metros más allá, dimensiones que originariamente fueron en pies (78×27) porque este es un invento inglés (copiado a los franceses), como el golf es también un invento inglés (copiado a los holandeses) o Gibraltar un peñón inglés (pisado a los españoles).

El tenis ya se jugaba en el siglo XVIII (no lo inventó el genial Federer) y se llamaba “Jeu de paume”, literalmente “juego de la palma” —de la mano—inspirado en el juego del frontón. En el museo Thyssen hay un enorme cuadro de Tiepolo compartiendo sala con las “vedute” venecianas de Canaletto. Se llama “La muerte de Jacinto” y está inspirado en la Metamorfosis de Ovidio; cuenta metafóricamente cómo un golpe tenístico mata al joven amante de Apolo provocando que este hiciera brotar de su sangre la flor de su nombre. Este cuadro fue encargado por el conde Schaumburg-Lippe al pintor veneciano como homenaje a su amante español, un joven director de orquesta que murió en 1751, época en la que se pintó el cuadro. El conde era un famoso jugador de tenis (Versalles tiene una pista cubierta). En la esquina inferior derecha de este cuadro hay una raqueta que podría pasar por una Dunlop Maxply junto a dos pelotas de cuero con arena dentro cuyo peso provocaba graves accidentes entre los jugadores.

Todo el peso de esta tradición deportiva ha heredado el audaz Carlos Alcaraz que llega en plenitud y hace cumbre a la primera oportunidad que le ha dado el destino. Una plenitud que es física, técnica —puede golpear hasta de espaldas—, táctica, estratégica y mental por requerir una rápida recuperación después de haber sufrido desconcentración tras ejecutar algunos de sus malabarismos prodigiosos y distraerse enardeciendo al público. Pero, sobre todo, en este chico que quiere seguir siendo un chico, la novedad es que se dan juntos todos estos aspectos claves del juego. Es evidente que nació para este deporte que es tan atractivo porque, salvo en la guerra, en ninguna otra actividad competitiva se da esta perfecta armonía entre el desempeño colectivo y sufrimiento individual. Por una parte, la acción del equipo técnico, comercial y emocional que necesariamente acompaña a un jugador de élite y, por otra, el desempeño individual en un grado tal que asusta por la dureza que supone mantener la tensión y soltura simultánea del brazo en golpes cuya desviación mínima supone la gloria o la derrota. Y todo bajo la mirada compleja de un público que ante el mismo hecho físico —una pelota en el aire girando sobre sí misma— sufre o goza en función de si uno nació en Murcia o nació en Oslo. Si con Nadal los murcianos creímos haber roto el termómetro del sufrimiento deportivo sofístico (de sofá), ahora sabemos que hay un grado más, el de que este prodigio lo ejecute un paisano, tan próximo, que vive cerca de ese edificio rojo por el que toda Murcia, antes o después, ha pasado para ver surgir o declinar la vida.

Estío

Por qué un agosto como Dios manda tiene que ser al borde del mar es un misterio que solamente un ribereño del Mediterráneo puede descifrar. El niño se encuentra en su salsa rebozado de arena con el agua mojándole el culete que, como magdalena proustiana, le recuerda de dónde viene; el adolescente se agota detrás de una pelota mientras nota extrañas sensaciones al ver moverse a Nurita que entra en el agua con la gracia de una ninfa; el veinteañero recupera sensaciones y estrena otras buceando junto a las jaulas de las granjas de peces; el cuarentón mete su cabeza en el agua tratando de evitar el dolor de cabeza de una hipoteca recién firmada; el cincuentón se echa agua en la extraña barriga que le ha salido del diafragma abajo; el sesentón se pregunta qué ha pasado para que Facebook le muestre su edad sin misericordia mientras mira nostálgico el horizonte por el que llegan a veinte nudos las inquietudes relativas a su pensión; el septuagenario tiene los pies a remojo en una roca en la que tiene encajada su caña de pescar mientras mira el agua pensando en cuánta suciedad ha producido su generación. Entre ellas, la niña interpreta el mar como una fuente de emociones agradables —su cuerpo está renovado por la vida sin emitir todavía ninguna de las sensaciones que tanto determinarán su vida después—. Nurita sabe que Mario la mira; su madre, en la sombrilla, piensa en cómo orientar la escuela de la que es directora; su hermana mayor, María navega con calma mientras planea la próxima campaña en el Ártico; la abuela de Nuria se ve joven para sus sesenta y cinco años y celebra su cumpleaños nadando hasta el faro; María la rescata de su cansancio. Han traído a la matriarca de la residencia y descansa en una hamaca mientras planea disiparse en el aire de la playa en la que ha pasado sesenta veranos.

El pueblo veraniego sabe que cien años de baños de mar y simulación de grandes singladuras le han hecho daño. Toda la felicidad con que los humanos han relajado sus mentes para afrontar cada septiembre en todas las dimensiones económicas y sociales, la paga el pueblo costero con un mar cada vez más contaminado y torpes acumulaciones de arena en los sitios equivocados mientras las playas cambian de forma y dejan sus dentaduras rocosas al descubierto. El primer día que alguien se bañó con crema protectora produjo en el Mediterráneo el mismo efecto que un vaso de cianuro en el lago Titicaca, pero, después de muchos millones de aceitados bañistas, las cosas son de otra manera. El Mediterráneo boquea y pide auxilio.

Al anochecer la luna llena de agosto riela en el agua, mientras el sol se oculta por la sierra Escalona. El mar y la tierra intercambian sus papeles y, ahora, es el terral —que seguimos llamando brisa— el que alivia. Un mar que recibe el suave viento que viene de la templada tierra hacia él. Brisa y Terral se suceden en la misión de hacer agradable estar en una terraza cerca de la costa. ¿Qué más se puede pedir?: la luna brillando, los corazones alerta y el diálogo entre la tierra y el mar refrescando nuestras caras. De día, los beneficios son indiferentes a la posición social. Tanto si nos cubre un toldo blanco en una espléndida terraza de un chalet heredado dentro de la zona de costas —candidato al derribo, siempre postergado—, como si estamos en escorzo sobre la arena protegidos por una sombrilla, a todos acaricia la democrática brisa. De noche, las diferencias aumentan. No es lo mismo cenar en el club náutico vestido de blanco que volver a la casa de la ciudad con sombrilla llena de arena y las fiambreras vacías.

En la playa, como en las curvas de noche con sus mujeres fantasmales vestidas de blanco, hay mitos. Uno, que no sabemos cómo de verídico es, se alimenta de los cambios físicos que convierten playas de arena rubia y seca en verdaderos pantanos de barro debido a una supuesta venta de arena para otras localidades. Los toldos desaparecieron con su cutre elegancia. Eran los chalés sobre la arena: aquí el de los Fernández, allí el de los Vidal. Un espacio reservado que daba señorío a estar tirado en la arena a su sombra. Un privilegio de cañizo que, con o sin ocupantes, servía de portería para imitar a Borja en ágiles palomitas sin miedo a la erosión de la piel.

Acaba el verano y el estío amenaza convertirse en hastío, pero la importancia de la tarea que espera y la responsabilidad de la ciudadanía invitan a abonarse al Real Murcia.

Liberales, conservadores y reaccionarios

Se da aquí una versión libre de estos conceptos, tan populares en la política, porque empiezan a sufrir transformaciones en su núcleo semántico que los puede dejar vacíos de significado. Los partidos de derechas gustan de introducir en sus categorías definitorias el término liberal. Hay un error de partida, pues se toma la parte por el todo. Un liberal es alguien que ejerce y respeta la libertad de los demás, tanto en la dimensión económica como política y moral. Así, en el plano económico, se respetan las decisiones que cada individuo toma para comprar, poseer y vender. Es decir la libertad de empobrecerse o enriquecerse. Por cierto que —decía Adam Smith—, lo normal es la pobreza y lo extraordinario la riqueza. En el plano político, el liberal respeta las decisiones y opiniones de los demás sin traba alguna. Un ejemplo majestuoso es que en Estados Unidos se pueda quemar la bandera de la Unión sin ser ni amonestado. Y en el plano moral, finalmente, el liberal acepta para cada uno la forma que elija para amar, vivir y morir. Es una actitud no trascendente y que, por tanto, no pone más trabas a los demás que el daño que puedan hacer al sistema liberal mismo. Es decir, el liberal no es tan ingenuo como para aceptar las acciones de quienes quieran destruir la democracia, la economía de mercado o las vidas particulares de los ciudadanos controlando lo que ocurre en las calles y las alcobas. Ante este liberal uno se quita el sombrero

La categoría de conservador tiene como significado nuclear el amor a las tradiciones, en el sentido novedoso que Gadamer le daba al concepto de prejuicio. Es decir, a aquellos componentes del pasado que constituyen sólidamente el presente. Un rasgo este que se le atribuye al sentido trascendente asociado a la religión y al sentido de estabilidad que da a una sociedad los procesos tranquilos de transformación sin producir disonancias en las costumbres. El gurú de los liberales económicos, Friedrich Hayek, se declaraba abiertamente anti conservador por ser su liberalismo tan radical que toda traba a los cambios, le parecía peligrosa. A pesar de esta definición, los conservadores de derechas gustan de ser considerados liberales. Pero, los hechos los contradicen. Una prueba es que sólo conciben la libertad económica, pero no el resto de libertades. Por eso, tienen recurridos ante el Tribunal Constitucional textos legales sobre aspectos de la vida individual tan esenciales como el aborto, el matrimonio igualitario o la eutanasia. Paradójicamente, la izquierda es tachada por sus adversarios de anti liberal, lo que es cierto en lo económico, pero es contradicho por sus posturas abiertamente liberales en las dimensiones morales. Añado provocadoramente que, en este momento, deberían ser llamados conservadores, puesto que su liberalismo de las costumbres consiguió cimas que los obligan, ahora, a conservar lo logrado en materia de derechos adquiridos en legislaturas anteriores ante la embestida reaccionaria.

El reaccionario no es conservador, sino primitivo, no es que se oponga a cambios que considere que alteran el principio de la tradición, sino que quieren volver a marcos morales, en el mejor de los casos, próximos al puritanismo y, en el peor de los casos, cercanos a los usos medievales. Basan sus posiciones en pasados míticos indemostrables y, en algunos casos, inventados exprofeso. El reaccionario quiere retroceder más allá de la Revolución Francesa para encontrarse con el sentido aristocrático y un concepto de religión connivente con el poder tiránico emanado de la elección del soberano por la gracia divina.

En resumen: el reaccionario pone pie en la pared de la historia o la ficción mítica, el conservador se mueve dos generaciones por detrás de los cambios y el liberal auténtico deja fluir los procesos de la producción, de la voluntad política y el deseo.

El progresista defiende los derechos individuales cuando su tradición es colectivista; el conservador trata de imponer morales colectivas cuando su tradición es, o dice ser, individualista y el reaccionario se permite autodenominarse liberal, supongo que en el mismo chocante sentido que lo fue Pinochet, precisamente gracias al mencionado Hayek y sus discípulos ideológicos. Todas estas confusiones se dan en nuestra tóxica atmósfera política actual.

Como se puede ver, en realidad, aquí no hay nada más que una categoría firmemente asentada: la incoherencia. No es de extrañar que las elecciones se ganen o se pierdan por los rostros más o menos simpáticos y la promesa más o menos fundada de gestionar bien. Por todo esto, el criterio de toda verdad política, que deberían ser los logros conseguidos tras un mandato, desaparece tras el humo de la hoguera de las ambiciones. Así, liberales, conservadores y reaccionarios se confunden conceptualmente y confunden nuestras vidas.

Moneo, una arquitectura serena

Hace unos días el arquitecto Rafael Moneo estuvo en la Universidad Politécnica de Cartagena dando una conferencia en el marco del Congreso Internacional de Expresión Gráfica Arquitectónica organizado por los especialistas de la ETSAE. Fue una visita discreta por lo que la región no ha sabido de su paso por ella de quien, en mi opinión, dejó dos gemas arquitectónicas que, afortunadamente, estarán con nosotros mucho más allá de lo que puedan pervivir los prejuicios.

Desconozco la intrahistoria de la recepción que la ciudad de Murcia le hizo al edificio llamado, paradójicamente, Moneo, pero siempre he tenido la sensación de que parte de la ciudad no ha terminado de asimilar la genial propuesta del arquitecto. Cuando alguien se queja doctamente sobre el anacronismo inverso de esa limpia fachada en esa compleja plaza de Belluga, le he preguntado por qué él mismo no iba con peluca, sombrero de ala ancha, casaca, calzas y zapatos de hebilla cuando pasea por ella, como corresponde a la época en que se terminó el imafronte de la catedral. Tal parece que no se entiende que, por mucho que las formas históricas puedan gustarnos, cada época tiene que dar la respuesta que emane de su núcleo vital. Tampoco es habitual entender que, aún con una mirada estéticamente ingenua, nuestro gusto por las fachadas históricas se basa en nuestro anhelo de relatos. Relatos que, aparentemente, están ausentes en las limpias fachadas de nuestra época. Pero, piénsese que, salvo casos excepcionales, como es el Guggenheim de Bilbao —y ningún otro—, el barroco moderno del metal ha sido rechazado por el gusto popular. Lo que nos llevaría a una situación en la que solamente la breve paleta formada por la arquitectura clásica y el gótico, con sus variantes por exceso o por defecto, constituirían la fuente de nuestro gozo estético en lo que a la arquitectura se refiere. Este gusto nuestro por el relato nos gasta la misma broma en el arte plástico, que solo es aceptado popularmente en su versión figurativa. Lo que contrasta con el placer con el que aceptamos la influencia de la sensibilidad moderna en la decoración, en los utensilios o en nuestras propias prendas de vestir.

El edificio municipal de la plaza Belluga es la respuesta del talento a un problema muy complejo. Respuesta que no se quedó en el simple depósito del edificio en un solar, sino que abarcó a toda la plaza, que fue despejada para que el resto de la arquitectura allí presente luciera desde sus respectivas épocas de aparición sincera. Si el imafronte es una obra genial en su contexto —reconocida inteligentemente por Robert Venturi—, la obra de Moneo lo es en su propio marco intelectual. Y esta verdad mantendrá su vigencia a medida que el tiempo transcurra y la ciudad comprenda, como los niños, que se le ofreció salud intelectual contra una voluntad desinformada.

Pero, Moneo, además, convirtió el Teatro Romano de Cartagena en el centro del interés actual por recuperar la ciudad bajo nuestros pies que arrancó con la paciencia de Pedro San Martín. Interés que es  ya la turbina de todo lo que llegará a medida que los recursos lo permitan. La solución del acceso desde la cota de la plaza del ayuntamiento para llevar a cabo un viaje temporal y físico al esplendor de la Roma augusta es una muestra de talento que, en este caso, la ciudad de Cartagena sí ha aceptado sin polémica, quizá porque la discreción y elegancia de la fachada de la calle Ordoñez no hiere ninguna discutible sensibilidad ciudadana. Polémica que si se dio, sorprendentemente, ante la coronación de la Muralla del Mar de Torres Nadal, o la portada del antiguo cuartel del CIM y actual espléndido edificio de la UPCT, rehabilitado y, sobre todo, liberado de su siniestro carácter originario gracias a José Manuel Chacón. Aunque tengo mis dudas sobre la comprensión popular de la irónica pila de contenedores de cristal que Martin Lejarraga colocó audazmente sobre su «víctima» ecléctica.

Murcia ha tenido algunos fracasos en las soluciones aportadas a lugares predestinados a contener iconos de la ciudad —algunas plazas especialmente—, pero muchos aciertos en la creación de arquitectura moderna culta y propiciadora de serenidad como la de Juan Antonio Molina y otros talentos. Y eso es, precisamente, lo que estas dos obras tan distintas de Moneo aportan: serenidad. Una cualidad que rima con intemporalidad. Por estas dos obras, que son cimas de la arquitectura, Rafael Moneo —al que encontré lúcido intelectualmente y físicamente capaz— debería recibir el reconocimiento de la región por la vía social o académica para no lamentarse después de haber prestado solamente atención oportunista y prematura a deportistas, por muy prometedores que sean.