La felicidad

Por una grieta de la agria actualidad se ve amanecer, se nota el cuerpo amado junto a uno, se nota su amor en un gesto somnoliento. Se drena el cuerpo de toxinas, se escucha su saludable silencio; ningún dolor perturba el espíritu; ideas fértiles recorren la mente, se siente el orgullo de la utilidad y el reconocimiento de los demás; se tonifica uno con café humeante, hay una suave perturbación por el sufrimiento ajeno que las noticias comunican; se viste el cuerpo con elegancia contenida; se conduce una sofisticada máquina mientras se recita un poema; se sale a la calle y se nota la caricia de gotas tímidas que salieron de su nube empujadas por la gravedad sin saber el placer que causarían unos kilómetros más abajo; se vibra en el trabajo a ritmos humanos que no causan ansiedad; se participa en la construcción de un mundo; se descansa gozando de la amistad; se copula gozando de la totalidad; se acaricia con los ojos una escena pictórica, se estremece uno con el aire saturado de armonías activadas por una orquesta; se acaricia un cuerpo marmóreo, se leen ideas y emociones ajenas, se huele el perfume en una mejilla, se saborea…; se cae en lenta y placentera somnolencia cuando la sangre tiene una misión más urgente que regar el cerebro, se sueña… ¿Es esto la felicidad? ¿Por qué este hermoso tejido nos aparece tan a menudo raído, rasgado, deshilachado como una bandera abandonada en su mástil?

¿Estamos destinados a la felicidad o, más bien, a «desear» ser felices? Quizá, lo primero que haya que convenir es que la felicidad no es un destino, sino un proceso lleno de amenazas y altibajos que, además, no se puede conseguir siempre ni en todos sus aspectos; mucho menos en soledad, pues los otros no son el infierno, sino condición de nuestra felicidad.

La felicidad es el don de conseguir mantener en alto grado las más agradables respuestas del cuerpo a los estímulos físicos, mentales y espirituales. Respuestas para conducir nuestra conducta posibilitando la sobrevivencia generando el deseo de repetición por su carácter placentero. Placeres que hemos provocado mediante la alta cocina y sofisticados perfumistas, con el talento para el sagrado ejercicio del amor y el sexo; con la sublimación de los estímulos sensoriales e intelectuales mediante la música, las artes plásticas, el arte literario, la ciencia y la filosofía. La felicidad soñada es una adicción sofisticada pero natural.

Por eso, nos resulta extraña la pretensión de lograr la felicidad por el camino contrario: el del aislamiento: ya intelectual en Aristóteles o social en los epicúreos y casi sensorial en los estoicos. Grandes espíritus que han llegado a callejones sin salida, pues esto es huir del compromiso con la vida para refugiarse en la insensibilidad o, como la llamaban ellos: ataraxia, apatía o deber. Igual defecto se asocia a la versión cristiana: el ascetismo. Una especie de aislamiento radical del temido mundo mediante el castigo del odiado cuerpo. Es la exaltación de una idea falsa: el alma es independiente del cuerpo y su antagonista en un mundo material transitorio hacia una vida perfectamente espiritual tras la muerte. Una esperanza improbable, que es la versión moderna de lo imposible.

La felicidad debe ser buscada por cada individuo en esta vida, que es resultado de un bendito azar que privilegia a los nacidos. Borges dijo: “he cometido el peor de los pecados… no he sido feliz”.  Una felicidad que solo será legítima si no es a costa del sufrimiento ajeno y que solo será posible si contamos con los demás y huimos de adicciones artificiales destructivas. La felicidad cobra profundidad si asumimos nuestra condición de náufragos cósmicos sin peleas feroces en la balsa que precisa de nosotros al timón.

Pero ¿Se puede ser feliz atravesado por el dolor o con la muerte propia o de un hijo anunciada por la ciencia? ¿Se puede ser feliz bajo el efecto de una enfermedad mental o su versión cotidiana de la depresión que nos desconecta de la vida? ¿Se puede ser feliz sin tener un proyecto vital y un espacio físico en el que desarrollarlo en sus aspectos más íntimos? No es fácil, pero tenemos el deber de buscarla. Somos seres vivos palpitantes que hemos de trenzar nuestra pulsión de felicidad con la atención a la realidad y a otros seres concretos, incluso cuando solo los conozcamos por su sufrimiento que traspasa distancias: ese niño judío, ese niño palestino, como símbolos de la desgracia que supone el egoísmo feroz, diabólico. La felicidad sabrá emerger de la oscuridad. La felicidad, como la verdad y la belleza la goza el individuo, pero la posibilitan los demás, aun en tiempos de absurda ceguera política.

Sí hay palabras

En el paraíso debía ser difícil expresarse, pero fácil poner nombres, pues nada lo tenía. Adán y Eva no podían discutir. Por eso Bob Dylan, quiero decir Adán, cuenta el Génesis, puso nombre a los animales. «A ti te llamaré León (Lävï en hebreo)», dijo Adán, manteniendo una prudente distancia. Dios se ocupó de nombrar a los ángeles, supongo.

Desde entonces se han sumado miles de palabras. El diccionario del español tiene unos cien mil términos que se han ido acumulando para nombrar hasta lo innombrable. Por eso, cuando decimos que «no hay palabras», en realidad, queremos decir que somos incapaces de expresar verbalmente nuestros sentimientos ante una situación extrema, acuciante. Hay palabras que se han acumulado pacientemente tras siglos de nominar ¾que, hasta 1970, no significaba elegir a un cantante en Operación Triunfo, sino poner nombres a las cosas¾.

Después se tomaba a préstamo de otras lenguas. Por ejemplo, «pájaro» proviene de «passer», el gorrión de los romanos; o piedra del griego «petra». Pero también la labor de nombrar se simplificaba bastante utilizando el potente mecanismo de la similitud entre las características de las cosas. Así, se pasaba de la cerda, «porca», a «porcelana» con la mediación imaginativa del sexo femenino. De «calavera» a «calzoncillo» pasando por el hueso «calcáneo». La ciencia, a veces, disfruta del privilegio de Adán cuando descubre cosas nuevas y tiene que nombrarlas. Como cuando dijo: «te llamaré quark». También, los científicos, narcisos ellos, usan sus propios nombres como «el bosón de Higgs» por Bose y por Higgs. Por cierto, «investigar» viene de «in vestigium», o sea, «estar en la pista» de algo.

Cuando se necesitó nombrar cosas que no se veían, se usó el truco de usar nombres de cosas bien visibles. Por ejemplo, a un tren de energía, que es invisible, se le llamó «onda» que proviene de su analogía con la onda del agua. También se usó «protón» que significa «el primero», por lo que, en pura lógica, al neutrón se le debería haber llamado, ¾ocurrencia mía¾ «sequón», el «segundo», pero se impuso su carácter de neutralidad eléctrica. También se cometieron errores comprensibles en la época de Demócrito, como llamar a los elementos «átomos», que significa «lo que no es divisible», cuando sí lo es ¾pregunten en Álamo Gordo por Oppenheimer¾.

Más difícil es nombrar lo que no se ve, pero se siente. Ocurre con los sentimientos, como el orgullo, la culpa, la nostalgia o los celos. En estos casos también se pide ayuda a los nombres de lo visible. Por ejemplo, a partir del griego «zêlos», que significa «hervir», nombramos los celos humanos, ese sentimiento que nos quema porque dejamos de poseer en exclusiva lo que creemos nuestro. A medio camino entre lo que se ve y lo que no, están las emociones, que se sienten internamente, pero tiene reflejo en nuestro rostro. De hecho, «emoción» significa «moverse hacia fuera». Son ejemplos, el miedo, la ira, el asco, que tienen su propia historia etimológica.

El mayor grado de dificultad proviene de las cosas que ni se pueden ver, porque no son materiales, ni se sienten porque el funcionamiento del cerebro es tan sutil y silencioso que genera espontáneamente la idea de espíritu, cuyo nombre, por cierto, procede de algo tan material como el aire (spiritus = ‘soplo, ‘hálito’). Ejemplos de estas cosas intangibles son la prudencia, la justicia, la templanza, la sabiduría, la certeza o el escepticismo. Para nombrar estos rasgos humanos se acude, con mayor razón, a lo que se ve o siente. Así, la prudencia procede del latín «provideo», que significa «ver de lejos» o la templanza proviene de «temperare» que significa «moderar la temperatura».   

Comprobamos, pues, que de la historia manan con fuerza numerosas y bellas palabras. Podemos, pues, esbozar un Breve Diccionario del Entrevistado por Sorpresa: así, ante un periodista, si hemos sufrido una pérdida material con un culpable humano, hablaremos de furia, cólera, quebranto, venganza o justicia; si el causante ha sido la naturaleza o un accidente, diremos que sentimos desolación, desvalimiento, desamparo. Si tenemos una pérdida de un ser querido, sollozaremos experimentando ansiedad, desasosiego, congoja o desgarro ¾este último, claro préstamo del mundo material¾. Si se producen muchas muertes expresaremos nuestra turbación, espanto o consternación. Si nos toca el Gordo de Navidad gritaremos que sentimos entusiasmo o euforia por la seguridad material adquirida repentinamente. Si en pleno éxtasis nos preguntamos: «¿qué es la existencia?» o si, como Dante estamos ante la divinidad, exclamaremos atónitos que somos presa de admiración, perplejidad o estupefacción. Y si, finalmente, nos inquieren por la política, gritaremos indignados que sentimos vergüenza ajena, turbación, bochorno y… mucha, mucha preocupación.

En definitiva, que sí hay palabras, solo hay que leer un poco, queridos.