Cogí el mendrugo de pan y lo mojé en el charco para ablandarlo, me lo llevé a la boca y luchando con las arcadas para poder comérmelo acabé con él. Me recosté y pensé en los buenos tiempos. Me conformé con los fragmentos del sueño que me permitían los gritos de un niño en la tienda de al lado. En él aparecía con mi familia antes del Gran Desastre. Estaban al sol en un viernes festivo. Aquel día comieron dátiles y miel con leche. Todo era propicio: el negocio de calzado iba bien, sus hijos adolescentes eran inteligentes y mostraban un carácter compasivo en lo moral y esforzado en los deberes. Mi mujer, África , me sonreía bajo la sombra de un tela que filtraba la luz y eliminaba las suaves arrugas que ya afectaban su rostro mostrándolo sin defectos. Allí mismo me enamoré de ella otra vez. Tenía un periódico en las manos y lo miraba de derecha a izquierda distraído. Había unas imágenes de un político que empezaba a molestarme por sus discursos llenos de llamadas a valores de los que sólo cabía esperar violencia. Todo el mundo decía que no tenía nada que hacer, que perdería. No sé, pensé. Me quité la babucha que me había regalado mi cuñada y dejé que el agua del pequeño brazal me mojara la piel. Íbamos todos de blanco para celebrar que en tal día como hoy hacía veinte años también todos llevábamos vestidos blancos en nuestra boda. Duró tres días por empeño de mi suegro que tenía una propiedad llena de dunas y palmeras. Qué felicidad…

Me desperté bruscamente por una explosión. Un grupo de hombres vestidos de negro entraron al grito de ¡extranjeros fuera! en inglés. Suponían que sabíamos inglés y querían que tuviéramos miedo por anticipado. Nos apalearon un rato y rompieron algunas tiendas. Reían mientras daban patadas. Los periodistas filmaban la escena buscando una buena foto para ganar un premio. Después de un rato nos dejaron tranquilos para consolarnos. Los heridos se lamentaban y los niños gritaban. Al rato apareció un grupo de policías y nos explicaron que si hablábamos con nuestras familias por el móvil que les dijéramos que no vinieran más que aquí la vida era imposible. Que ya estaba bien de atravesar el Mediterráneo y venir a su país. Que pronto empezarían a disparar contra los que se acercaran a las costas. Yo no tenía familia a la que llamar. Tampoco tenía móvil. Se lo llevó África cuando cayó al mar mientras yo estaba desmayado en el fondo de la patera con la que cruzamos el mar.

Melancólico recordaba cuando las noticias que llegaban de Grecia sobre los refugiados sirios llenaban los telediarios. Me había suscrito a Médicos sin Fronteras, Save the Children y Amnistía Internacional para calmar mi conciencia y poder seguir con mi trabajo.  No podía imaginar que aquel político pudiera ganar. Suspendió la Constitución. Mis hijos empezaron a acudir a manifestaciones en su contra. Fueron fichados y una noche vinieron a por ellos. Nuestra angustia fue horrorosa. Caímos de repente en un pozo negro. Empezamos a visitar cárceles. Se formaron grupos antigubernamentales. Francia les ayudó y empezaron las escaramuzas. Nunca encontramos a nuestros hijos y mi mujer y yo pagamos por un sitio en una barca en Santa Pola y llegué a Marruecos tres días después solo. Ahora saldré yo en los telediarios de los países en paz provisional. Seguro que pareceré peligroso e indeseable por mi aspecto. Espero que ningún periodista me dé la oportunidad de echar fuera toda mi bilis. A los supervivientes del campamento se nos ha quedado una cara de asombro que se superpone a la de miedo o hambre. Me llamo Juan García y nunca pensé que esto podría pasarme a mí.

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