Un tema clásico en las grandes desgracias es si mostrar o no el sufrimiento. Los países en guerra suelen ocultar sus caídos. En el caso de la pandemia no hay testimonios, por eso éste artículo es imaginario. Su sensibilidad puede verse afectada, pero a falta de imágenes, descripción.

Abrí dolorosamente los ojos y vi la cara de la enfermera. Me sentía débil y desdichado. Quince días atrás, confiado, cometí un error. Me quité la mascarilla ofreciéndole el rostro a aquel amigo, mientras decía jocoso “¿Me reconoces?” En ese momento el amigo estornudó y sentí los proyectiles virales dándome en la cara. La andanada fue tan potente que cuatro días después ya tenía síntomas. Y el caso es que había pasado ya varios ciclos de sospechas sin que, en ningún caso, acabara pasando nada preocupante. Al principio las molestias eran suaves. Llamé a mi ambulatorio y a los familiares y amigos con los que había tenido contacto desde aquel día que, ahora sé, ya sólo podrían recordar los demás.

La enfermera me dijo “ha llamado su hija”. El pensamiento de mi hija me llevó a que se hicieran presentes mis nietas. Por el cristalino bailaron unas lágrimas que lo enturbiaron todo. Estaba seguro de que iba a conocerlas veinteañeras. Me moví la mascarilla del oxígeno ajustándomela mejor. Qué mala muerte es la asfixia; qué sufrimiento reserva la naturaleza a los que son privados de ese elemento que garantiza la vida. Yo no sabía muy bien qué era el oxígeno. Un compañero de cama me había contado que un tal Lavoisier lo había aplicado, pero acabó en la guillotina. Ya saben ese instrumento de muerte que separa la cabeza del cuerpo haciendo imposible que el oxígeno pase de la boca a los pulmones. No pude evitar una sonrisa ante el disparate macabro. Ya habían pasado tres personas por la cama de al lado. Dos habían salvado la vida, pero mi informante no.

Llevaba tres semanas en la habitación y tras el susto inicial, echaba de menos mi mundo: mis cariños cotidianos, mi despacho, mis libros, mi serenidad. Nunca había estado en un hospital. Mi vida ha sido saludable sin más molestias que rasguños propios de mi pasión deportiva. Una irrefrenable debilidad del ánimo se iba filtrando en mí. Me iba acosando el espanto de poder morir. Creía que estaba preparado, pero la muerte se me presentaba posible, probable, ineludible. Tenía la impresión de que tendría que pasar por un angosto y claustrofóbico orificio para entrar en un túnel que no tenía salida; que una vez en él, simplemente me apagaría sin oxígeno, sin pensamiento, sin recuerdos, sin imaginación; sólo una pesadumbre insoportable.

Tres días después perdí fuerza y la cara del médico me anunció lo que ya me temía: tendría que ir a la UCI. Busqué calma dentro de mi y no encontré nada. Siempre comentaba mis estados de ánimo a mi mujer, que me cogía la mano y me cargaba la batería con palabras suaves pero llenas de energía. Su mano, eso era lo que echaba de menos. Una mano con la que me llegaba a la imaginación su rostro lleno de verdad. Cuarenta años de compañía, de amor sin interés habían construido unos lazos que ahora veía desatarse. Tantas bromas, que ella rechazaba, sobre mi primacía en la muerte no podría compartirlas con ella cuando iba a ser verdad. Siempre me hizo gracia aquella humorada de Jardiel Poncela que le recordaba a los hombres que, paseando con su mujer por el parque, lo hacían del brazo de su viuda. 

En mi delirio empecé a rendirme, estaba rodeado de artefactos electrónicos, tubos de PVC transparentes y perforado mi sistema venoso para dejar paso a todo tipo de sustancias con la intención de salvarme. El médico me miró con ojos escrutadores y yo lo miré con ojos anhelantes. No pude descifrar sus pensamientos. Seguramente él sí leyó mi desesperación. Cerré los ojos y busqué en mi memoria ratos agradables para fingir felicidad. No me duró mucho: una imparable frialdad se fue apoderando de mi. Busqué la mirada de lo que me pareció una enfermera cuyo rostro llevaba la marca de tantas muertes contempladas. Yo había cerrado los ojos de mi abuela después de ver cómo de ellos había huido la vida hacia dentro, como un líquido que cae por un orificio abierto en el fondo de su retina. Nunca supe hacia dónde habría ido su energía. Ahora sabía que pronto mis ojos se filtrarían por el mismo orificio oscuro conectado con lo desconocido. Mi vida no pasó ante mi, ni vi ninguna luz brillante. Creí ver a mi mujer en aquella joven compasiva que me cogió la mano. Solo, qué solo estaba cuando me llegó la muerte.

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