En griego “σπάνιος” (espanios) significa “raro”. Lingüistas tiene el idioma, pero si el nombre de «España» viene del latín “Hispania” y el latín tomó palabras de la fuente griega, no me extrañaría que la cosa empezara con Homero —Ulises y sus compañeros pasaron cerca de nosotros camino del fondo del mar canario—. Obviamente la rareza no puede provenir del pueblo que se limita a salir con vida cada día. Son las élites, esa minoría selecta con el privilegio de ser primus inter pares, las que forzosamente han de dar explicaciones por nuestra rareza. Pues, como dijo Ortega: “Hemos padecido casi sin interrupción una aristocracia deficiente, en cierto modo, la ausencia de minorías selectas”. Por eso, él consideró que su circunstancia lo obligaba a echarse a su país a la espalda para ponerlo a “la altura de los tiempos”. Curioso que él señalara ya a la ciencia como “la que cumple sus promesas”. Hemos necesitado ser arrasados por un virus para descubrir que nuestra aportación a la ciencia y nuestro trato a los científicos son deleznables. No en vano nuestros premios Nobel son expertos en ficción —y no me quejo— , pero, al único que fue premiado habiendo desarrollado su ciencia en España (Ramón y Cajal), se lo reconocemos dándole su nombre a una “beca”.
Raro no sólo significa extravagante, sino, también, escaso. Tratándose de un país, sería un vagar por fuera de lo que los países de nuestro entorno cultural estaban haciendo y, además, hacerlo por escasez de élites solventes. Así, mientras se levantaba el velo de la energía en la primera revolución industrial, nuestra cátedra principal era la de teología. Así salimos del siglo XIX prácticamente sin patentes, cuando se extendía toda la potencia del electromagnetismo por Europa y América. Espero que nadie me recuerde nuestras aportaciones a la fregaza y a que el gran Cruyff dejara de fumar.
Llegados estos tiempos, hay que comprobar cuánto de raro queda en nosotros después de cuarenta años de puesta al día. No debía parecer que aún seamos raros después de entrar en la OTAN, en la Unión Europea y hasta, para favorecer las ventas de libros de los conspiranoicos, haber entrado en el club Bilderberg. Añádase que hasta ya tenemos extrema derecha, la última moda política; que estamos rodeados de “globalistas” y de gente que se quiere vacunar. Tal parece que hemos dejado el territorio “friki”.
Sin embargo, no nos podemos desprender de la sensación de que algo falla y, en efecto, algo falla cuando comprobamos que en nuestro parlamento no tiene un escaño la razón, pero lo tiene la destemplanza. Qué pensar del rechazo del PP a la regulación de los fondos europeos que pueden paliar tanta calamidad sanitaria y económica. Ni la más sutil argucia política puede explicar esta deserción de la responsabilidad. ¿Podrían los partidos políticos, cuando pierden las elecciones, actuar durante tres años como corresponsables de la gobernanza y dejar para el último año el tronar de cañones? Pues no, esta generación de políticos ha decidido torturarnos con la campaña incesante.
Faltaba hacer cumbre en la rareza, pero se ha logrado. No han llegado de Europa casos de violación de los protocolos de vacunación, con la excepción de otro país raro: Polonia. Pues bien, no sólo no inventamos el motor eléctrico, sino que añadimos a nuestros inventos banales, la novedad del “¡sálvese quien pueda!” de nuestras élites de baja estofa. No quiero generalizar, pues creo que hay muchos responsables políticos que no han caído en el error de creerse imprescindibles por su sentido del bien y del mal. Pero a otros les ha librado el escarnio sufrido por los que fueron cazados, sin querer, por las agujas traicioneras que volaron clavándose en sus brazos en el momento en que, casualmente, tenían la camisa subida.
Volviendo a la perspectiva de Ortega, digamos que esta generación tiene la obligación de definir un destino para la nación conforme a las circunstancias heredadas. Destino que ya no pasa por una confianza ciega en lo que él llama la “aristocracia”, sino en la masa, que ya no se presenta como una amenaza, como una ola arrasadora de vulgaridad, sino como muchos millones de individuos bien informados que han escogido una orilla en el mar menor de la política y que son capaces de ser la base de una convivencia próspera. Pero siempre que los líderes no exciten los instintos con su retórica belicista. La masa debe transformarse en musa para los políticos que debían seguir el ejemplo de su trabajo, sacrificio y mesura, una cualidad ésta que hace años que han perdido porque creen, equivocadamente, que el español no es capaz de entender que otro piense de forma distinta sobre como conducir la nación.