En plena temporada de caza de responsables políticos, religiosos y militares por haberse vacunado antes de tiempo, cabe preguntarse qué está pasando con nuestros “capitanes” en medio de la tormenta. El término “capitán” procede del latín “capitanus” que deriva de “caput” que todos sabemos que significa cabeza. De repente nos hemos encontrado con que un número significativo de significados capitanes, cabezas de instituciones relevantes, han tenido un ataque de pánico y, como aquel legendario Francesco Schiattino, epítome del cobarde, que al grito “los capitanes y los comodoros primero” huyó del escenario sin esperar a que la orquesta tocara, “Más cerca, oh Dios, de ti”.

Incluso en el habla normal, al comunicarnos empleamos metáforas, que están muertas de tanto usarlas. Son palabras minerales que nos sirven para una transmisión perezosa de ideas. Las metáforas son necesarias porque aumenta el vocabulario de una región de la realidad tomando prestadas palabras de zonas vecinas o lejanas. En la frase precedente he empleado los términos “región” y “mineral” que han reforzado —creo— lo que quería decir: que usamos sin advertirlo un lenguaje metafórico, como se puede comprobar si se presta un poco de atención.

Una fuente de metáforas muy rica es el mundo militar porque está asociado a la vida y la muerte; y porque esa asociación se produce en circunstancias que nos ponen a prueba ante la inminencia del peligro. Por eso el presidente del gobierno gusta de hablar de la lucha contra la pandemia como si de una guerra se tratase. Una vez aceptado el juego, se libran “batallas” y se ganan o pierden “escaramuzas”; hay “víctimas colaterales”, “armas”, heridos y muertos. Qué duda cabe que una guerra, a pesar de que las víctimas son premeditadas, es lo más parecido a una pandemia. El símil es facilón y por eso se abusa.

Durante estas semanas hemos sufrido un shock porque los responsables de un número preocupante de instituciones, al frente de las estrategias de lucha contra el coronavirus, se han saltado el orden protocolario y se han vacunado antes que quienes más lo necesitaban. Una vez que, a través de los medios periodísticos profesionales (apúntese un tanto a La Verdad) se ha conocido el atropello político de mayor rango en forma del Consejero de Sanidad de la Región de Murcia, la indignación sorda y la sonora expresada a través de las redes sociales obligó, primero, a una rueda de excusas y, después, al cese enmascarado de una dimisión anunciada, por un presidente de la comunidad que, por los elogios vertidos, más parecía que estaba procediendo a un nombramiento que a un despido. Una comparecencia en la que la mentira se dibujaba en las comisuras de las mascarillas. Pero un asunto al que cabía aplicar la metáfora militar con plenitud de sentido. Al fin y al cabo, el “capitán” se había vacunado antes que la “tropa” en un acto reflejo carente de gallardía.

Pero la catástrofe metafórica estaba por llegar, pues qué sentido tiene usar metáforas militares cuando son los propios militares los que perpetran el abuso. Aquí ya desaparecen las comillas; el lenguaje pierde su supuesta brillantez metafórica y se vuelve plano, seco, certero, insoportablemente real. Resulta que el más alto de los capitanes, el cargo de más rango de la estructura militar española y toda su cohorte de mandos complementarios se han vacunado antes que toda su tropa estuviera fuera de peligro. Un comportamiento que habla de la relajación del guerrero en la paz, que se vuelve un ciudadano más con las mismas tentaciones de egoísmo y autoestima desbordada. Recuerden aquello que dijo —si la memoria no me falla— el ministro Enrique Barón: “Un ministro es un patrimonio del Estado”. ¿Qué diría Aquiles de estos actos de “prudencia”? ¡Perdón, Aquiles estaba vacunado desde su nacimiento!; vacuna con una eficacia del 99 %, pues sólo el talón estaba expuesto al peligro. Igual resulta que esto del valor es una ficción y que sólo aceptan el peligro para sus vidas los insensatos que se creen los cuentos patrióticos de líderes que no han hecho la mili, no han trabajado nunca, pero se engañan a sí mismos, jurando bandera de mayores o sintiendo los efluvios letales de un arma que no saben usar. Quizá tengamos que concluir que el valor es un privilegio azaroso, —aquel chico que entró a salvar personas en un incendio y no volvió a salir—; que el valor sea una virtud ajena al empleo o responsabilidad. Si es así, de nuevo tenemos que renovar nuestra fe en las instituciones —la prensa libre, la ley, el buen gobierno— que por su estatuto lógico nos obligan al valor y al honor o, en caso contrario, a la dimisión o al cese vergonzoso

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