El filósofo Nicolai Hartmann (1882-1950) dedicó muchas páginas a sentar sus tesis nuclear: la realidad en sí misma nos trasciende y se presenta ante nosotros tozuda, impenetrable, indiferente a nuestros padecimientos o esperanzas. La realidad se experimenta por la resistencia a nuestras acciones y cualquier modificación de su estructura solamente es posible mediante la paciente humildad, desde el trabajo empírico de la artesanía, al cargado de teoría y experimentos controlados de  la ciencia. Ciencia que no siempre ha de ser de bata blanca y matraz. Hay ciencia en el estudio del hombre en tanto que tal, de su mente, de la sociedad, sus ventajas y patologías. Pero, si algo está claro, es que no hay ciencia sin contar con la realidad, su terquedad y su verdad ontológica.

Pues bien, si algo está caracterizando el momento actual de nuestro país es su incapacidad para abordar los problemas desde el respeto por la realidad de una calamidad biológica que es ineludible una vez activada. Una falta de respeto objetiva que tiene origen en muy distintos grados en función de la aproximación al problema de los responsables políticos de su gestión. Así tenemos el ignorante que no cree en lo que no puede ver – y el virus, ciertamente, no es visible con sus 67 nanómetros de tamaño medio -; sin duda un ejemplar de gestor peligroso porque estará a cualquier cosa que considere que le viene bien al mantenimiento de su situación en su nicho político. Además de que serán proclive a cualquier explicación delirante de lo que ocurre. También tenemos al que vagamente cree en lo que no ve, sin entrar en detalles, pero que piensa que la difusión del virus sigue leyes cuyos efectos tienen la amabilidad de esperar a la oportunidad de establecer medidas antipáticas para la población. No faltan aquellos que sí saben, porque incluso profesan la condición de médicos y, al compatibilizarla con el ejercicio político, se presentan como conocedores por el uso del argot, mientras en realidad sirven de coartada a quienes los colocaron en tan ventajosa situación. Hay también gestores políticos, y estos son especialmente dañinos, que están convencidos de la realidad insoslayable de la enfermedad, pero ven en ella una oportunidad de minar la credibilidad de sus oponentes políticos y consiguen amortiguar el pellizco de la culpa para lanzarse a las más burda manipulación de la situación.

Dicho esto, no se me escapa que hay políticos y profesionales politizados que actúan correctamente porque conocen y reconocen la silueta de la realidad, y cuando su disonancia con el entorno supera determinado umbral, hacen algo tan sencillo como dimitir. Pero, desgraciadamente, estamos comprobado estos días que son mayoría los que niegan la realidad o la manipulan. Ambos tipos simplemente actúan como los defraudadores que comienzan su andadura delictiva creyendo que sus amaños contables no serán descubiertos. Pero la realidad, al igual que se nos contaba sobre el registro de méritos por los entes espectrales del cielo y el infierno, apunta con todo detalles cada uno de nuestros actos. Lamentablemente, el desfalco metafórico acaba, como suele ocurrir con los desfalcos reales, siendo pagado por el ciudadano, que realmente abrumado física y moralmente en una cama UCI, roza su cuerpo y su alma con la abrasiva realidad que despreciaron los que deberían haber cuidado de él.

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