Mi primer viaje a Madrid se remonta a septiembre de 1966 cuando estuve en él unas horas entre mi llegada en tren desde Murcia y mi salida en autobús para Burgos desde la calle Alenza. Un autobús que tomé muchas veces en los siguientes años de estudios. En ese primer día madrileño, me fui a la Plaza de España y me hice una foto delante del monumento a Cervantes y con el Edificio España de decorado. La foto la hizo un fotógrafo profesional con un trípode y blusa negra en la que meter la cabeza. En el trípode había un cartel que decía “tres veinticinco”. Cuando acabamos me dio un sobre con las fotos y yo, adolescente paleto, le di cuatro pesetas para que se cobrara. Aún recuerdo su cara de indignación sospechando que aquel jovenzuelo de dieciséis años le estaba tomando el pelo. Sospecha fundada en que aquella escueta frase quería decir para él: “tres fotos veinticinco pesetas”. Pagué con dinero y dignidad y me fui a dejarme impresionar por la Gran Vía. En los siguientes años Madrid fue una ciudad en la que pernoctar como sistemático viajero, acampar en sus ministerios, pasear como asombrado voyeur de sus edificios, sufrir vahídos en sus museos como un Stendhal de baja estofa o desvaríos estéticos en el Teatro Real. Pero disfrutar ese Madrid complejo tuvo un episodio digno, por oportuno, de ser destacado.
Empezó la experiencia por averiguar qué cosa era aquella torre (campanile) neo renacentista que asomaba por encima de los tejados cuando la llegada en el talgo a la estación de Atocha era inminente. Resolví el misterio andando hasta llegar al sitio y encontrarme con que la entrada era gratis y que dentro había una sorpresa: bajo el rimbombante nombre de Panteón de los Hombres Ilustres el curioso se encuentra en un edificio neo bizantino de 1899. Supe entonces que era un proyecto fallido de enterramiento de los hombres célebres que respondía a un intento de las Cortes de 1834 de enterrar allí desde Cervantes a Quevedo, desde Jovellanos a Goya, añadiendo cada cincuenta años a aquellos para los que se considerase que cumplían las condiciones para ser ilustres de la patria. Se desistió porque, al parecer, no archivamos bien ni los datos de las pandemias ni los huesos ínclitos.
El pabellón actual es un claustro mágico en cuya galería hay una verdadera exhibición de escultura española de alto nivel. Así, una magnífica tumba o, quizá cenotafio de Mariano Benlliure (valenciano) para el malogrado Eduardo Dato (coruñés), que muestra al presidente de la nación caído bajo los veinte disparos de los tres sicarios que lo mataron en 1921. O las magníficas alegorías de Agustín Querol (tortosino) en el monumento funerario de Antonio Cánovas del Castillo (malagueño). Y digo tumbas y monumentos funerarios porque en el Panteón están o estuvieron los restos de Antonio de los Ríos Rosas (rondeño), José Canalejas (ferrolano), Juan Prim (reusense), Francisco Martínez de la Rosa (granadino), José de Palafox (zaragozano) y otros nombres decisivos en la historia de España, como el tantas veces mencionado Juan Álvarez Mendizábal (chiclanero), por aquello de la amortización de los bienes de la iglesia de la que, últimamente, se está resarciendo inmatriculando hasta plazas de garaje. No es fácil salir de esta atmósfera feérica sin experimentar la sensación de cosa inacabada. Tal parece que los españoles vamos por espasmos. Pero si esta obra quedó inacabada, “inválida” – haciendo referencia oblicua al trato francés a sus ilustres –, sin embargo, oculto a las miradas no atentas, es una prueba de que la historia de España pasa, en gran medida, por su capital, pero “producida” por eminentes nacidos en todo el territorio nacional, aunque muertos en Madrid. Tradición que ha seguido hasta la fecha con políticos señalados, como es fácil de comprobar.
Por todo eso, más que un espasmo, lo que experimentamos estos días es auténtico pasmo por la pretensión del gobierno de la comunidad autónoma de quedarse todo Madrid para ellos o, peor aún, quedarse España para el espíritu que creen encarnar del Madrid que es de todos. Cualquier pretensión de teñir Madrid de catetismo político es vana y es una usurpación. Parafraseando al torero Ricardo Torres: “Madrid está donde tiene que estar”. Y, por ello, obligado a dar ejemplo de lealtad y de sentido del cuidado de su gente, que somos todos. Lo que allí ocurra, aquí repercute, lo que allí se traiciona a todos traiciona. El espíritu de una España unida, pasa por la videncia de un España diversa que, de algún modo, metafóricamente, acontece en Madrid. Su actual gobierno ha emprendido una carrera negligente en lo sanitario y malsana en lo político a estos efectos. Si es habitual decir que cualquier ciudadano del mundo debería poder votar en los Estados Unidos de América por la influencia global de sus políticas, estoy empezando a pensar que igual debería ocurrir con los españoles en las elecciones a la comunidad autónoma de Madrid. Me quedo a la espera.