Mentir o engañar


Las declaraciones del incauto ministro de Ciencia español, Pedro Duque, son una bendición, porque ponen de manifiesto las complejas relaciones entre el poder y los administrados. Si, en efecto, en enero ya se orientó la actividad de algunos grupos de investigación hacia el nuevo virus, es que, desde ese punto de vista, nos administran gente inteligente. Porque en esos días China estaba en la parte ascendente de la curva de contagios todavía y, cualquier gobernante avisado debe saber que la fabulosa permeabilidad internacional haría inevitable la transmisión al resto del mundo. Enhorabuena, si ya el 2 de febrero se hicieron gestiones para adelantar plazos en el proceso de legalización de una futura vacuna o tratamiento.

Otra cuestión muy diferente es el conjunto de acciones que un gobernante debe llevar a cabo ante los distintos grados de extensión de una epidemia y cuándo debe activarlas. En el cóctel de datos que entran en juego para tomar decisiones entran: la alarma de la población, la rapidez de los contagios, su letalidad y los efectos económicos de las medidas, tanto por dotación de medios, como por las paradas programadas o no de la actividad comercial e industrial. A lo que hay que añadir el componente más complicados de barajar: la pretensión del gobernante de controlar la percepción que la población tenga de la eficacia de sus decisiones.

Y es precisamente este componente político el que puede llevar a decisiones delirantes, como ocurrió en los históricos tres días que siguieron a los atentados del 11-M. El gobierno experimentó la necesidad de hacer creer a la población que el atentado lo había llevado a cabo ETA, por la lunática idea de que eso le beneficiaría en las elecciones del domingo siguiente. Todo por un verdadero pánico a la idea de que la población pensara en su total despiste respecto a la acción de células yihadistas en España y, por tanto, en su incapacidad para protegerla.

Pues bien, en este caso, que es una enfermedad nacida en otra nación y cuyas consecuencias van a padecer cientos de países con gran crueldad, también aquí los gobiernos, y el nuestro no ha sido una excepción, no se ha limitado a poner toda la carne en el asador, sino que también ha querido controlar el guión de cómo la gente percibimos su acción. Todo le hubiera funcionado de no haber permitido la manifestación del 8 de marzo. El resto de acciones, en su gradualidad, se pueden entender, a pesar de que ya estuviera muy preocupado, como muestra la sinceridad de Pedro Duque, pues, seguramente, no habría consenso sobre si cerrar ya el país o no. Pero aquella concentración de infectados en el que luego se ha mostrado como el mayor foco de la enfermedad fue una temeridad para la limpieza de su discurso, pues no era razonable que si ya veían llegar el problema (el día 7 había 500 infectados y 10 fallecidos) se permitiera que se reuniesen cientos de miles de personas en Madrid y en toda España, solamente para que la ministra de Igualdad, que por cierto tiene el despacho en el mismo edificio del ministerio de Sanidad, se diera un ideológico baño de masas que ya anticipaba su, ahora se ve claro, frívolo empeño en aprobar una ley inmadura. Esa manifestación en momento tan inoportuno no ha hecho avanzar un milímetro la lucha contra la violencia de género, pero, sí la ha asociado a uno de los peores momentos de la historia de este país.

En resumen, me alegro del desliz de Duque porque pone de manifiesto que hay inteligencia en este país para anticipar los problemas. Y considero que la gradualidad de medidas que el gobierno ha ido tomando tiene que ver más con el modo de presentarle a la sociedad lo inevitable, al tiempo que se aplanaba la curva, no de los contagios, sino de las consecuencias económicas de la crisis sanitaria retrasando la parálisis. Unas decisiones tan complicadas que cualquier político sensato se alegrará de que le haya pillado en la oposición. En esto hay que reconocer que los socialistas son el pupas. En su última victoria se merendaron el inicio de la crisis financiera y, cuando empezaban a disfrutar de su nueva era social, les cae encima un problema que hunde la economía obligándolos a recortes cuya gravedad aún no podemos anticipar.

El poder puede mentir, pero no nos engaña porque sabemos que, una y otra vez, incurre en el «sesgo de perfección», buscando una imagen imposible cuando pintan bastos, cuando la realidad llama a la puerta sin misericordia para su imagen. Persecución de la propia imagen que también nos está proporcionando el espectáculo de dirigentes autonómicos queriendo sacar la cabeza del barro en el momento más inoportuno para nuestra salud corporal y económica. ¿Podrían unos y otros olvidad su narcisista imagen y trabajar juntos como si les interesásemos de verdad? Cuando estemos sanos ya no entretendrán con su peleas cainitas en el Circo Máximo. Ahora a luchar por el país como están haciendo en silencio y con riesgo para sus vidas, todos los que participan en el frente de esta guerra del siglo XXI.

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