Epidemia laica


Una característica de esta epidemia es la práctica desaparición de manifestaciones religiosas públicas rogando el final del sufrimiento. A finales del mes de octubre del año 1918 se reunió una multitud en Bilbao para hacer una rogativa a la Virgen de Begoña en medio de una terrible epidemia de una gripe que no distinguía entre jóvenes o mayores. Esa pandemia cubrió el mundo de cadáveres: la cifra más baja que proporcionan las crónicas de la época es de 30 millones de personas fallecidas. Dado que hasta el momento la actual epidemia ha matado a 17.000 personas, se puede hacer uno una idea de qué supuso aquello. De esa época es la foto que acompaña a este artículo. Está tomada en la ciudad de San Francisco y se pueden ver fieles arrodillados en plegaria ante la Catedral de Santa María de la Asunción.

Sin embargo, salvo naturalmente en los corazones individuales, el conocimiento del modo de transmisión del virus ha eliminado por completo cualquier manifestación religiosa pública en estos días, incluidas la precetiva misa dominical. Pero me pregunto si no habrá una razón más profunda: la caída de la fe religiosa en las sociedades actuales. O quizá, en una posición menos dramática, la caída de la fe en una potencial intervención divina. De ser esta última la explicación, estaríamos en un cierto descrédito de la Providencia y, más allá, en una inadvertida caída de los fieles religiosos en el deísmo, una postura que, simplificando mucho, cree en Dios, pero no en su intervención en el mundo. Es un «Deus ex machina», un ser creador que se desinteresa por los avatares de su creación. Esto por lo que se refiere a ese 67% de españoles que se declaran católicos. Obviamente, hay también un número importante de ateos o «no religiosos» que alcanza según el CIS un 33 % de la población adulta. Estos últimos se supone que ponen sus esperanzas de prolongar su vida en la ciencia.

Es una cuestión interesante para mí, porque es preguntarse por lo más profundo del alma de mis compatriotas y con qué herramientas espirituales construye su esperanza ante el azote de la epidemia. Una sociedad sin músculo espiritual arriesga cualquier destino que pretenda construir. Lo puede conseguir con la tradicional religión, pero, naturalmente este músculo (si sirve el símil) puede nutrirse también de una extática entrega a la naturaleza y a su conocimiento. Una entrega fundada en una moral cívica que rechaza el sufrimiento infligido con maldad, pero acepta la muerte natural absoluta como el precio por la fortuna de haber vivido. ¿Dónde estamos realmente?

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