Steven Pinker en su libro La Tabla Rasa, menciona que al poeta y premio Nobel de literatura (1948) T. S. Eliot le preocupaba que «un sistema que clasificara a las personas por su capacidad desorganizaría la sociedad civil, porque rompería los vínculos de clase y tradición en ambos extremos de la escalera social. En un extremo, fragmentaría las comunidades de las clases trabajadoras, dividiéndolas en función del talento. En el otro, eliminaría el principio de «nobleza obliga» de las clases altas, pues ahora se habrían «ganado» su éxito y no serían responsables ante nadie, en vez de heredarlo y estar obligados a ayudar a los menos afortunados». Curioso razonamiento del que en este momento me quedo con la expresión «nobleza obliga», porque hubo un tiempo en que el mérito de la aristocracia no era el esfuerzo o el talento, sino la el hecho metafísico de ser noble y, en consecuencia, presentarse como ejemplo y garante del bienestar de la gente.
Por otra parte, nuestro filósofo Javier Gomá, en su libro Ejemplaridad Pública, deja perlas como estas:
«La cultura es la propuesta de un tipo humano digno de ser generalizado a todos los miembros de la comunidad»
Y especialmente:
«Un hombre ejemplar es una individualidad que ha sabido encontrar un sentido a su vida precisamente en el proceso de socializarla.»
En efecto, cuando el ser humano ya no puede responsabilizar a un dios de la atmósfera de dolor (algosfera) que crea con sus desvaríos o descuidos, tiene que aferrarse a la ejemplaridad para autoreferenciarse y no caer al vacío. Por eso es clave que los ejemplares humanos que tienen alta representación se comporten de forma ejemplar ante la necesidad de grandes sacrificios sociales.
En ese punto tengo que mostrar mi escándalo ante la huída vergonzosa del ex presidente Aznar a Marbella transportando potencialmente el virus en su bigote. Este hombre que ya dejó, con su gracia natural, aquella perla de «¿Quién te ha dicho a tí las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber?», se convierte en el campeón de la insolidaridad con el pueblo que dirigió. Él pensará que es especial, pero, al mismo tiempo, no se siente obligado por la nobleza que cree tener. Es decir, reúne lo peor de la vulgaridad (que cumplan los demás) y de la nobleza (no me rebajo a cuidarte). No ha recibido los reproches que merece por esta traición a su pueblo (ahora las traiciones son así de cómodas e impunes). Lo despreciaré con una maldición antigua: «que los dioses te confundan».