El orden democrático y liberal, que el siglo XIX alumbró y el XX consolidó para muchos países, llegó al nuestro en 1978. Ese año tras una costosa transición liderada por el rey Juan Carlos I, que se comportó entonces como un rey de hoy, se consiguió evitar el peligro del continuismo. Un continuismo deseado por los franquistas que utilizaban a los cuarteles para amedrentar la extraordinaria transformación que se estaba gestando desde que el dictador Francisco Franco murió, no en su cama como se suele decir para resaltar que no fue derrocado, sino en la del hospital La Paz.

A partir de ahí se activaron las conspiraciones y las inquietudes. Pero El rey Juan Carlos, tan criticado ahora por comportarse como un rey de antes, identificó, primero, y nombró después, ayudado por Torcuato Fernández Miranda, a quien había de ser una figura clave del proceso de transición a la democracia: Adolfo Suárez González, no confundir con un despistado llamado Adolfo Suárez Illana, que anda por el parlamento diciendo cosas muy raras. El genuino Adolfo Suárez, formado para llevar camisa azul y chaqueta blanca, tuvo la agilidad de hacerle un regate a la historia e instalarse en ella con gran desenvoltura vestido de traje gris y corbata. Hombre simpático y fumador pertinaz (como hubiera dicho Franco), fue capaz de cumplir el encargo del rey de cambiar la faz constitucional de nuestro país. No era fácil por la amenaza continua, como un zumbido molesto, que emanaba de los cuarteles; tampoco era complicado por lo mucho que se podía y él era capaz de ceder para normalizar el país, desde el carácter cuasi medieval del ordenamiento dinámico, en lo nominal (el Movimiento Nacional), y estático en lo funcional, del régimen que falleció en la cama del hospital.

Normalizado el espectro político pues, como ahora, teníamos socialistas, conservadores y extrema derecha, nos faltaba la extrema izquierda histórica que representaba el comunismo. Llegó, pues, el momento de establecer, no Fueros, ni Principios Fundamentales, sino una constitución moderna que nos llevara, de golpe, a donde ya estaban las monarquías constitucionales y las repúblicas europeas y americanas desde hacía un siglo.

Así empezó el proceso constitucional que debía establecer el marco general de nuestra forma de convivir y gobernarnos para mucho tiempo. El documento vió la penumbra de la vida española de entonces el 6 de diciembre de 1978 al aprobarse en el referéndum en el que votamos todos aquellos que quisimos. Otros, dada su relación directa o con Dios o con la diosa Razón, desdeñaron hacerlo. Después de aprobada la constitución, ETA mató a nueve personas en los 25 días que quedaban para que acabara el año, incluido el día de nochevieja. Y ello a pesar de que, como siempre que se inaugura un régimen, un año antes se había dictado una ley de amnistía que lavaba todos los crímenes cometidos con anterioridad, incluidos los de la dictadura y los de ETA o el Grapo, aquel heavy grupo de la ultratumba política que aparecía, de vez en cuando, para hacer un secuestro sonado o cometer un crimen incomprensible. Así la democracia nacía acorralada entre el crimen cavernícola y la amenaza uniformada, cuando pensaba que su perdón y su propósito de emprender una nueva vida sería entendido por todos. No fue así, y dos años después un teniente coronel intentó derribar la democracia y a su superior, el Teniente General Manuel Gutiérrez Mellado, sin conseguirlo, pues no pudo ni con la una ni con el otro. Todo quedó en un ridículo para los rebeldes y en un susto para todos, menos para Suárez y Carrillo que aguantaron erguidos el tableteo del subfusil contra el techo del hemiciclo del Congreso de los Diputados. Estruendo que nos dejó helados a los que escuchábamos por la radio la votación para elegir nuevo presidente del gobierno, tras la ejemplar dimisión de Suárez, quien, a partir de ese momento se fue fundiendo al blanco de su mente cansada.

Poco después, en 1982 España se normaliza, en lo que a los sobresaltos estructurales se refiere, con la llegada al poder de los socialistas y Felipe González. Porque los sobresaltos de ETA nunca pasaron del carácter de motín criminal, sin más categoría que la que puedan tener los grupos mafiosos en otros países. Mucho dolor y escenas de humo y terror que, de forma sistemática, monopolizaban los titulares de los medios de comunicación; pero poca eficacia política, a pesar de que un despistado Aznar llegó a llamarlos «Movimiento de Liberación Vasco» sin que se le ulcerara la boca.

Pero la Constitución ya estaba haciendo su labor callada de umbral que no podía traspasar los disparates o los aciertos de la acción política cotidiana. Así los socialistas en el poder emprendían la transformación industrial desde las obsoletas instalaciones de los últimos ecos de la siderurgia del pasado y, también, nada menos que la inclusión de España en los grandes foros de gobierno del mundo, como la OTAN y la entonces llamada Unión Económica Europea en 1986. Pero, al tiempo, se financiaron ilegalmente con prácticas burdas de emisión de facturas falsas y, peor aún, quisieron tomar un atajo en la lucha contra ETA, cometiendo crímenes de Estado que acabaron con un ministro y un secretario de estado en la cárcel. Que, por cierto, fueron amnistiados antes de que se hicieran la cama en la celda. Para entonces, conspicuos enemigos de la Constitución se habían ya convertido a la religión civil que permite la convivencia pacífica y proporciona la fuerza para resistir envites tan formidables como los del cotidiano terrorismo.

En 1996, el partido conservador, emanado del refugio de los franquistas más razonables que fue Alianza Popular, gana las elecciones cuando los errores de Felipe Gonzáles pudieron más, en el ánimo de la gente de izquierdas, que los aciertos innegables. Para ese momento España era muy diferente ya con la ayuda económica de Europa y la serena Constitución haciendo su labor por debajo y por encima de nosotros. La estructura jurídica del país funcionaba a pesar de los manejos de la política de manta y navaja que trataba de manipular a los jueces a favor y en contra de esto y aquello. Notable fue cómo González, en 1983, dobló el brazo del buen criterio del presidente del Tribunal Constitucional, Manuel García Pelayo para que eximiera al Gobierno en el caso Rumasa.

Pero en la nueva égida de Aznar se empezó a gestar la irresponsabilidad económica cuando puso al frente de la economía del país a un vicepresidente que, ahora, está en la cárcel. Así se desarrolló un verdadero laissez-faire financiero en el que saltaron todos los mecanismo de seguridad, desde el Banco de España a la CNMV (Comisión Nacional del Mercado de Valores). Una época en la muchos políticos creyeron que sus «desvelos» por el bienestar del pueblo debían de ser compensados y extendieron la mano para cobrar de todos los empresarios que «sin méritos» obtenían contratos con las administraciones que presidían. Así se han llenado las cárceles de presidentes de comunidades autónomas del Partido Popular y, recientemente, para hacerles compañía, de uno del Partido Socialista, aunque aún a la espera del recurso ante el Tribunal Supremo. Época de disparate económico que no corrigió la llegada al poder, de nuevo, del socialismo, por los errores y mentiras del último gobierno de Azar al gestionar el terrible atentado del 11 de marzo de 2004. Un nuevo gobierno que no supo parar la artificial euforia económica, pero que dejó leyes que escandalizan a unos y que hacen felices a otros, como la referente a la llamada Memoria Histórica y el matrimonio homosexual, además de la ley de dependencia. La falta de prudencia en la gestión económica hizo a este gobierno cómplice de su adversario precedente. Lo que se remató con la única reforma realizada hasta ahora de la Constitución que nos ampara. La pobre fue reformada en el mes de los virgos, entrando ya en el de los libra con un consenso que sólo el miedo a la ruina económica pudo suscitar.

Pero ahí ha seguido la Constitución, como la puerta de Alcalá. Y aún resiste, a pesar de que tiene más enemigos que nunca, pues así es la vida, cuando se estaba saliendo de la crisis, se entró en la zozobra. El gobierno de Mariano Rajoy equilibró el barco de la economía, a costa de los jóvenes sí, pero lo hizo, acabando con las sospechas de que España fuera un país insolvente. El costo ha sido alto, pues cincuenta mil millones de euros se han ido por el sumidero bancario, lo que implica carencias sociales a las que ya veremos si el nuevo gobierno, que se supone tendremos en 2020, sabe poner remedio en medio de la emergente parálisis de la economía mundial. La zozobra mencionada proviene del nuevo ataque a la Constitución, que sus propias previsiones ha conseguido parar, de momento, con la sentencia del Tribunal Supremo por la sedición cometida por algunos políticos catalanes. Una inquietud resultante del crecimiento artificial del independentismo catalán debido a la falta de cintura del gobierno de Rajoy cuando tuvo en su despacho a un todavía nacionalista moderado Artur Mas en 2012. Un movimiento independentista que tiene la pretensión, nada menos, que independizarse ilegalmente de España. Una pretensión peligrosa como pocas que sustituye con sutileza al burdo ataque del independentismo vasco de antaño.

En fin, un texto legal que pudo con el terrorismo vasco, con el golpismo militar y la mayor crisis económica y social desde el crack del 29, seguramente podrá con la emergencia del populismo de izquierda y derecha, además de con los intentos de desestabilización en Cataluña. Intentos seguidos con emoción viscosa desde otras partes de España para ver si sacan la tajada de pasar de presidentes de poco a presidentes de nada, comprometiendo la vida pacífica de todos. La vida, la sagrada vida sin las emociones de las banderas y los gritos de «a por ellos»; la vida cotidiana que reserva sus preocupaciones para sus jóvenes y sus mayores; en fin, la vida que piensa en las personas y sus cuitas diarias, en sus sueños y sus esperanzas. Una vida que la Constitución española de 1978 ha garantizado y que garantizará en un marco civilizado si no es arrastrada por una erupción de irracionalidad siempre posible por el olvido del sufrimiento de antaño, pero siempre indeseable por el recuerdo de la felicidad de las dos generaciones que la hemos disfrutado.

Por eso, por todo eso, juro y prometo la constitución.

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