El Diccionario Oxford le concedió a la palabra «postverdad» la condición de palabra del año 2017. En España, para ese mismo año Fundéu propuso la palabra «aporofobia», que significa odio a la pobreza. Si se puede proponer una palabra para este año, yo propongo «relato». Obviamente no porque sea una palabra extraña o nueva, sino porque está siendo muy usada y ese debe ser el mérito para el reconocimiento.

Todo el mundo quiere tener relato. Hay periodistas que pueden llegar a mencionar la palabra cuatro veces en una misma frase. La paladean como un caramelo sabroso y nuevo por el poder que le concede ser portadora de algo realmente nuevo: que es legítimo que cada uno se monte la película que quiera y que, en los tiempos modernos, la lucha no es entre ejércitos, sino entre relatos.

Obviamente, esto no es casualidad, sino el resultado de dos grandes corrientes de pensamiento desde el siglo XIX: una es la relativista que propone que todos los puntos de vista son legítimos y otra la historicista que legitima la construcción a posteriori de la narración de los hechos que mejor se adapte a las necesidades psicológicas de los que emiten y reciben el relato. A estas dos fuerzas malamente asimiladas por las sociedades modernas, se añade la necesidad que cada uno tenemos de tener pensamientos agradables en vez de ser asaltados con la negrura de afrontar la propia responsabilidad.

Todo esto viene a cuento del llamado final de ETA, esa banda de asesinos a los que el combustible ideológico le duró hasta 1978, cuando habiéndose dotado el pueblo español de una constitución a la altura de los tiempos, siguieron matando en nombre ahora, no de una supuesta lucha contra el tardofranquismo, sino de una república socialistas, racialmente pura, geográficamente unida, lingüísticamente uniforme y, ahora nos enteramos, miren qué modernos, no patriarcal. Aquí estamos escuchando un «relato» que justifica sesenta años de crimen como un efecto indeseable, pero inevitable, de una lucha noble para avisar que la película sigue, tras el beso de los protagonistas, por otras formas de acción. Y tienen la santa barra de que ese último comunicado se le encarga a un mamífero (ternera) con las pezuñas llenas de sangre inocente.

Pero, claro, quién soporta cada noche haber apoyado, planeado o ejecutado crímenes tan inhumanos si no cuenta con un «relato» que le permite dormirse pensando «tranquilo, Josu, no se deja de usar el coche por que haya accidentes. Nuestra causa no podía ser sin hacer daño. Además este daño no ha sido inútil. Ahora nos respetan y ya no es necesario disparar, ahora nos haremos, desde la legitimidad de nuestra sacrificio heroico, con la voluntad de la gente para construir la patria desde las instituciones».

«La revolución de un pueblo pletórico de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular miserias y atrocidades en tal medida que cualquier hombre sensato nunca se decidiese a repetir un experimento tan costoso, aunque pudiera llevarlo a cabo por segunda vez con fundadas esperanzas de éxito y, sin embargo, esa revolución —a mi modo de ver— encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están comprometidos en el juego) una simpatía rayana en el entusiasmo, cuya manifestación lleva aparejado un riesgo, que no puede tener otra causa sino la de una disposición moral en el género humano«

Esto lo escribió Kant arrebatado por el acontecimiento que supuso la Revolución Francesa. Igual han pensado muchas personas honradas en nuestro país de la Revolución de Octubre de 1917, la cubana de 1959, de la marcha sobre Roma de 1922, la noche de los cristales rotos de 1938 o de la Revolución Cultural de 1960, todo ellos actos que trajeron o ejercieron una enorme violencia para cambiar la situación política en un determinado país.

Este entusiasmo aparecía como más puro y justo a medida que aumentaba la distancia entre el observador y los acontecimientos. Entre otras cosas, porque la distancia amortigua los gritos de horror, el olor acre de los explosivos, la agonía de los heridos y el silencio de los muertos. De este modo, queda aislado el objeto abstracto para la reflexión política más o menos torpe.

Muchos políticos extranjeros y parte de la prensa internacional, incluida la nuestra cuando el acontecimiento ocurre en otro país, mira con curiosidad y con la emoción de un hecho deportivo cualquier horror, siempre que esté suficientemente lejano. Igual que Kant, que fue el primero en manifestarlo con la ingenuidad del primerizo y por eso lo perdonamos, ellos también acuden a certificar la llegada de la paz invitados por el lobo olvidando a todas las víctimas de su ferocidad. Por eso, el acto de ayer en Cambo-Les-Bains es tan anacrónico y actual; tan lamentable y natural al tiempo. Por una parte es la representación de ese espíritu abstracto que cree estar del lado justo que redobla su honestidad al «renunciar a la violencia voluntariamente» a pesar de la «justicia» de sus fines. Por otra, es la terrible constatación de que la distancia siempre permitirá negociar con la muerte, como hizo Kofi Annan con la matanza de los Tutsi.

El expresidente del Sinn Fein Gerry Adams, el exjefe de Gobierno irlandés Bertie Ahern y el ex asesor del primer ministro británico Toni Blair, Jonathan Powell, el fundador del Partido de la Revolución de México, Cuauhtemoc Cárdenas, y el exdirector del Fondo Monetario Internacional Michel Camdessus, a los que se suman Andoni Ortuzar del PNV, Arnaldo Otegi y la representante de Elkarrekin Podemos, Eukene Arana han sido ahora los muñecos que la historia ha puesto en escena para dotar de honorabilidad (sin conseguirlo) a la mutación de una banda de asesinos tóxicos en políticos en el exilio o en un injusto encarcelamiento. Se entiende, pues la ignominia y la infamia es dura, pero ese será el destino de ETA en la historia universal, por mucho que, como tantos movimientos irredentos, dominen el arte de tergiversar los hechos.

Si alguien cree que con el burdo acto de hoy en Cambo-les-Bains se acaba la historia que recuerden que, casi ochenta años después del final de nuestra Guerra Incivil, todavía estamos a vueltas con cosas que deberían haberse resuelto hace treinta. El relato se filtra en nuestra mente, nos intoxica (a cada uno el suyo) y no predispone a sentir nausea cuando escuchamos el relato de otro. Sólo hay una salida a este laberinto y es la paz. Sólo la paz marchita los relatos. La paz civil y la de los cementerios. La primera para obligar a aparcar la propia versión porque estorba a los afanes diarios y la paz de los cementerios que consigue que aquellos más recalcitrantes en violentar la civilidad simplemente desaparezcan pacífica pero ineluctablemente. Un sólo criterio debe prevalecer: no hacernos daño físico a cada uno, ni psíquico a los que sufrieron las pérdidas irreparables ofendiendo la memoria de los suyos. Y ahora ¡a trabajar por una España castellana, catalana, vasca, gallega y andaluza, extremeña, norteña y levantina, continental e isleña; blanca y mestiza, masculina y femenina; educada y civilizada; científica y atenta a los retos auténticos, aquello que configuran el único relato que debía interesarnos. Entre tanto, unos desocupados con dieta se hacen esta foto que parece el reencuentro de ex alumnos de un colegio de pago, tras años de feliz despiste por los foros internacionales sin acercarse donde está grabado a fuego el nombre de 867 personas de todas la edades asesinadas en nombre de una pesadilla.

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