Mañana día 8 de marzo de 2018 se ha convocado una huelga universal de mujeres en la lucha de trescientos años por librarse del dominio del machismo. Se trata de registrar públicamente los avances y de denunciar los restos de abusos que aún permanecen, incluso en las sociedades más avanzadas. Hay dos ritmos en la dinámica feminista. Uno tiene que ver con los aspectos formales, las razones ineludibles que se plasman en leyes y, el otro, tiene que ver con los hechos diarios que obstaculizan seriamente estos progresos. Hechos que van desde las diferencias de ingresos a las muertes por razones de género, desde la presión sexista continua que el varón ejerce sobre la mujer por falta de control de sus pulsiones hasta la todavía existente tolerancia social que simpatiza con comportamientos absolutamente rechazables. El caso es que, entre la violencia y la seducción como ceremonia de acercamiento voluntario entre sexos, hay un trecho que no se ha terminado aún de recorrer.

Todavía hay quien no entiende la diferencia entre sexo y género. Obviamente éste último es el más desconocido por su carácter de nombre de unos rasgos atribuidos a las mujeres, que se han mantenido tanto tiempo, que es muy difícil erradicar la idea de que son naturales y no artificialmente impuestos. Un repaso superficial nos hablaría de la mujer en casa, cuidando a los niños y a los viejos, sometida a la fuerza e inteligencia del hombre por su menor conocimiento y decisión para ocuparse de tareas de dirección o resolución de problemas técnicos.  Prejuicios que llegan al extremo de que, cuándo de obligaciones profesionales se trata y estas obligaciones tienen alguna semejanza con las tareas del hogar, deben ocuparse de ellas las mujeres, como es el caso de hacer habitaciones en hoteles, por ejemplo, o, como ocurre con el cuidado de ancianos. Todos ellos roles y atributos artificiales del llamado género femenino. Se trataría, pues, de un papel atribuido, probablemente con justificación, en tiempos primitivos, pero absolutamente insostenibles desde hace ya algún siglo. Papeles que pueden ser derogados por su condición de convencionales. Y nunca, como hoy, se han dado las circunstancias para su eliminación consiguiendo la plena igualdad a la hora de proyectar la propia vida. Así será posible que una pareja decidan colaborar en los aspectos duros y en los felices de una vida en común, si es el caso. Pero, también, que no haya diferencias en los roles profesionales que no estén fundadas en las competencia individual. Si hay ginecólogos, ¿Por qué no va a haber enfermeros que se ocupen del cuidado de personas ancianas, aunque sean de sexo femenino?.

Mary Astell (1688-1731) fue una feminista pionera, si descartamos en Hipatia (350-415) un «feminismo» ejerciente en tiempos realmente negros para la mujer. Unos tiempos en los que la alianza negra entre religión y machismo resultaba cruel y homicida. Todavía ayer tuvimos que escuchar de boca de otro obispo «Cirilo», admoniciones que relacionan la huelga universal de mujeres de mañana con el diablo.

Mary Astell publicó en 1696 un libro con el título de Seria propuesta a las mujeres para el avance de su verdad y mayor interés. Libro publicado anónimamente como correspondía al papel que se le asignaba a la mujer en esa época. También lo hacía Jane Austen. Astell decía:

«Si la soberanía absoluta no es necesaria en un Estado, ¿Cómo va a serlo en una familia? O, si lo es en una familia ¿por qué no en un Estado? Pues no se puede alegar razón alguna para lo uno que no rija con mayor fuerza para lo otro. Si todos los hombres nacen libres, ¿Cómo es que todas las mujeres nacen esclavas?»

Los varones dejaron de ser esclavizados en España en 1837 y, en la colonias, aún hasta final de siglo XIX se practicó por presiones de latifundistas de Cuba y Puerto Rico que amenazaron con unirse a los Estado Unidos. La iniciativa de la abolición era de aquellos países donde la revolución industrial hacia necesaria mano de obra que no  tuviera que depender del propietario de la industria. Este ejemplo de la importancia de la tecnología en la liberación de los hombres es un anticipo de su carácter fundamental para la liberación de la mujer en sus posiciones subalternas. Pero, una vez que se dan las condiciones materiales, aún queda un obstáculo mayor: los prejuicios machistas. Prejuicios que todavía están activos de forma ignorante en muchos hombres y de forma estupefaciente en demasiadas mujeres. Estos días vemos las excusas que se dan para desacreditar a la huelga aludida, por parte de hombres ofendidos por el protagonismo femenino y mujeres influyentes en la política o las artes que afirman sus posturas con sorprendentes argumentos falaces y con un fuerte aroma a pretextos para mantener sus posiciones de privilegio personal.

El ser humano tiene la tendencia a establecer su posición en base a sus emociones, para luego buscar con ansiedad argumentos que le den prestigio en ámbitos fundamentalmente de la ciencia, para que ésta le preste su reputación. Qué mejor defensa ante un reproche de mantener privilegios que poder «demostrar» que éstos tiene fundamento en la «inmutable» naturaleza humana. En este sentido se buscan diferencias en el cerebro o en los instintos con la esperanza de que se den y, así, basar, en esas diferencias naturales, la diferencias sociales. Es un caso claro de falacia «naturalista», pues, aún si se dieran esas diferencias, y todo apunta a que es así, serían diferencias genéricas en la distribución de las capacidades que no evitaría que millones de mujeres, como es evidente, resulten ser más inteligentes y capaces en abordar los problemas de la sociedad actual que millones de hombres, supuestamente «superiores» por el mero hecho de serlo. Si hay incompatibilidad entre la condición de maternidad y el trabajo, habrá que cambiar el trabajo, porque no se puede considerar decisiva la natalidad y relegar a las mujeres en edad de procrear. Si hay diferencias en las capacidades de hombres y mujeres en habilidades concretas no puede seguir la preponderancia de los hombres en todo tipo de trabajo. Por el contrario, si hay diferencia en las preferencias, aunque no tuvieran fundamento psicológico, no se deberán imponer cuotas artificialmente. No hay incompatibilidad entre lo que persigue el feminismo y el hecho de que nuestra respectiva naturaleza tenga diferencias, porque, no deben tener influencia en el reparto de papeles sociales. Sin embargo, estas diferencias sí tienen relevancia donde importa: que es la preservación de la especie como consecuencia de la atracción mutua, que hace posible lo que el ser humano entiende por felicidad. Una atracción que hoy sabemos que también se da entre personas del mismo sexo completando el panorama de separación entre la naturaleza como excusa y la elección de formas de vida humana satisfactorias.

Si hay diferencias en la psicología o las posturas morales de las mujeres respecto de los hombres o no, es una cuestión difusa, que hoy sólo se basa en nuestra percepción de comportamientos e intereses que pueden caer en una petición de principio. En efecto, si en las salidas de parejas las mujeres se reúnen por una parte a hablar de frivolidades supuestamente femeninas y los hombres, por su parte, se reúnen (en una misma sala) para hablar de frivolidades supuestamente masculinas, pronto veremos como eso va desapareciendo a medida que las profesiones y el ocio estén al alcance de cualquiera de los sexos. La ciencia nos dirá qué aspectos de nuestra naturaleza difieren estadísticamente, pero nuestro fino olfato de sociólogos aficionados, nos dice que eso ni debe, ni puede, ni, de hecho influirá sobre la igualdad de oportunidad y resultados entre unas y otros.

La ciencia nos dirá quizá cosas sorprendentes en el futuro, pero ninguna servirá para convencernos que las mujeres no pueden contribuir en plano de igualdad con los hombres en todas las tareas sociales y que las tareas que tradicionalmente han llevado a cabo las mujeres no puedan ser ejecutadas por hombres. Tareas que si son consecuencia de una vida en común elegida voluntariamente, serán repartida con naturalidad entre ambos componentes de la pareja. Esta nueva situación tampoco podrá fundar una depresión generalizada de los varones por haber perdido supuestamente el dominio sobre la mujer, pues dependerá de las complejas relaciones que hayan establecido que, aunque partan desde posiciones genéricas de igualdad, pueden derivar legítimamente en situaciones particulares de dominio de uno u otro por la propia libertad de ambos. E, incluso, sin que se de una situación de dominio, sino de perfecta colaboración, no es descartable que una mujer elija la crianza plena de los hijos, como no lo es que lo haga un hombre. Cabe esperar que la aceptación social no tenga un movimiento pendular y la mujeres que prefieran el rol tradicional les esté prohibido o las mujeres que no tengan interés por determinadas profesiones no les quede más remedio que ejercerlas.

El dominio en el hogar no puede ser una espita para que el hombre alivie la presión del sometimiento en el trabajo. Millones de hombres soportan la insolencia de sus jefes y, sin embargo, ejercen un ridículo orgullo de amos en sus hogares. Un viejo chiste relata que un hombre llega a su casa desnudo, la mujer sorprendida le preguntan qué ha pasado y éste responde que ha sido atracado en la misma puerta a punta de navaja. Cuando advierte que aún lleva la boina, el marido dice orgulloso: «¡bueno soy yo, para que me quiten la boina!». Esa boina es todavía el dominio doméstico cuando se está desnudo de dignidad por el trato recibido y aceptado en ambientes profesionales. No hay gran diferencia entre la reivindicación de las mujeres en este sentido con la que todos llevamos a cabo, en su momento, para conseguir la igualdad ante la ley de amos y siervos.

Termino con una obviedad: todos hemos tenido madre y la mayoría tenemos hermanas, amigas, esposa, hijas o nietas. En esa experiencia hemos sido testigos de la injusticia de la diferencia impuesta en la mayoría de los casos por las fuerzas sociales externas que crearon las condiciones de trabajo que obligaban a este reparto de papeles. Pero esta situación no puede prolongarse y hay que promover el cambio social y laboral que convierta cualquier pretensión de mantenimiento de la situación, en un determinado hogar, en una anomalía antropológica. Los hombres tenemos que llevar nuestra admiración, amistad y amor por la mujeres, más allá del plano teórico o de mero disfrute, para compartir con ellas toda la complejidad de la vida. No digamos a respetarlas psicológicamente y físicamente cuando los más rancios y peligrosos impulsos de los varones explotan en violencia contra las mujeres. Impulsos homicidas que, tengan origen en el mero ejercicio del poder, o en una explosión de orgullo herido por la rebeldía de su compañera, no pueden ser considerados menos que un crimen de lesa humanidad. Pero junto a estos casos extremos, son igualmente inaceptables comportamientos de bajo nivel, como el acoso continuado, que hace de la vida conyugal o laboral un infierno, del mismo tipo que lo puede ser para un niño sufrir los abusos en el colegio. Es muy interesante vivir una época en la que se desvelan sufrimientos que pesadas capas de convenciones habían contribuido a que parecieran costumbres honorables. Como dejó dicho Mahatma Gandhi:

«Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino.» 

PD.- Las mujeres de la foto son de izquierda a derecha, la feminista pionera Mary Astell, la filósofa María Zambrano y la actriz Frances McDormand.

 

 

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