La discusión sobre lo políticamente correcto está de plena actualidad. Decías Wittgenstein en el famoso último y tautológico parágrafo que «De lo que no se puede hablar, hay que callar«. Es una expresión tautológica, porque si no se puede hablar de algo es innecesario pedir silencio. Pero si se interpreta el «poder» en términos de «deber», entonces la frase sería «De lo que no se se debe hablar, hay que callar» y esto es, justamente, la práctica actual del llamado discurso políticamente correcto. Si siempre se ha postulado la urbanidad y tacto para las relaciones humanas, la corrección política ha extendido el ámbito del tacto a todas las situaciones relacionadas con grupos que, hasta ahora, habían sido despreciados como sujetos de ofensa. Así, el colectivo LGTB, las mujeres, las personas de color, etc. Sólo se podía ofender, con gran coste para el ofensor, a los varones blancos, cuando los asociaban, precisamente, con algunas de estas minorías. Esta es una iniciativa correcta si no se incurre en exageraciones como mostramos más abajo.

¿A qué llamamos corrección política? a algo tan elemental en la sociedad actual como no ofender ni de palabra, ni de escritura en el ámbito público. Estoy de acuerdo en que nuestros puntos de vista actuales nos obligan a rechazar que un político, un periodista, o los asistentes a un evento deportivo ofendan a alguien gravemente con alusiones a su condición religiosa, racial o sexual. En estos casos no debe confundirse la libertad de expresión con una supuesta  libertad de ofender, ni siquiera con animo jocandi. Nadie puede impedir que se insulte y menos ahora con los medios a disposición de todos, pero parece lógico que la sociedad, una vez aceptado el derecho de la gente a no ser ofendida, sea cual sea, su condición, tenga previsto medios de sancionar a los ofensores.

Los problemas parecen darse cuando se trata de expresiones artísticas, donde se puede poner en riesgo la creatividad, pero aquí el propio artista ya se preocupa de no ofender «demasiado» si quiere tener audiencia. A veces la provocación se lleva a cabo, precisamente para tener audiencia, por la tendencia a la difusión de cualquier imagen transgresora. Además de la necesidad de que alguien diga que «el Rey está desnudo«, cuando todos callamos para preservar intereses. Pero alguna pretendida transgresión, que suele ir asociada, no al arte, sino a algún sucedáneo de bajo nivel,  llega tarde porque los poderes que son provocados hace mucho tiempo que dejaron de ser un peligro para el disidente. Es decir, son provocaciones sin riesgo alguno del ofensor de contribuir a acabar con algún tipo de institución ominosa a base de exponer su vida y su hacienda. En breve, es lo que llamamos una provocación sin costes, es decir gratuita. Ejemplos de esto último fueron la rotura en el escenario de fotos del Papa por parte de la cantante Sinead O’Connor, cuando la Iglesia es ya un poder inofensivo. En otro orden de cosas, pienso en las provocaciones, carentes de efectos positivos, a religiones ajenas, como ocurrió en el horroroso caso de la revista Charly Ebdo, que costó varios asesinatos a manos de unos fanáticos, y no ha hecho avanzar un sólo milímetro la libertad de expresión en los países árabes.

En el otro extremo, cercano al ridículo, está que se considere ofensa decir «gordo» o «anoréxico» a alguien, que son expresiones de realidades, que, aunque se sustituyan por otras, se cargaran con el mismo contenido rápidamente. El lenguaje es útil también para el reproche, lo que no tiene que conllevar una ofensa necesariamente tal y como se considera en el Código Penal. Otra cosa es que una expresión esporádica se convierta, en el marco de una relación escolar, en una herramienta de acoso.

Pero, si todo esto está relativamente claro, es un desbarre de los defensores de la corrección política el pretender eliminar de los museos obras de arte que no escandalizaron en su época y si lo harían ahora, si ahora fueran producidas debidamente transformadas para la época. Esta pretensión de depuración equivale a la voladura de las estatuas de los budas de Bamiyán por parte de los Talibán o a una imaginaria voladura de la Mezquita de Córdoba por fanáticos religiosos. Pero qué decir del «El Origen del Mundo» de Gustavo Courbet o la tortura de Santa Águeda de Catania o qué decir de las pinturas eróticas de Egon Schiele. Todos ellos ejemplos de arte con contenido sexual. Pero añadamos que la ola justificada de protestas y boicots a cineastas, no puede llegar al extremo de eliminar la obra ya producida. Otra cosa será que no encuentre promotores para sus nuevas iniciativas por haber tenido comportamientos, en algunos casos, delictivos. Pero eliminar del catálogo a Polanski, Allen o Spacey es absurdo, tanto como sería eliminar de los museos la obra de Caravaggio por asesino, o la de Lewis Carroll por pedófilo, dos tipos de comportamiento que hoy también son considerados delitos muy graves. O hacerlo con la obra poética de Ezra Pound por fascista, la filosófica de Heidegger por nazi o la de Celine por antisemita. Y qué decir de anular de la historia de la física la contribución decisiva de Alan Turing por homosexual, un comportamiento normal, éste último,  que fue considerado delito en un país tan cercano como el Reino Unido hasta 1960, obteniendo de la reina Isabel II una petición de perdón ¡hace cuatro años!.

Todos conocemos gente que le gustaría ir por la vida utilizando expresiones que ellos consideran una muestra de sinceridad. ¡Los dioses nos libren de los sinceros!, pero que también nos libren de los puritanos.

 

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