Este es un asunto muy delicado y complejo. En éste artículo sólo quiero mostrar un aspecto desde la perspectiva del metafísico más grande después de los grandes griegos: Hegel. Este alemán sufrió una alucinación llena de interesantísimas intuiciones y razonamientos relativos a la estructura de la existencia humana. Digo alucinación porque así debe considerarse la pretensión de que con Napoleón y su propósito de expansión de los principios sociales y políticos de la Revolución Francesa por toda Europa, se había acabado la historia. Igualmente su pretensión de que él, el ciudadano Hegel, había visto filosóficamente toda la evolución de la conciencia humana y cancelado su desarrollo; o, al menos, así lo cuentan algunos expertos de su pensamiento. Pero sus razonamientos filosóficos están llenos de extraordinarios hallazgos que, al menos hasta ahora, parecen haber dado en la clave de nuestra especial forma de ser. La secuencia es la siguiente: el ser humano es solamente un animal perplejo cuando se interesa por el mundo exterior; que sale de esa perplejidad porque experimenta deseos; que esos deseos sólo son humanos si tienen por objeto a otro deseo (otro ser humano) y que ese interés por otro deseo es el principio de toda dominación (en la versión de Kojeve). Una dominación que resulta de una previa lucha a muerte entre deseos que aspiran al reconocimiento. El más profundo deseo del ser humano es ser reconocido por otro ser humano. Sin él, no hay conciencia de sí, no hay yo, sólo un absoluto vacío. Hegel añade que la superación de la relación entre un Amo que vence y un Siervo que es vencido o que se retira del campo, sólo es posible por la capacidad del siervo de encontrar su libertad superando la sometimiento a través del trabajo. El amo queda, así, degradado porque de su violencia sólo extrae la sumisión y el esclavo queda dignificado por su esfuerzo inteligente (lo que en la Biblia fue la gran maldición). La historia acaba porque el esclavo no sólo adquiere una libertad secreta por su esfuerzo, sino que la acaba conquistando de hecho con su acción política.

Es esta una transformación que es la historia misma de la humanidad. Si todo esto es así, y, al margen de explicaciones de la neurociencia o la psicología, se explican muchas de nuestras desgracias. Si repasamos nuestra vida cotidiana se puede comprobar hasta qué punto libramos pequeñas batallas por el honor, por el reconocimiento de estar en la verdad o ser valiosos como personas. Cuántos conflictos tienen origen en el desprecio. Cuántas muertes se produjeron cuando la ética de honor era la que prevalecía en forma de duelos por recuperar la reputación puesta en sospecha por otro.

Todo esto Hegel lo piensa para el varón. Pues de la mujer tiene una visión propia de su época (ahí, no fue muy visionario). Así dice :

“Lo femenino tiene, pues, como hermana el más elevado presentimiento de la esencia ética; mas ella no llega a la conciencia y a la actualidad de esta esencia, porque la ley de la familia es la esencia interior, existente en-sí, que no brilla a la luz de la conciencia, sino que permanece sentimiento interior, algo divino, sustraído de la actualidad.”

Esta sería la prueba de que su complicada prosa es descriptiva de lo que tenía delante en forma de humanisima y perecedera representación. Sin perjuicio de su perspicacia para ver lo que otros en su misma época no vieron. Pero, en mi opinión, para el feminismo que «escupe sobre Hegel», el mejor rechazo de esta visión de la mujer es usar sus hallazgos para la lucha contra la violencia de género.

En efecto, se observa que de la discusión filosófica de Hegel podemos extraer, sin forzar su sentido, los dos grandes motores de las agresiones a las mujeres. Primero, el deseo sexual por el cuerpo de la mujer, no por su ser humano como titular de libertad, sino como mero objeto. El varón experimenta un mandato biológico que, si lo sigue sin filtro cultural, lo lleva, en el mejor de los casos, a situaciones cómicas en enredos de vodevil con engaños a la pareja, que, afortunadamente, hoy en día se resuelven con tensión pero sin violencia. Pero, en el peor de los casos, le lleva a la violencia, sexual, la psíquica o, al final del túnel, a la violencia física, al crimen. ¿Qué mecanismos están actuando aquí?. En la terminología de Hegel, se produce la violación cuando el hombre actúa como un animal (estrictamente hablando), pues desea un objeto exterior (el cuerpo de la mujer). Y se produce la violencia física sin sexo, cuando el hombre actúa como un Amo que persigue el sometimiento de otro ser humano a la esclavitud del reconocimiento de su superioridad y, en un sentido más profundo, el reconocimiento de su yo. En esa violencia se estarían dando todas las violencias del mundo porque se lleva a cabo contra la única oportunidad que tiene el varón de conectar al mismo tiempo con el mundo material y el espiritual en un intercambio de reconocimiento mutuo de la dignidad humana. Oportunidad que no sólo implica un movimiento abstracto de la conciencia sino esa extraordinaria mezcla de animalidad y espiritualidad que es el amor. Una oportunidad que, si se aprovecha, permite al cabo de los años ser feliz cuando el cuerpo se retira de la contienda.

De modo que se identifican dos causas de la violencia que el hombre ejerce sobre la mujer, que se puedan dar dramáticamente juntas: en primer lugar, la del varón que no supera su animalidad y meramente ejerce de macho biológicamente impelido por la promesa del placer al fecundar sin criterio ni respeto por nada. En ese sentido, es muy gráfica la denominación de «manada» para aquellos que resueltos a llevar a cabo el desahogo de sus instintos, lo hacen en grupo para añadir el placer del reconocimiento de sus iguales en la fechoría. Y, en segundo lugar, la del varón que supera tal estado de animalidad y, sin embargo, no supera, no niega, en términos hegelianos, su deseo de sometimiento de otro ser libre. En consecuencia necesita patológicamente todos los días que ese sometimiento quede evidenciado en la conducta de su pareja en cada uno de sus comentarios y actitudes, para lo que desarrolla un finísimo instinto de susceptibilidad.

Parece claro que la conciencia que el varón debe desarrollar en nuestra época es la del control de sus deseos biológicos y sus deseos de sometimiento de otros seres humanos. Y digo control, porque ambos impulsos, que se distribuyen, en su intensidad, de forma no conocida por mí, pero seguramente estudiada en contextos de la psicologías modernas, no van a desaparecer, salvo tratamiento de carácter químico u hormonal que son indeseables, entiendo yo para las mayoría de la población. Otra cosa son los niveles de intensidad patológica conocidos tanto en el plano sexual, como en el del ego hipertrofiado. Por eso, desde la escuela al ejemplo de los adultos, pasando por el rechazo social y el castigo penal y político cuando corresponda, hay que hacer un esfuerzo hercúleo para que se forme una conciencia que rechace tanto al violador, como al que pretenda ejercer de amo doméstico. No va a ser fácil. El monstruo se esconderá y emergerá una o dos generaciones después de que se cometa el error de abandonar las estrategias educativas y punitivas. También en el seno de las familias se debe educar para evitar que se den estos abusos de adultos sobre niñas. Podría ser que el modelo edípico de Freud fuera una gran mixtificación del incesto que toleraba regularmente la sociedad vienesa de la época. No menos fraudulento sería el complejo de Electra de Jung, que pasa la carga de la iniciativa sobre las niñas por el atractivo que, en su opinión, experimentan respecto de sus padres.

Afortunadamente, estamos viviendo estos días, en el mundo artístico, el fenómeno de iluminación de las zonas de sombras que cubrían con un velo de impunidad comportamientos del tipo descrito más arriba. Pero a nadie se le escapa que el problema puede estar ocurriendo allí donde no haya una mirada con suficiente coraje para evitar y denunciar. Y, además, ahora se desvela todo esto en el Occidente que lleva en el diván cien años. ¿Qué puede estar pasando, y de hecho pasa, en sociedades que aún no han tenido su período de reconocimiento y superación de la condición salvaje del trato y desprecio de la mujer?.

Esto es lo que hay, pero el objetivo merece la pena. El varón debe poder ejercer su mandato biológico de procrear, pero lo debe hacer en el marco de las reglas que se derivan de la condición de la paridad como ser humano de la mujer. Paridad que le otorga una dignidad que no puede ser violada por la necedad o la criminalidad. El varón deberá ser capaz de llegar al encuentro en condiciones exclusivas de consentimiento, cuando sea el caso de disfrute sexual. Y deberá desplegar toda su inteligencia y prudencia para llegar a ese encuentro cuando se trate de la mayor aventura que el ser humano puede disfrutar: el amor. Y, desde luego, ninguna mujer debe correr peligro de sufrir abusos por nimios que sean cuando ejerzan su propio mandato biológico de seducir o su humanísimo derecho de decir no.

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