Hace tiempo que lo vengo diciendo, pero en el supermercado no me hacen caso. El tiempo no existe. Es una idea tan potente como que el reposo es movimiento compartido, puesto que no hay punto de quietud absoluto. Esto puede sonar a una fanfarronada de alguien que ve lo que los otros no. Pero en realidad es una idea extraída del marco general de nuestra cultura actual. Quiero decir, que no es original, sino la consecuencia de lo chocante que resulta seguir escuchando expresiones que siguen insistiendo en la concepción superada del tiempo. Lo que, en sí mismo, es inofensivo, pero que tiene la consecuencia de ahondar, para algunos, la angustia del que ve que la vida se le acaba y, para otros, de buscar con más intensidad las distracciones que se lo hagan olvidar. La muerte, que se nos presenta en todos los telediarios en forma de accidente o crimen, tiene mala prensa, en el sentido de que no es un tema de reflexión. Tampoco se propone una obsesión con ella, pues el resultado puede ser muy dañino. Pero la muerte sería, en expresión convencional, el final del tiempo para el que la sufre. Pero el tiempo, que estaría al margen de nuestras vidas individuales, seguiría con su inquietante «Tic, Tac» marcando la fugacidad de la vida para los que sobreviven.

Pero no es de esto de lo que quiero hablar (del final de la vida), sino de cómo vivirla de forma más intensa y rica a partir de cambiar nuestra concepción del tiempo. Aristóteles en su Física, ya dejó dicho que el tiempo no existía porque su componentes (pasado y futuro) tampoco eran actuales (reales). Para este filósofo el tiempo «es el número del movimiento según lo anterior y lo posterior» con lo que se está acercando a mi propuesta, porque ligado al movimiento, el tiempo ya no es un ámbito en el que suceden la cosas, sino que sería el movimiento de las cosas el que constituiría al tiempo. Pero si por movimiento de las cosas nos referimos no sólo a las traslación de un objeto observable, sino a todas las cosas, incluidos los átomos y las partículas subatómicas (que no vemos) y a nosotros mismos como cuerpos complejos, tendremos que concluir que el tiempo «es» el cambio, que no otra cosa es «el movimiento». No hay pues un ámbito al margen del movimiento y de las cosas que marque el ritmo cósmico y las acompañe forzándolas a «ir hacia el futuro». En realidad, lo que ocurre es que todo lo que hay en el universo está sometido a cambio continuo (movimiento aristotélico), pero ese cambio no es igual para todas las cosas, lo que produce en nosotros, por diferencia, la percepción del paso del tiempo. En realidad, sólo estamos contemplando nuestro cambio respecto del resto del universo. Por tanto, desde el momento en que percibimos lo que, hasta ahora, hemos llamado tiempo, como cambio, podemos aceptar sin perturbación que haya tiempo distintos simultáneamente, como la Teoría de la Relatividad propone. Con este cambio de mentalidad es necesario cambiar el concepto de velocidad, que ya no será la relación entre el espacio recorrido y el tiempo transcurrido, sino entre aquél y el cambio elegido como patrón para nuestros cálculos. Así mediremos velocidad de cambio. También se puede entender que, paradójicamente, en nuestro propio cuerpo se den varios niveles de tiempo, puesto que hay varios niveles de cambio. Si nuestro cuerpo con todas sus partículas se mueve a una velocidad mayor, como conjunto bajará su ritmo biológico y aumentará su vida en relación al mismo patrón con la que la medíamos (por ejemplo por el número de vueltas completas del planeta Tierra al Sol). Que nadie piense que propongo tirar los relojes. Es más inofensivo, lo que pretendo es que se aprecie que cuando decimos que ha pasado una hora, lo que realmente decimos es que la punta de una aguja o el pulso de un átomo ha cambiado de posición o ha vibrado un número determinado de veces. En definitiva el tiempo es el cambio y el cambio tiene origen en la dinámica interna de la naturaleza. La naturaleza genera el tiempo como cambio. El mundo ha existido siempre, pero no permanece igual nunca.

Visto así, ¿Qué pasa con nuestra psicología? Cuando tenemos los ojos abiertos podemos obligarnos a una mirada sin cálculo o reflexión alguna para mirar lo que el mundo nos ofrece directamente. Una situación que no podremos mantener mucho tiempo porque nuestra mente tiende a llevar a cabo operaciones de interpretación y gestión de lo que sucede. Pero, cuando cerramos los ojos y estamos en silencio dejamos de tener presentes los objetos que nos rodean, por lo que podemos cerrar nuestra conciencia a toda acción externa, con lo que sólo seremos conscientes de un presente estático vacío de contenido que nos costará también mantener por la presión de recuerdos o proyectos o, si perseveramos nos llevará al sueño. En ambos casos con los ojos abiertos o cerrados podemos dejar que fluyan nuestros recuerdos y proyectos, así como nuestra capacidad de cálculo y argumentación con lo que volvemos a nuestro ser activo habitual saliendo del estado de catatonia mencionado. Un estado que, sin serlo, es más parecido al de un animal que por tener menos presión de recuerdos y por carecer de proyectos que no sean los de su instintivo deseo de supervivencia, está más atento a la presencia de la realidad exterior a él que nosotros.

A ese estado que hemos definido negativamente como ausencia forzada de recuerdos y proyectos le podemos llamar provisionalmente «paladear el presente». Es lo más cerca que podemos estar de esa huidiza entidad que es el presente. Un presente que no deja de fluir porque nosotros dejemos de pensar. De hecho nuestro no pensamiento es resultado de un proceso dinámico de neutralización que pugna por liberarse. En definitiva, ni cuando queremos parar el mundo para poder verlo se deja. De hecho al pretender pararlo ya no será el mundo que queríamos conocer. Incluso cuando estamos en pleno éxtasis placentero, no se apaga el sensor que nos dice «goza que se acaba».

Como el presente es tan estéril para el pensamiento y tan fugitivo para el placer, nuestra psicología se nutre de tres procesos para superarlo: los recuerdos, los proyectos y nuestra capacidad de gestionar unos para crear los otros. Nuestro flujo reflexivo consiste en repasar los recuerdos, que pueden ser personales para repetir la experiencias, pero también cognitivos para afirmarlos mediante operaciones mnemotécnicas y para extraer consecuencias mediante cálculos y argumentos o para construir nuevas ideas y proyectos, operación ésta última que llamamos imaginación. Recordar, operar, imaginar ese es el juego. Pero falta una dimensión fundamental: las emociones. Navegamos por los recuerdos, operamos e imaginamos acompañado de nuestras emociones que traducimos en añoranza, culpa, miedo, orgullo o ira según nos vaya en ese viaje interior. De todas las emociones la más importante es el reconocimiento y su consecuencia: el amor y la fama. Casi todo lo que hacemos tiene que ver con el reconocimiento que creemos que nos es debido, desde las discusiones domésticas a las más estrafalarias acciones de los gobernantes.

El presente tiene las características de un flujo. Como nuestra conciencia es también un flujo bien acoplado para la acción, podemos vivir en ese dinamismo como lo hace un deportista ante una esfera pequeña que viaja a alta velocidad relativa o lo hace un felino ante la presa que huye despavorida, pero no tiene sentido pretender congelar la propia conciencia en un presente que no existe, pues lo que existe es el cambio permanente. La ilusión del presente se basa en la manipulación que podemos hacer de los recuerdos. Con los recuerdos sí que podemos recortar lo que nos parezca, pero, en ese momento en que estamos disfrutando de un presente congelado al gestionar los recuerdos, lo estamos haciendo sumergidos en el mismo proceso imparable que constituye nuestro modo de ser. En ese vértigo nos preocupamos de lo trivial o, como pretende hacer la filosofía, describimos el movimiento absoluto de la conciencia. El hecho es, que como prestamos atención al mundo exterior en determinados momentos, nos parecen objetos acabados, identidades inmutables, cuando son procesos cuyo cambio tiene dos velocidades, una interna que lo congela para nosotros (como el movimiento de un rueda de radios que nos parece un disco) y otra externa (respecto del resto del mundo) que caracteriza su proceso entrópico que nos conduce a la degradación biológica. Así sufrimo el espejismo del ayer, el hoy y el mañana, cuando solamente hay un hoy dinámico, un ser muntante. El ayer es recuerdo de los estados anteriores y el mañana construcciones artificiales derivadas de nuestros recuerdos que nos permiten, no ya captar el movimiento continuo de nuestro proceso de conciencia, sino persistir en el espejismo construyendo momentos congelados imaginarios a partir de la experiencia recordada. Una dinámica que nos ha traído hasta el impresionante patrimonio cultural y social del que disfrutamos.

Dos características de nuestra conciencia ayudan a esta situación: la relación de velocidades de cambio entre ella y el resto del mundo y el silencio de nuestros pensamientos que parecen, por ello, provenir de un lugar ajeno al vértigo real. Si el mundo que nos rodea cambiara a una velocidad mil veces superior sin afectarnos a nosotros no podríamos pensar. Y si lo hiciera a una velocidad mil veces inferior, igualmente sin afectarnos, sería difícil de refutar la metafísica, pues todo serían identidades sin cambio aparente. Esto son contrafactuales sin más pretensión que ayudar a comprender la naturaleza mutante de nuestro mundo. Basta con «echar un vistazo» a nuestra conciencia para ver su carácter dinámico moviéndose de un deseo a otro, se una decisión a otra. La conciencia es acción movida por mi deseo entre la carencia y la satisfacción. Por tanto, no existe el tiempo, sino el cambio, y el gran atractivo de este enfoque es que «el tiempo no pasa» sino que somos sujetos de dos cambios fundamentales que le dan sabor a la vida: 1) el físico-biológico y 2) el mental, cuya activación depende de nosotros y la riqueza cultural en la que vivamos. El primer vértigo está activado y conduce, de momento, a la muerte. El segundo necesita de nuestra acción para hacerse real. Si conseguimos que nuestra mente esté interesada en la realización y conservación de las actitudes humanas esenciales, merecerá la pena parar o retrasar la muerte. En caso contrario, la pobreza mental «exigirá» la muerte natural individual para renovar la frescura mental que haga posible un mundo mejor. Un mundo mejor que nunca se basará en la desaparición de nuestros rasgos humanos positivos y negativos, sino en su control por parte de la acción social e individual como consecuencia de la comprensión de la superioridad de los valores humanos de convivencia y resolución de problemas de la existencia sobre los primitivos valores de dominio grosero sobre los demás.

 

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