No sé si me he acercado demasiado al abismo ideológico. Scruton, del que ya he reseñado su «How to be a conservative«, es un, obviamente, un autor conservador en un sentido fuerte de la palabra. Baste decir que le gustaría que las mujeres fueran modestas y los hombres caballerosos. Por supuesto, esto lleva implícito el carácter de hombre de derechas, pero él no se limita a seguir sus intuiciones, sino que tiene la formación adecuada para fundamentarlas, se esté o no de acuerdo con ellas. Ya decía en la reseña de su otro texto que, a pesar de su formación analítica, es un filósofo con interés y capacidad para analizar y admirar o criticar acerbamente a los llamados por Franca D’Agostini filósofos continentales. En este caso se trata de entrar a fondo en las ideas de los filósofos franceses que, en los años sesenta, dieron, de alguna forma, fundamento a la revolución inconclusa de Mayo del 68. Desde Althusser a Deleuze, pasando por Lacan, Foucault y Derrida, para más tarde ocuparse de Badiou y Zizek, Scruton lleva a cabo una operación de derribo de lo que en todos ellos hay en común y lo que en cada uno hay de especial. A nadie se le escapa que el repaso está hecho desde una posición bien definida que abomina de las propuesta, pero que es consciente de su influencia decisiva en el pensamiento contemporáneo desde las universidades hasta la política alternativa. Por eso su propósito no es diletante, sino militante. Scruton quiere desacreditar las ideas de los que él considera pensadores erróneos y perjudiciales. Lo cierto es que viendo la deriva del último de la lista y aún en acción, Slavoj Zizek, creo que la operación, que seguramente no ha llevado a cabo Scruton en solitario ha tenido éxito, porque el desconcierto en las filas adversarias es casi total. Ya lo veremos en detalles cuando reseñemos al propio Zizek. Sin embargo el panorama que tenemos delantes es de una especie de empate entre las posiciones, una vez que las «metas duras» de la economía se han impuesto sin paliativos como paradigma para la acción material y las «metas blandas»de las libertades privadas y de todo tipo de minorías se han impuestos hasta convertirse en norma. Unas han garantizado el suministros de bienes y las otras han aumentado el respeto por las minorías y están aventado los abusos basados en prejuicios o en instintos no controlados. Por otra parte, unas han puesto en peligro el planeta desde el punto de vista del consumo de recursos y alteraciones climáticas y las otras han provocado por exceso de delicadeza por reacción la confusión entre la libertad de expresión y la libertad de ofender.

Por mi parte, considero que es siempre un ejercicio intelectualmente excitante el de poner tus ideas en contraste con pensadores interesantes y ver que pasa. El caso es que en la actualidad la poscrisis y la demostración de que la economía capitalista sale de cualquier aprieto y, en este caso, produciendo mayores cuotas de desigualdad (un concepto éste que me gustaría cuestionar en su momento) lleva a que todo el mundo se tienten la ropa ideológica porque no se encuentra paliativo para el retroceso de la socialdemocracia, el ascenso del prestigio del dinero y la emergencia de masas enfadadas eligiendo opciones inquietantes para salir de sus situaciones de pobreza real o relativa, tanto material como ideológica.

Scruton ha demostrado tener muchos intereses, intelectuales, empresariales y sensuales. Sus libros y artículos sobre sexo, tabaco, caza y vino lo ponen de manifiesto. Sus reflexiones sobre el tabaco le proporcionaron un fuerte reproche cuando se supo por su despechada primera mujer que recibía una renta de más de 50.000 libras de la Japan Tobacco International. Su defensa de la caza del zorro también le creó adversarios en una Inglaterra que quería salir de sus prácticas más conspicuamente elitistas. Es defensor de los clubes privados y, por supuesto, de la libre empresa y la propiedad privada, pero fue un activo adversario intelectual de Margaret Thatcher por su rápida e inconsistente adscripción al liberalismo más destructor de tradiciones y tiene sus dudas sobre lo excesos del capitalismo financiero y el destrozo medioambiental. También sobre la degradación de la cultura, pero él pone el énfasis, no tanto en los que ofertan el desastre con su actividad, cuanto en los que demandan los productos que están en la base de tales efectos nocivos. Detesta la pretensión de que la vida sea completamente segura y, por eso, defendía, como Stuart Mill la libertad de perjudicarse con el tabaco o el alcohol. Una posición que extiende, curiosamente, a las molestias de la Seguridad en el Trabajo. En definitiva un hombre complejo que, aún hoy, mantiene una empresa de tan variada oferta como la que expresa, creo que humorísticamente, este texto publicitario tomado de su propia página WEB:

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 Vamos pues con este complejo libro, porque complejo es su contenido al tratarse de un análisis de textos filosóficos igualmente complejos. Textos que ha dotado a la izquierda intelectual de terminología novedosa como «deconstrucción», «diferencia», «repetición», «agenciamiento», «episteme», «relato», «inexistencia del sujeto», «máquina deseante», «acontecimiento», etc.

LA RESEÑA

Scruton llama «de izquierdas» a los autores estudiados porque, ellos mismos, se identifican con el término, porque tienen un visión del mundo que partiendo de la Ilustración derivaron, fundamentalmente a partir de la mitad del siglo XIX hacia la cristalización de propuestas de acción social y política revolucionarias, inspiradas en la contundencia de la Revolución Francesa y su ruptura radical y extremadamente violenta con el régimen aristocrático a deponer. Scruton los llama «Nueva Izquierda» porque heredando los antecedentes marxistas construyen su pensamiento a partir o contra el estructuralismo y  el psicoanálisis. El contexto social es, paradójicamente, un crecientemente fuerte Estado del Bienestar.

Scruton considera que el pensamiento de izquierdas derivado de la producción de estos autores ha ganado la batalla en los departamentos de humanidades del mundo occidental, donde los intelectuales de derechas o conservadores son vistos con miradas de sospecha. Él mismo todavía sangra por la herida de tener que dejar la Universidad de Cambridge por haber apoyado al autor de un artículo que cuestionaba el multiculturalismo. Esta nueva izquierda se despliega cuando aún no ha caído el muro de Berlín, aún vive Mao y Pol Pot llevaba a cabo el enésimo experimento de genocidio colectivista. No es de extrañar, por tanto, que Scruton, que vivió por esos años en Francia y conoció de primera mano el desarrollo de los acontecimientos, adoptara una posición clara, que podía haber sido de simpatía por el movimiento, pero resultó ser de profunda antipatía. Aquella multitud de jóvenes hijos de la burguesía francesa llenos de santa ira contra el sistema que sus padres profesaban le resultó autoindulgente y cargada de ridículas proclamas y clichés marxistas que ni ellos mismos comprendían. Un frívolo ataque a todo lo que suponía Occidente y su cultura, poniendo en peligro tan enorme herencia. En ese momento descubrió su ser de conservador nato. Quería conservar y no destruir.

La posición largamente reprochada de respaldo a los regímenes totalitarios de la época por el hecho de que formalmente estaban aplicando el mandato marxiano de cambiar el mundo, y la todavía aceptada de que occidente se pudre en el consumismo decadente impulsado por unos Estados Unidos capitalista e imperialista, constituía la base de la posición izquierdista que hoy han heredado los llamados anti-sistema y cierta izquierda populista. Paradójicamente el estado comunista que debía proteger al pueblo lo mantenía en condiciones precarias tanto espiritual como materialmente, mientras el capitalismo degradante expandía su capacidad de encantamiento mediante la multiplicación de los panes del petróleo y los peces de la tecnología.

Pero Scruton es un conservador no es un miembro del liberalismo depredador. Por eso, siempre alerta sobre la emergencia de nuevas formas de izquierda utópica que destruyan sus amados valores tradicionales, pero critica sin ambages la voracidad liberal, que favorece la emergencia de formas de vida para él deplorables. Constata que la izquierda actual ha abandonado los elogios a los sistemas totalitarios y ha concentrado sus esfuerzos en un neolenguaje y en la disolución de los valores occidentales frente a otras culturas. Considera un abuso que la izquierda piense que la desigualdad se debe a la usurpación de los pobres por las clases dominantes, en vez de a la naturaleza humana. Y lo que cree que es más peligroso: la idea de que el estado de cosas puede ser cambiado bruscamente por una audaz y rápida acción. Scruton considera legítima toda lucha emancipadora sobre la dictadura, pero no contra la tradición en forma de instituciones que funcionan y costumbres que unen y dan sentido a la vida simplemente porque provengan de un espantajo creado exprofeso llamado «la burguesía». También rechaza la máquina izquierdistas de crear víctimas para defender derechos de homoxesuales, mujeres o musulmanes. Esta posición lo lleva al filo de homofobia, misoginia e islamofobia. Un terreno sumamente resbaladizo, pues hace tiempo que un velo de corrección política ha eliminado del lenguaje público estas fobias por lo que son: un rechazo poco caritativo para un hombre, incoherentemente, muy religioso de derechos reconocidos hoy en día por la mayoría de la sociedad sin vacilaciones. Una grieta en la integridad de su pensamiento que pone de manifiesto la potencia de nuestro inconsciente para ordenar el paso de nuestro entendimiento. Debilidad de la que no está libre nuestro autor. De esta forma conforma un cuadro de rancias y compactas creencias. Pero aquí estamos en un ejercicio en el que no cabe el argumento ad hominem. Juzgamos la obra no al hombre. Si no, qué nos quedaría del totalitario Platón, del frío Rousseau o del digno de psicoanálisis Sigmund Freud.

Scruton, pues discute «los derechos humanos», «la emancipación» y la «justicia social» . A los primeros porque crean espacios de discriminación para defender minorías; a la justicia social porque no hay tal en transferir riqueza de los ricos a los pobres, pues ve resentimiento detrás, además de que rechaza la teoría de la plusvalía de Marx y considera que el valor no es igual al trabajo empleado en producir y que, como señaló la escuela vienesa, es el precio constituido en el libre mercado el que establece los términos de los intercambios. No hay despojo del trabajador que libremente acepta los términos del contrato laboral. La emancipación no se refiere a lo que un conservador entiende por libertad, pues encuentra su realización en la destrucción de las instituciones arraigadas. Encuentra que las ideologías utópicas necesitan de la fuerza porque quieren imponer a la gente hacer lo imposible. Ello ha llevado a la nueva izquierda a sustituir la revolución por la burocracia con la herramienta del lenguaje. Por eso, se ha generado un neolenguaje, al modo del descrito por Orwell en 1984. Una burocracia planificadora que los intelectuales promotores esperan dirigir, al modo de la hegemonía de Gramsci.

Scruton aborda su crítica mediante el análisis de parte de grupos de autores con posiciones parecidas. A partir de ahora resumimos su observaciones a cada uno de los grupos:

HOBSBAWM AND THOMPSON

Scruton empieza con los izquierdistas de casa: los británicos Hobsbawm y Thompson. Previamente considera a Richard Tawney (1880-1962) el antecedente más próximo de la cultura socialista inglesa, que se formó junto a William Beveridge (1879-1963), el padre del estado de bienestar británico. Eric Hobsbawm (1917-2012) y Edward Thompson (1924-1993) eran historiadores convencidos de que su unión con la clase trabajadora era el cumplimiento de un destino histórico. Ambos se nutrieron del movimiento comunista que se desplegó durante la II Guerra Mundial y pacifistas destacados durante la guerra fría. Hobsbawm fue un académico ortodoxo, pero Thompson dejó pronto la universidad por su deriva comercial de los años setenta. No hay gran sustrato teórico o influencia a partir de ideas que se pudieran considerar nuevas en estos dos comunistas británicos. Solamente su contribución intelectual a la difusión del movimiento y su fidelidad ciega a la causa, a pesar de las evidencias de los crímenes de los regímenes orientales. El hecho es que hasta la llegada de Margaret Thatcher en 1972 el socialismo impregnó durante muchos años toda la política británica, quizá con la excepción de los años de guerra y la llamativa personalidad del conservador Winston Churchill.  Para Hobsbawm y Thompson el concepto marxista de clase es clave. Un concepto basado en la posesión (clase burguesa) o no (proletariado) de los medios de producción. La objeción de Scruton es que la gente no tiene solamente intereses económicos como demostró, especialmente, la Gran Guerra, a la que acudieron los trabajadores unidos entorno a su nación y no entorno a sus intereses de clase proclamados por La Internacional. Hobsbawm trató de desacreditar el valor de la tradición mostrando la escasa antigüedad de muchas de ellas, especialmente aquellas que dan un supuestos carácter milenario a los nacionalismos identitarios y, por otra parte, el carácter artificial de las naciones. Todos argumentos a favor del internacionalismo propio de la base ilustrada de la ideología comunista. Con ello toca algunas de las cosas más preciadas por Scruton, que les reprocha olvidar que, más allá de las «tradiciones» superficiales, hay valores implícitos en la naturaleza humana, del mismo modo que el propio Marx distinguía entre la «clase en sí» antes de que los trabajadores adquiriesen conciencia para convertirse en la «clase para sí». Así Scruton reclama el concepto de «nación en sí» para distinguirla de la «nación para sí», lo que considera que fundamenta la respuesta patriótica en caso de conflicto. Por eso el conflicto entre el patriotismo de clase y el nacional hace tiempo que quedó resuelto a favor del segundo en torno a la ley común, el idioma, el parlamentarismo o la corona. Thompson cree que esto se consigue por el efecto de la ideología burguesa que ocupa en el obrero el lugar que debería ocupar su conciencia de clase. Un enfoque sentimental al que raramente responde el trabajador medio. El carácter abstracto de la ideología marxista y su efecto de sustitución de la persona real por «ismos» trae como consecuencia una gran libertad para reinventar el pasado. Un sentimentalismo del que la nueva izquierda británica no supo salir en opinión de Scruton. Al contrario que la izquierda norteamericana que trata en el siguiente apartado.

GALBRAITH AND DWORKIN

La izquierda norteamericana no se puede desprender del carácter liberal de su constitución, que sacraliza la propiedad privada, la libertad individual y el estado de derecho como sus características inamovibles. Tampoco la historia económica del país ayudaba a la aplicación de las teorías marxistas, pues, salvo el caso de la Gran Depresión no había antecedentes que apoyaran esta idea, al contrario que el caso inglés en el que la explotación industrial y la inmovilidad social favorecía los desarrollos teóricos de Marx y Engels. De modo que su crítica no ha podido dirigirse hacia un artificial enemigo constituído por una burguesía clásica. Por eso se ha centrado en la crítica al consumismo que ha considerado una patología social. La miseria suburbial fue atribuida a un sistema del poder establecido. El consumismo no sería una demanda popular de bienestar, sino una imposición por motivos políticos. Políticos y capitalistas alentarían los apetitos de consumo populares a pesar de los argumentos para reprimirlos. En América era difícil que el trabajador identificara en su jefe un antagonista con intereses opuestos a los suyos, pues los dos estaban en la carrera por el éxito. Mucho menos que identificara en el intelectual un aliado. Por eso, la izquierda americana se dirigió directamente al poder, concediendo que estos tenían el dinero, pero que ellos tenían la inteligencia. Aquí está el origen de la tradicional existencia de economistas bien pagados que comentan el devenir económico del país desde las columnas más prestigiosas. El primer objetivo fue la clase ociosa a que daba lugar la riqueza acumulada, que fue retratada por Thorstein Veblen.

Pero fue John Kenneth Galbraith (1908-2006) quien, adoptando una visión global, al nivel de Smith, Ricardo y Mill, proporcionó una teoría general económica desde el punto de vista social. Su trabajo y conclusiones fueron el fundamento de la izquierda americana en los años sesenta. Sin duda ha sido el más aclamado crítico del sistema en la historia. Galbraith identifica una sociedad industrial con un sistema impersonal controlado por una «tecnoestructura» con intereses creados en la producción. Un sistema que necesita de mitos políticos como la Guerra Fría, que alienta la carrera armamentística y sus consecuencias sobre la tecnología desplazando al mercado como el determinante fundamental de los precios y la producción, dada la capacidad de la industria para manipular la demanda. Así el consumidor es transformado de soberano en súbdito y las compañías obedecen a un proceso auto-generado que se expande por todo el sistema industrial sin más propósito que esa misma expansión. Se produce una separación entre los que toman la decisiones y los que se benefician de ellas. Tampoco los decisores toman responsabilidades por sus decisiones. El sistema de premios a los empleados es impersonal y llega a generar ingresos que superan a los de los gestores, acabando con la lucha de clases. Pero Galbraith identifica ahora dos clases nuevas: los empleados y los desempleados, pero con gran movilidad entre ellos y mecanismos legales de protección. Una economía dotada de poder compensatorio. El mercado se distorsiona por la intervención de los sindicatos (donde los socialistas ejercen poder sin aplicar su ideología) y los clientes oligopólicos (que controlan los precios). Una situación incómoda para el socialismo que se vuelve irrelevante en el marco de la «Jaula de Hierro» Weberiana que Galbraith traza.  Galbraith concluye que las compañías no buscan optimizar el beneficio, sino el poder, lo que se lleva a cabo no en un marco competitivo con otras empresas, sino en cooperación mutua. En su libro La sociedad opulenta reclama la vuelta al mercado abierto, la libre competencia y presupuestos equilibrados. Compara la fidelidad corporativa en américa a la lealtad al partido en la URSS, de lo que se deduce que el sistema capitalista es tan opresivo como el comunista, olvidando, según Scruton, la diferencia en víctimas de un sistema y otro. La crítica se hace más acerba al atribuir la miseria a la persecución inconsciente de la producción relegando los servicios públicos para alimentar un consumo irrefrenable que garantice el incremento insaciable de la demanda. Dado que la ley de la utilidad marginal parece poner límite a la producción ilimitada, Galbraith sugiere que se trabaja para imponer la abolición de esta ley para que «nunca haya suficiente». Obviamente el mecanismo es la publicidad en sus múltiples formas explícitas o implícitas; la variedad en las formas y prestaciones de los productos que se vuelven obsoletos con rapidez y por la propaganda que te hace sentir inferior si tu consumo no está a la altura de tu entorno:

«El alto nivel de producción tiene necesidad de un alto nivel de creación de deseos y de satisfacción de los mismos». 

Scruton encuentra en el Viejo Testamento el antecedente del apetito insaciable de ser humano, resultado de su caída. De repente la libertad de elección se ha convertido, en realidad, en una esclavitud. Vance Packard describe la técnicas utilizadas en su influyente libro The hidden persuaders. Scruton cree que el ser humano es manipulable y que ese no debe ser el argumento para cambiar de sistema pues es una situación común a ambas. Pero Galbraith dice que es necesario gastar más en servicios públicos y educación. Para Scruton, Galbraith camufla su perspicacia bajo un disfraz de conocimiento económico para contar con la autoridad de un Hayek o un Keynes. Así, a pesar de que desprecia el socialismo, sus puntos de vista los sirven, pues su visión del sistema económico como un sistema es fácilmente convertible en un sistema de control y opresión como lo es el sistema comunista. Estas ideas globalizadoras eran compartidas por el presidente Eisenhower y su «complejo industrial-militar», que, así, le hacía un regalo propagandístico a la URSS, en opinión de Scruton. Esta semejanza entre los rivales de la Guerra Fría le parece a Scruton una fantasía peligrosa porque olvida las diferencias profundas en la vida de los ciudadanos entre ambos sistemas. Scruton le reprocha a Galbraith que su crítica le proporcionó buenos ingresos dentro del sistema atacado. Su principal obra es La sociedad opulenta.

Ronald Dworkin (1913-1931) le resulta especialmente antipático a Scruton porque se propone hacer una crítica acerba a la herencia conservadora y cree que carece de argumentos propios. Y la principal víctima de este ataque es la ley, que Dworkin concibe como un artefacto humano que puede, no sólo corregir injusticias, sino crear un nuevo orden social a partir de una moralidad política que Dworkin atribuye a la constitución americana. Para él la ley no es una suma de derechos, deberes y procedimientos implícitos en la ley común, sino los planos originales para trazar la nueva sociedad liberal. Nada debe impedir que la legislación pase por encima de los privilegios garantizados, confisque bienes y extinguir méritos en base a una agenda política. Scruton cita a Hayek cuando dice que la meta de la ley no es la ingeniería social, sino la justicia. En el sistema inglés, Scruton cree que la ley es descubierta por el juez en su ejercicio antes que inventada por el legislador. Las leyes no son parte de un plan de acción, sino de una larga experiencia de cooperación social. Las leyes contienen, como el lenguaje o los precios, una valiosa información implícita. Sin embargo la meta de Dworkin es otra: dar soporte legal a todas la causas que surgieron en los años sesenta. Desde la desobediencia civil, la libertad sexual, el feminismo, el derecho al aborto e, incluso, la pornografía. Naturalmente, esto resultó un desafío para las mentes conservadoras, que consideraron que legalizar el modo de vida de las élites neoyorkinas no era una buena idea y sí una amenaza para la sociedad. Su libro más influyente fue Taking Rights Seriously. En especial, le llama la atención a Scruton la consideración de la libertad de expresión como una forma de proteger la dignidad de los disidentes, para quienes se redactó la constitución. Scruton no está de acuerdo con la discriminación positiva que se deriva de sus propuestas, porque se basan en la arbitraria, en su opinión, traslación de los derechos individuales a los del grupo de procedencia. Scruton termina diciendo que paradójicamente, tanto Galbraith como Dworkin recibieron el premio destinado a aquellos que desafían y subvierten la familia, la empresa, Dios y la bandera. En su opinión, a pesar de su inteligencia, dejaron los temas intelectuales exactamente donde se los encontraron.

SARTRE AND FOUCAULT

En este capítulo empieza el ajuste de cuentas más duro de Scruton pues se enfrenta a los más sutiles y complejos adversarios: los pensadores de izquierda franceses de los los años sesenta. Empieza situándonos en los avatares políticos y sociales de francia tan llena de calamidades desde 1871 al sufrir hasta tres invasiones de Alemania en setenta años. Una sociedad dividida, como tantas, entre varios ejes lleno de ismos peligrosos: el antisemitismo, el fascismo latente, el nacionalismo. Colaboracionistas y patriotas conviven sospechando unos de otros arrojando a la nación a un verdadero caos moral. El romanticismo de la revolución soviética le proporciona un aura que favorece el crecimiento del partido comunista como detentador de una moral superior, con una influencia decisiva sobre las posiciones de los intelectuales franceses de los años sesenta, que tanta influencia llegaron a tener y tanta influencia aún mantienen en ámbitos académicos y juveniles. Entre los antecedentes de la situación que Scruton va a analizar críticamente, están los cursos que Alexandre Kojeve ofrece durante 1930 en París. Asisten, entre otros, Bataille, Lacan, Sartre, de Beauvoir, Lévinas, Aron, Queneau y Merleau-Ponty. Los cursos son una introducción a la Fenomenología del Espíritu de Hegel y resultan decisivos para lo que ocurrirá después. Hay que recordar que de Hegel se decía que su alemán había quedado constipado para siempre por sus lecturas en latín. Es decir, es un autor decisivo, pero de muy compleja lectura. Kojeve, que es ruso, viene a darles a los jóvenes franceses su versión de Hegel de forma amable. Sus dos ideas mejor implantadas en las mentes de sus oyentes son: la identidad de la libertad y la autoconciencia, de una parte, y la dialéctica de objeto y sujeto, de otra. El autoconocimiento no es un ejercicio solitario, sino, por contraste el encuentro con el otro. Es decir, un proceso de socialización. Proceso de búsqueda de la libertad con el sujeto en el centro de la acción. Por tanto es posible reencantar el mundo que había desencantado Weber.

Empezando ya con Jean Paul Sartre (1905-1980), Scruton se fija en sus influencias, que sitúa en el ya mencionado Kojeve, en Husserl y Heidegger. Pasa un año con Husserl y queda fascinado por la filosofía de la autenticidad de Heidegger. Sartre es un pensador complejo y con una gran producción, de modo que aquí sólo resumimos aquellos aspectos que tienen que ver con su papel de fundamento filosófico de las posiciones de izquierda. Antes de que Scruton las relaciones con el trasfondo político de las filosofía de Sartre, unas pocas abstracciones : antes de la autoconciencia el sujeto es «en sí» y, cuando la adquiere, es «para sí». De forma no explicada el «para sí» absorbe el mundo en un proceso que acaba con la indefinición previa sin objeto señalado. El sujeto ha alcanzado la libertad y se la transfiere al mundo. Scruton cree que en esa operación el sujeto la pierde. Por eso, para Scruton, el compromiso político que Sartre postula es un resultado extraño del proceso de autoconciencia del sujeto. Scruton considera a Sartre el gran negador de la filosofía occidental, que cree que el amor, la amistad, los contratos y todo el normal orden burgués están atravesados de contradicciones. Scruton concluye con Aron que, para Sartre, el marxismo sustituye a la religión y la revolución es el objeto de su compromiso. Y la revolución es lo que se desea en cumplimiento de un remedo del imperativo categórico de Kant: ¿con qué debo comprometerme? Con la revolución en la causa de la justicia social. Sartre busca desde el marxismo una nueva religión laica en la oposición sistemática a todo lo burgués; la búsqueda de una nueva realidad conforme al ideal comunista, que es una llamada desde el reino de los fines, y la realización del sujeto para sí mismo. Scruton reprocha a Sartre su defensa de la crueldad de Stalin en base a la resistencia de «los otros» al proyecto totalitario de la inteligencia ilustrada. Sartre propugna la unión de los intelectuales con los trabajadores en sagrada alianza. La retórica anti burguesa de Sartre cambió el lenguaje y la agenda post-bélica de la filosofía francesa y favoreció el fervor revolucionario de los jóvenes estudiantes que había llegado desde las antiguas colonias. Uno de ellos fué Pol Pot, que luego llevó a cabo las terribles matanzas de Camboya bajo el régimen, presidido por él, de los Jemeres Rojos. A pesar de todo, Scruton le reconoce gran altura como pensador y escritor. Scruton también encuentra en la literatura francesa de la Nouvelle Roman el encanto de la bohemia que adornaban a Rimbaud, Flaubert y Baudelaire.

En esa generación del pensamiento y el arte francés encuentra Scruton a Michael Foucault (1926-1984), un historiador de las ideas que hurga en las fisuras de las instituciones burguesas (prisiones, hospitales…) las huellas de la represión de clase. Scruton considera a Foucault el líder de la nueva izquierda pues representa mejor que nadie la búsqueda constante de oportunidades para rechazar cualquier etiqueta que le pudiera ser adjudicada. Le reconoce ser el más poderoso heredero de la agenda de Sartre. Foucault se propone encontrar la estructura secreta del poder. Detrás de cada práctica, de cada institución y del mismo lenguaje está el poder y su meta es desenmascarar este poder, liberando a sus víctimas. Su método es la «arqueología del conocimiento» y su sujeto la verdad, entendida como el producto del discurso cuya forma y contenido proceden del lenguaje en el que es transmitido. De este modo cada época tiene su verdad, su «episteme«. Según esto, afirma en Las palabras y las cosas que el hombre (en general) es una invención reciente, original y problemática del Renacimiento. Tras fijar los rasgos epistemológicos de cada época, Foucault analiza las instituciones y su estructura de poder represor en hospitales, prisiones y manicomios. Foucault encuentra lo que busca y crea las condiciones para dotar a la revolución de un objeto más concreto, la destrucción de tales instituciones para liberar al hombre. Scruton le reprocha que no explica el método que justificaría sus observaciones y cómo ha conseguido el punto de vista imparcial que le permite librarse de la contaminación intelectual que él mismo ha identificado para cada época, incluida la suya. Scruton detecta en Foucault un giro al tener noticia de la rebelión obrera anticomunista en Polonia con el movimiento Solidaridad. Desde luego, su último curso en el College de Francia «El nacimiento de la biopolítica» apunta a ciertas dudas sobre los dogmas de la izquierda francesa.

DOWNHILL AND HABERMAS

La Alemania destruída por prácticamente dos guerras en veinte años, sale del nacionalsocialismo con la universidades contaminadas de totalitarismo y caen, según Scruton, en las garras del marxismo de «rostro humano» de la Escuela de Frankfurt. Y de ella el más brillante es Habermas, hijo de una pareja nazi que en 1950 ya es asistente de Adorno. A Scruton no le cae bien porque lo considera soporífero en su intento de sintetizar las contribuciones de los sociólogos y filósofos modernos al consenso político de la izquierda post-totalitaria. Sus libros, sigue Scruton, se editan en lujosas ediciones para los salones de las mejores clases sociales, aunque, en su opinión, poca gente los ha leído o los ha terminado y los pocos que lo han hecho no recuerdan su contenido. Sin embargo le concede que, con alguna frecuencia mayor que las líneas de Shakespeare que puede escribir un chimpancé golpeando las teclas de un teclado al azar, tiene alguna idea interesante que flota en el gran océano de papel que precisa la prosa de Habermas.

Scruton considera que los escritos de izquierdas con más influencia en la primera mitad del siglo XX fueron Theodor Adorno (1903-1969) y Gyorgy Lukács (1885-1971). El uno por su teoría crítica y creador de la Escuela de Frankfurt y, el otro, por ser considerado en los ambientes de la izquierda como el más grande exponente de la teoría social neo-marxista, además del promotor del «Marxismo humanista«. A Lukács, según Adorno, no le gustaba la inteligencia centroeuropea que representaban Strauss, Hofmannsthal, Roth, Hayek, Musil, Klimt, Schiele o Wittgenstein. Desprecio que era compartido por otros como Karl Kraus, Schoenberg, Loos o Kafka. Ante este panorama Lukács mira al futuro. Y el futuro pertenece al proletariado. Él reconoce que la crítica socialista de la sociedad es un invento de Lenin, pero se siente en condiciones de crear una obra que convenza a aquellos que consideran que la cultura aún es fuente de validez secular. Y, así logró, que los académicos radicales de los años sesenta, a la búsqueda de autoridades se volvieran a Lukács como una de ellas. Para ello, cree entrar en convergencia con el proletariado (esa abstracción) para eliminar al adversario reaccionario. Era hijo de un banquero enriquecido y ennoblecido por el Emperador Francisco José I, que uso su influencia para conseguir privilegios para su hijo, que pudo dedicar su juventud a la lectura de filosofía y literatura incluyendo los clásicos marxistas y anarquistas como Georges Sorel, cuya apología de la violencia le impresionó vivamente. En 1923 lo encontramos ya colaborando con el movimiento comunista y señalados miembros como Antonio Gramsci. En 1930 es llamado a Moscú y pasa los años de guerra en el Instituto Marx-Engels, siendo uno de los pocos comunistas húngaros que sobrevivió a las purgas de Stalin, gracias a su participación en las denuncias de compatriotas, según Scruton. De aquellos polvos, los lodos de las victorias sucesivas de Viktor Orbán y la extrema derecha en Hungría desde hace unos años como reacción. Lukács declara su odio al capitalismo y su propósito de destruirlo en todas sus formas. También cree en el marxismo no se reflexiona, sino que se acepta en una acto de conversión. Pronto acepta la falacia del marxismo de que hay una esencia social de la que nuestra vida no es más que una apariencia. Incluso la ley le parece un obstáculo a sus propósitos y la considera una herramienta de la táctica partidista. Afirma que no es posible ser humano en la sociedad burguesa, porque la vida burguesa es una apariencia. Lukács inventa el lenguaje en el que el capitalismo puede ser presentado como el enemigo a batir de forma ineluctable. Se basa en su «descubrimiento» de la agenda secreta del El Capital. Una agenda que tiene su origen en la crítica temprana de Marx a Hegel. Scruton crítica la teoría del valor de Marx considerando que la pretensión de que existe una entidad llamada valor, respecto de la cual los precios son hechos empíricos no tiene fundamento que pueda ser probado. El precio sería la forma fenomenológica de una entidad esencial que Marx descubre: el valor. Una visión total de la realidad que supera el empirismo de los burgueses. Lukács, según Scruton, se propone proteger al marxismo del asalto de la realidad. La «totalidad» es el concepto clave que permite entender al capitalismo como sistema. Esta totalización teórica alcanza a la conciencia a la que ve «reificada» ante el fetichismo que se deriva del capitalismo. El mundo objetivo es fetichizado y el mundo subjetivo reificado. Lo que es favorecido por la fragmentación del sujeto trabajador en la división del trabajo. Todos los males de la humanidad tendrían origen en el capitalismo por su capacidad de separar al hombre de su esencia. Kant pensaba que el hombre es esencialmente libre y ejerce esa libertad con su razón que le pone ante su responsabilidad con el imperativo categórico. Hegel piensa con Fichte que eso es así, pero que el sujeto no se da hecho de una vez, sino que es resultado de un proceso de auto-generación mediante la negación y afirmación. Este es un proceso social puesto que se lleva a cabo en la relación con los demás. La dialéctica amo-esclavo pone de manifiesto cómo el esclavo se convierte en objeto a los ojos de amo y como éste se convierte en objeto en su posición contemplativa al negarse a la acción (el trabajo). La auténtica libertad llega restaurando la unión entre la contemplación y la acción. El sujeto niega su primera condición de ser inmediato rechazando la condición de esclavo del deseo para tener una concepción de lo bueno: soy una integridad de contemplación de mí mismo y de actor sobre un mundo que considero digno de respeto. Esta teoría de Hegel, reforzada por Feuerbach es una sustitución de la religión en la formación de la conciencia. El mal está en el mundo que vicia nuestros actos. Que ese mundo sea representado por el capitalismo persigue dotar de argumentos a su destrucción. Y ese es el logro ideológico de Lukács que influyó sobre la Escuela de Frankfurt y los pensadores franceses de los años sesenta que se analizan en este libro. La dialéctica del sujeto y el objeto despierta rápidamente el respeto, aunque sea tratada en la más torpe de las observaciones. ¿Cómo puede el ser humano escapar de su conciencia reificada? Pues, según Lukács, misteriosamente a partir de la conciencia del proletariado. La clase obrera, ironiza Scruton, siempre busca la verdad. Pero no lo puede hacer individualmente. Es en el partido donde se convierte en acción revolucionaria. Adorno por su parte aplicó el análisis de Lukács a la cultura popular. Sus primeros años coincidieron con el ascenso de intelectuales marxistas como Max Horkheimer, Herbert Marcuse y Erich Fromm hasta el cierre del Instituto de Investigaciones Sociológicas por parte de los nazis.

Para Max Horkheimer (1895-1973) el capitalismo era el logro de la razón instrumental, mediante la cual todo se hacía a imagen de la clase media. La razón instrumental reduce todo problema a los medios y carece de fines. El trabajador está alienado, fragmentado y ha perdido su naturaleza humana por el orden social que lo condena a la producción y al intercambio. El dinero es el símbolo de la razón instrumental y el ser humano está tiranizado por el gobierno de las cosas. La razón ha sido desviada de sus fines que no son otros que la vida humana. Scruton dice que todo esto no es más que una actualización de la reificación de Lukács, aunque Horkheimer la llame teoría crítica, cuyo propósito es liberar al pensamiento del dominio de la razón instrumental y de la tiranía escondida de las cosas. Scruton encuentra en todo esto el eco de los análisis de Weber, de Ruskin y Heidegger ante el predominio de los objetos sobre la conciencia. Adorno y Horkheimer extienden su crítica a la propia Ilustración por estar contaminada por el pensamiento burgués productor de la tecnología y la producción en masa. Quizá, para Scruton, lo más terrible sea la declaración que la libertad capitalista es una ilusión y que la verdadera libertad es negada por la sociedad de consumo. Scruton, buen lector de la biblia, encuentra antecedentes en el espíritu del Viejo Testamento cuando repudia la idolatría. Acaba su análisis de la filosofía de Adorno diciendo que, a diferencia de los pensadores franceses de los años sesenta, éste busca la solución por la salvación personal del autodescubrimiento.

Jurgen Habermas (1929) por su parte, considera la situación de Alemania, recién vuelta a la civilización tras la II Guerra Mundial y cree que hay que reflexionar de nuevo y, aunque mantiene la crítica a la razón instrumental, da la espalda a la Escuela de Frankfurt. Scruton dice maliciosamente, porque no valoraron su tesis para la habilitación. Scruton también critica el que considera un estilo de escritura ininteligible. Habermas encuentra dos clases de conducta social: la raciona-propositiva que es resultado del uso de la razón instrumental por el hombre de la calle y la conducta comunicativa que es la que se lleva a cabo en el campus. Es la complementariedad de la acción y su inteligibilidad del resultado de tal acción. Para Habermas, la emancipación lo es, primeramente, del propio lenguaje, lo que a Scruton le parece paradójico viniendo de un autor cuyos textos tienen una dificultad artificial. El programa de Habermas es encontrar el sujeto de las «situaciones ideales de comunicación». Él opone la acción racional a la comunicación con el objetivo de acabar con el mundo de los medios y llegar al mundo de los fines. Es necesaria una «acción comunicativa» como síntesis. Adopta la jerga de los filósofos del lenguaje de Oxford y hace más complicada la expresión de su situación comunicativa ideal, lo que incluye un discurso no dominante. Un discurso que Scruton cree que lleva a Habermas a plantear el contrato social como forma artificial de  que se juzgue, acepte o rechace el capitalismo. Para Scruton huye de la solución al problema, que no es otra que aceptar que los individuos toman sus decisiones libremente siempre que se les permita ejercer su voluntad y que, cuando se da estas circunstancias, eligen el tipo de trabajo y el respeto por su propiedad privada. Son las ideas inscritas en la constitución americana, en la teoría económicas de la escuela austríaca y en la tradición democrática de Occidente. Scruton le reprocha a Habermas y a su tradición su negatividad respecto a la profundidad de la cultura burguesa y sus instituciones que cantaron los literatos alemanes del siglo XIX. Tarea a la que se dedicaron Loos, Schoenberg, Musil y Kafka en el arte y Lukács, Adorno, Horkheimer y el propio Habermas en la filosofía. Precisamente la estructura civil de la vida es una excusa para una conversación sin propósito. Un fin en sí mismo, según Oakeshott. Los seres humanos seríamos «ensambladores» como miembros de las instituciones que respetamos. Y, Scruton, concluye, que son los socialistas los que han sustituído el gobierno de los hombres por la administración de las cosas, que finalmente son regidas por las reglas técnicas de los ingenieros sociales. En opinión de Scruton, tanto el criticismo de la conducta «racional-propositiva», como la celebración de «la situación ideal de habla» no son más que ideología; la ideología de una elite preocupada por volver la espalda al mundo real y para defender la dignidad de su propia posición como clase académica ociosa.

ALTHUSSER, LACAN AND DELEUZE

Repasados los paisajes de los antecedentes más remotos, Scruton aborda lo que más le interesa porque forma ya parte de su propia biografía. Siendo un joven graduado de Cambridge fue a Francia y vivió de primera mano mayo del sesenta y ocho. Una experiencia que lo convirtió en el tipo de pensador que es. Por eso pone una especial atención en los autores que dieron alas a los estudiantes que salieron a las calles a destruir lo que sus predecesores habían fundado en nombre, no se sabe muy bien qué, como él comprobó al preguntarles por el fundamento de su ira. Es evidente que en este capítulo de su libro se ocupa de criticar a quienes aún son los héroes de gran parte de la intelectualidad académica mundial. Scruton cree que con ellos llegó la era de «producción intelectual» de un nuevo tipo teatral de trabajador, cuando se estaba dando la desaparición de la clase real de trabajadores por los cambios tecnológicos. Fue una revolución de laboratorio.

Con Louis Althusser (1918-1990) llega un nuevo dogma marxista que consiste en un discurso con formas hipnotizantes sin contenido inteligible para evitar toda crítica, mientras se insiste en que no hay otra meta legítima para los esfuerzos intelectuales que la revolución, sean cuales sean las consecuencias. En esta misión, el primer paso es crear un lenguaje nuevo que coloque al poder por delante de la verdad y denominar al resultado como «política de la verdad». El siguiente paso es evitar las refutaciones. Althusser considera que los textos de Marx ni se discuten, ni tienen porque ser entendido, sino es por aquellos que aceptan sus principales conclusiones. El dogma marxista es revelado mediante su ocultación. Y los escritos de juventud de Marx son una amenaza para la ortodoxia, pues es su opinión estos escritos eran ideológicos mientras que los de madurez eran científicos. La prosa de Althusser es lunáticamente circular y su contenido trivial, según Scruton: círculos rodeando tautologías. Todo cambio es resultado de una contradicción, que emerge dentro de las estructuras sociales. Estas contradicciones surgen en la acción (lucha de clases) o en la reflexión (controversias intelectuales). Contraviniendo la relación casi mecánica entre la estructura económica y la superestructura cultural, Althusser supone que las causas de los cambios sociales pueden surgir «a cualquier nivel«. Ya Engels había sugerido que la relación entre la economía y el resto de las estructuras sociales era eficiente «en última instancia«. En la práctica, esta enmienda era admitir que la historia no depende de los cambios económicos. Por su parte, Trotsky hablaba de «desarrollos desiguales» para romper también la rigidez de la relación entre economía e historia. Esto le permite a Althusser justificar que la revolución proletaria se produzca en un país retrasado como Rusia, en vez de un avanzado como profetizaba Marx. Pero en vez de explicar qué determina en última instancia y explica los cambios, Althusser envuelve la respuesta en sinsentidos que los protegen de preguntas ulteriores. Este método lo heredó su más famoso discípulo: Alain Badiou. Pone como ejemplo esta incomprensible frase:

«Si ninguna instancia puede determinar el conjunto, es, por contraste, posible que una práctica, pensada en la estructura que le es propia, la cual es así una estructura que está, por así decirlo, dislocada en relación a aquella que articula esta práctica como un instancia de ese conjunto, y juega el papel determinante en relación con un conjunto en el cual figura de forma descentrada»

Scruton sospecha que esta prosa es el resultado de la enseñanza de Althusser. Así la teoría de la historia deviene una teología de la historia, es decir, una hipótesis, que siendo compatible con cualquier curso de los acontecimientos, se parece a la hipótesis de la existencia de Dios, de la que Laplace dijo, famosamente, que no tenía necesidad para explicar el mundo. El propio Althusser, en una entrevista con periodistas italianos, dice que se hizo comunista porque era profundamente católico. Scruton cree que Althusser está siguiendo el consejo de Wittgenstein: «No busques el significado, sino la utilidad«. Es decir, lo importante no es cómo explico mi propósito, sino el propósito mismo. Es una especie de apuesta pascaliana en la que se abandona la racionalidad para optar por la seguridad. Destaca Scruton la paradoja que plantea el rechazo como ideología de la cultura burguesa y la insistencia en que son las condiciones materiales las que hacen la historia, cuando es una teoría (la marxista) la que ha cambiado la historia de los últimos 150 años imponiéndose a cualquier condición material. También en el milagros hecho de que sólo Althusser se libre de ser víctima de los «aparatos ideológicos del estado«. Scruton le reconoce a Althusser haber diseñado y activado la «máquina del sinsentido» que tanto éxito tuvo entre los estudiantes revolucionarios de París. Es una máquina para aniquilar el significado en base a las aportaciones de Ferdinand de Saussure y Freud junto con las pinceladas hegelianas de Kojève. Scruton cree que Lacan y Deleuze fueron complices de este artefacto del sinsentido que tanto éxito ha tenido en las universidades europeas y americanas. La breve historia de esta deriva sería la siguiente según Scruton: todo comienza con la propuesta de Saussure de dos ideas: 1) el lenguaje es un sistema de diferencias y 2) hay una ciencia general de los signos. El significado de un signo va unido a él sólo en un contexto de otros signos que pueden remplazarlo en una frase. Así «frío» se entiende en contraste con «calor». Más allá de esta afirmación se dijo que el lenguaje es solamente un sistema de diferencias en el que cada signo posee su significado  de los signos que excluye. Es decir el lenguaje no tiene términos positivos, pues lo dicho cobra significado en lo no dicho y no que, además, puede ser dicho. Derrida fue más allá todavía y afirmó que ningún signo significa algo si está aislado. El significado no está presente y cada signo queda a la espera de los signos que se le oponen, «difieren» el significado yendo a su caza de signo en signo hasta que se decide parar y decir «ya está, lo tengo«. Decisión que puede ser tomada por razones políticas. De modo que el lenguaje se crea en la diferencia y, además, se difiere. Derrida funde ambas palabra en la «différance«. Todo esto le parece a Scruton un sinsentido. La «Teoría general del signo», la semiología, en opinión de Scruton, no es posible porque sólo se puede hacer ciencia de aquellos entes que no encontramos «hechos» (como los peces), pero no de aquellos que hacemos nosotros, como los botones o los signos. Éstos no tienen «naturaleza», sino función. Y se puede hacer ciencia de la función, pero no de los signos mismos (palabras, señales, gestos, síntomas, costumbres, notas de música, el clasicismo en arquitectura…). Para Scruton los fabricantes de la máquina sin sentido no están interesados en aclarar la cosas, sino en el misterio que las acompaña.

Jacque Lacan (1901-1981) es el gran ensamblador de tal máquina. Raymond Tallis lo llamó «el psiquiatra del infierno», que cura a sus pacientes enseñándoles a hablar, pensar y sentir en su mismo lenguaje paranoico. Lacan cobró fama no por sus curas, sino por la influencia de sus ideas, lo que no implica la verdad de las mismas. Lacan estableció que el inconsciente está estructurado como el lenguaje y, para interpretarlo, usó los términos lingüísticos de Saussure. También se sirvió de la idea del Otro que Kojéve extendió por Francia en los años treinta del siglo XX. A esto añadió cierta jerga matemática incluyendo lo que llamó «matemas» (como morfemas o lexemas) provenientes de una ciencia que no entendía. Llamó al gran Otro a un poder que controla y domina. Un poder por el que nos sentimos tan atraídos como repelidos. También existe el pequeño otro, que no se distingue del yo, pero que es observado en el espejo en la etapa en la que el niño al observar su imagen se reconoce como objeto. Scruton ironiza sobre la situación de desventaja de los ciegos de nacimiento. Este encuentro con el pequeño otro es frustrado por el encuentro con el gran Otro. Lacan tiene una gran autoestima y repite las cosas como si su aparición hubiera cambiado la historia intelectual del mundo. Constantemente repite que «no hay relación sexual», lo que llama la atención de Scruton que cuenta que no hubo mujer, incluidas sus pacientes, que estuviera a salvo de sus asaltos. Lacan cree que el sujeto no existe más allá de la fase del espejo hasta que se produce el fenómeno de la subjetivación. Proceso en el que se toma posesión del mundo propio al que se incorpora la otredad en el propio yo. Scruton se pregunta porqué Lacan recibe, para desgracia de la naturaleza humana, más crédito que el propio Hegel o Kojeve en la explicación de la creación del yo. Lacan al modo de Kojeve, creó su propio seminario en París. Scruton cree que los 34 volúmenes de estos cursos se hayan transcrito y que, incluso se hayan traducido, es el gran misterio de la moderna vida intelectual. Considera estos escritos como un puzzle confuso y pretencioso en el que incluye matemas sin venir a cuento y sin contribuir al significado de los textos.

Gille Deleuze (1925-1995) es un pensador más académico en su desarrollo intelectual. Empezó publicando ensayos cortos sobre Nietzsche, Kant, Spinoza, etc. que le dieron la base de sus desarrollos posteriores, ya verdaderamente originales. Adriana More lo pone a la altura de Frege o Wittgenstein y Foucault considera que el siglo XX es el siglo de Deleuze. Scruton cree que también ayudó a que rodara la máquina del sinsentido que había creado Althusser y había engrasado Lacan. Deleuze no fue un pensador politizado y el uso que se deriva de su contribución al sinsentido fue perpetrado por otros a partir de su obra. Su obra cumbre es Diferencia y Repetición y es una reflexión sobre estos dos conceptos. El título deriva del famos Ser y Tiempo de Heidegger que fue una revelación para los filósofos de la generación de Sartre al revivir la antigua cuestión del Ser. Heidegger inspiró la considerada por Scruton gran obra de Sartre, El Ser y la Nada, así como la posterior, Ser y Acontecimiento, de Alain Badiou. Por tanto Ser y Tiempo deviene en Diferencia y Repetición. Deleuze afirma que la filosofía occidental ha estado anclada en el concepto de identidad, pero que ahora, debe dejar paso al concepto de diferencia. La identidad presupone la identificación e individualización de algo. Scruton se pregunta cómo puede ser desplazada la identidad de su papel central de servir de referencia a los conceptos y le niega a Deleuze la pretensión de que la diferencia, incluso en variables intensivas, pueda ser la base de una nueva ontología, pues incluso para atribuir características intensivas a un objeto se ha de individualizar éste previamente. Scruton insiste en que lo que Deleuze tiene que decir se puede decir claramente o confusamente y que ha elegido hacerlo del segundo modo. Las diferencias generan identidades pasajeras y la repetición conduce a la eternidad identitaria. Cuando se asocia intelectualmente con el psicólogo Félix Guattari deja la metafísica y se interesa por el psicoanálisis y sus implicaciones políticas. En el conocido libro El Anti-Edipo ataca el edipo familiar para trasladarlo a sus nivel social y político como herramienta de dominación, lo que supone un ataque a la familia burguesa: al «papá-mamá complejo», cuya estructura intentó describir Freud. Para Deleuze y Guattari los seres humanos son «máquinas deseantes» y como «el cuerpo sin órganos», un cuerpo buscando su identidad, que puede conseguirla por sí mismo o forjarla asumiendo el mundo circundante de diferencias. La filosofía de Deleuze es inmanentista. El mundo tiene su propia dinámica que se expresa en la generación continua de formas (morfogénesis). El cuerpo sin órganos es el ámbito informe del que surge la forma. La esquizofrenia para D&G sería el resultado de un cuerpo sin órganos golpeado por el capitalismo. Es la forma en que experimentamos nuestra humanidad cuando la edipización impuesta por el régimen de consumo vacía el receptáculo biológico en el que el ser humano está contenido. Cuando en Mil Mesetas se quiere aclarar lo que es el cuerpo sin órganos, la respuesta es una frase en la que Scruton encuentra que todas las palabras tienen sentido, pero en absoluto cada una de las oraciones que la componen. Pero todavía hay más sorpresas. «Rizoma» y «Territorialización» que son tan importantes, ironiza, como la «diferencia» de Saussure y «el otro» de Kojeve. Un rizoma es una falsa raíz que crece horizontalmente y con la que Deleuze pretende sustituir el clásico y vertical árbol que relaciona causa y efecto como raíz y rama como simbolismo que habría dominado el pensamiento occidental hasta ahora provocando que la semiótica del hombre blanco, que es la del capitalismo, haya mezclado el hábito de usar signos (significación) con la subjetivación de Lacan, la de devenir un ser para sí. Nuestro intento de construir un yo es desviado por el capitalismo debido a nuestro uso de los signos que producen «ensamblajes autoritarios». Tenemos un problema y la solución es el rizoma que dibuja un plano que no tiene más dimensión que la que cruzamos. El pensamiento rizomático sustituye a lo uno y a lo múltiple al distinguir tipos de multiplicidad. Los rizomas se conectan como planos, estratos y no como árboles. El desarrollo del rizoma establece un territorio y, en el momento de hacerlo, desterritorializa al ocupante previo. Un concepto que aplica a cualquier cosa: pájaros o notas musicales. Scruton cree que todo esto es una exhibición de nuevas palabras en el contexto filosófico, pero no de nuevos conceptos. En el lugar de definiciones se nos ofrecen asociaciones y, en el lugar de teorías, se nos dan términos que pueden viajar libremente de campo categorial a campo categorial. Scruton le da nombre al método de D&G: empaquetamiento. Algo así como los derivados financieros. El objetivo parece claro: eliminar las categorías burguesas de árbol y jerarquía para llevar a cabo la revolución desterritorializando el deseo y las jerarquías existentes. Un asalto al que dan el nombre de esquizoanálisis. La prosa empleada contribuye a crear las condiciones de la revolución del pensamiento propuesta y, para intimidar al lector, se dan numerosas notas al pié en las que se hacen referencias a todo el catálogo de ciencias especializadas. Scruton se sorprende que, con estas características, las setecientas páginas en la edición en inglés se hayan reeditado once veces. Pero una vez identificado el enemigo burgués triunfante en 1789, han sobrevenido los análisis y métodos de destrucción en el terreno individual, familiar, social y político. Scruton atribuye la oscuridad de los textos a un propósito de crear un espejismo de profundidad y originalidad que de prestigio a la forma para que el mensaje sea aceptado como una religión. Aceptar sin comprender es la clave.

GRAMSCI AND SAID

El asalto de la filosofía francesa a la ciudad burguesa ha destruído, en opinión de Scruton, la conversación de la que depende la sociedad civil. Este asalto tuvo varios focos y uno de ellos estaba en la Italia en la que entraron en conflictos dos visiones del socialismo, según Scruton, el fascismo y el comunismo. Antonio Gramsci (1891-1937) es reconocido como un gran pensador en los ambientes de la izquierda. Fue perseguido por Mussolini hasta prácticamente morir en prisión con 46 años. Su reconocimiento como héroe comunista pone de manifiesto la paradoja de propugnar el avenimiento automático de la sociedad comunista con el desarrollo de acciones para su llegada «acelerada» sin dejar que los tiempos maduren. Un activismo que muy a menudo ha derivado en la idolatría de personalidades como es el caso de Che Guevara o Mao. Como se puede comprobar en los grupúsculos de extrema izquierda o derecha, es necesario estar constantemente «en lucha» para crear lazos de solidaridad, lo que hace necesario contar con una figura de referencia. Y eso ha sido para muchas generaciones Gramsci. Su canonización se debe fundamentalmente a que proporcionó la teoría que promete tanto resolver el problema de la figura de referencia como establecer el derecho intelectual a gobernar. Trató de reconciliar la teoría marxista con una filosofía de la acción política. Una teoría a la que llamó «filosofía de la praxis». De esta forma resolvió otra paradoja marxista: la de la influencia mecánica de la economía sobre el espíritu y su producción. Si esto es así, qué sentido tiene la acción revolucionaria. De ahí derivó Gramsci su teoría de la hegemonía. Los burgueses no sólo dominan los medios de producción,sino también el poder político, la religión, la educación y la comunicación. Toda la sociedad civil está bajo el control burgués. De este dominio deriva su hegemonía impiendo cualquier desarrollo de una política de izquierdas. Su propuesta es alcanzar la hegemonía en esos ámbitos y, según Scruton, se ha conseguido con la toma de los departamentos de las facultades de humanidades. Los intelectuales comunistas debe llevar a cabo un revolución pasiva reemplazando a los burgueses en la hegemonía cultural, al tiempo que las masas presionan como portadoras de la semilla del nuevo orden social. El partido comunista tiene la misión de aunar estas dos fuerzas. Un sueño que realizó Mussolini con su marcha sobre Roma y su control de todas las instancias sociales y políticas. No en vano procedía del partido socialista italiano. Scruton cree que la camaradería de los oprimidos tiene origen en su opresión. Cuando ésta desaparece es el momento de los contratos y las convenciones para ordenar las relaciones civiles.

La obra de Richard Rorty (1931-2007) es analizada por Scruton en este capítulo de su libro por considerarlo a la altura del resto de autores en su desvarío. Rorty se consideraba un epistemólogo anarquista, pues pensaba que no existe la objetividad y una verdad universal y que todo lo que importa son los acuerdos convencionales que nosotros adoptamos para la vida práctica. Scruton se pregunta quién es ese «nosotros» y responde que las feministas, liberales y los abogados de todas las causas; los que no creen en Dios o en ninguna religión heredada, ni en ninguna vieja idea de autoridad, orden y autodisciplina. No hay ningún impedimento en nosotros, más allá de la comunidad que hemos elegido para vivir. Y, por supuesto, no existe la verdad objetiva sino nuestro consenso. El pragmatismo de Rorty no solo decide qué pensar, sino que nos protege de cualquiera que no piense lo mismo. Scruton recuerda que Rorty viene de una tradición, la americana, que no tiene origen en la burguesía, sino en la Ilustración que cree en la naturaleza común y los valores universales de la humanidad. El relativismo también ha hecho presa en las relaciones entre culturas.

Edward Said (1935-2003) tiene para Scruton un especial interés porque representa lo que él considera un acto de mala fe. Occidente fue volviendo su mirada hacia las culturas orientales considerándolas, primero, bárbaros, después culturas interesantes y, finalmente iguales con formas distintas de afrontar la vida, pero que este proceso sea considerado por Said un acto premeditado de denigración, no le parece a Scruton justo. Said atacó a los académicos orientalistas que habían tratado de entender Oriente a la luz de la ilustración desde la traducción de Las mil y una noches de Galland. Scruton reprocha a los orientalistas precisamente su pretensión de vivir como nativos y menciona los casos de Richard Burton y T.E. Lawrence. Scruton considera que Occidente ha entrado en una fase de suicidio cultural. Empujados por Said los estudiantes aprenden, primero, a despreciar y, luego, a olvidar la noble mirada de los orientalistas para emprender la tarea de rescatar a una cultura de sí misma. Said exige que las culturas sean juzgadas desde sus propios puntos de vista, pero juzga a la cultura occidental desde las otras tachándola de etnocéntrica e, incluso, de racista. La guerra de culturas ha traido, en vez de la verdad, la intersubjetividad; en otras palabras, consenso. Por eso, hoy la verdad, significado, hechos y valores son considerados negociables. Pero Scruton considera que la teoría relativista existe para dar soporte a una doctrina absolutista. Scruton, recuerda en este punto, el desconciertos de las filas de la deconstrucción cuando se descubrió un pasado filonazi en Paul De Man. En definitiva el el escándalo de Scruton con el relativismo es casi una herida.

BADIOU AND ZIZEK

La revolución iniciada por Gramsci devino en el vacío relativismo de Rorty y Said. La pretensión de Gramsci de sustituir la cultura burguesa por una nueva fue disipándose con el paso del tiempo. China pasó a ser una economía capitalista y el imperio soviético colapsó. Pero el monstruo estaba sólo dormido y volvió con el lenguaje metafísico de Marx y Sartre. Las cuestiones metafísicas sobre el ser no tenían mucho interés en el mundo anglosajón por lo que el renacer tenía que darse en Francia donde ya Sartre se había adentrado en las profundidades metafísicas y Deleuze había pretendido sustituir al ser por la diferencia y al tiempo por la repetición minando la forma occidental de pensamiento.

Este complejo proceso cristaliza en el libro de Alain Badiou (1937) Ser y Acontecimiento. En él rehabilita a Lacan por si alguien lo había considerado un charlatán en vez del autor de la mayor contribución al autoconocimiento de nuestra era. Scruton dice que su fe en el género humano le proporciona la esperanza de que esa fe en Lacan desaparecerá con el tiempo. Hasta ese momento reconoce que su figura es respetada entre las más influyentes figuras de la cultura francesa y de los profesores de literatura a través de toda américa. Por otra parte, las asunciones de la lógica de la identidad y la referencia parecen bien asentadas entre teóricos como Strawson, Kripke, Quine y otros en todas partes excepto en Francia que vuelve sobre el tema del ser. Tal parece que los filósofos franceses padecen una especie de ser-envidia y han decidido ponerlo a disposición de la revolución. Badiou piensa que hay acontecimientos decisivos que irrumpen y marcan el camino en el futuro. El verdadero intelectual debe unirse a esos acontecimientos y seguir sus consecuencias sin desmayo. Como discípulo de Althusser estaba comprometido con la revolución proletaria que debería liberar al proletariado. Fue maoísta y pensaba que en la revolución maoísta el gran acontecimiento que había que seguir era la revolución cultural de Mao. Badiou pretende proteger sus ideas de la contingencia mediante el lacaniano método de usar los matemas. De esta forma confía en que su trabajo sea recibido como una ontología, una ciencia del ser. Al contrario que Lacan, sabe suficiente matemáticas para simbolizar correctamente sus absurdas ideas, según Scruton, en un lenguaje simbólico que le proporciona supuestamente autoridad. Según Badiou hay cuatro formas en las que conseguimos permanecer fieles al acontecimiento: el amor, el arte, la ciencia y la política, a los que llama procedimientos genéricos, sin explicarnos qué significa «genérico» en esta expresión. Scruton cree que las matemáticas son un refugio detrás del cual esconde su sinsentido, mezclando a Cantor con el Parménides de Platón sin compasión con el lector. Renuncia a que la física nos indique lo que hay y se empeña en que es la abstracta matemática la que actúa como una ontología. Nos dice que existe la multiplicidad y lo vacío, aunque Cantor mostrara que la multiplicidad matemática es inconsistente. Pero la prosa de Badiou hipnotiza a sus seguidores:

«¿Pero son, la verdad y la falsedad, realmente dos? Debemos ser cautelosos: en el universo categorial, la diferencia es astuta y la identidad evasiva. La verdad y la falsedad son, después de todo, dos flechas, dos monomorfismos. Además, estos elementales monomorfismos tiene la misa fuente (I) y el mismo objetivo (C). ¿Pueden ser, esas flechas, dos nombres para el mismo acto? Deberíamos, entonces, adoptar una especie de escepticismo racional, en el que los valores verdaderos se sobrepongan (como en Nietzsche) su nominal dualidad sobre un idéntico principio de poder»

Scruton considera que se puede estar horas sobre este párrafo sin encontrar su significado. Esta yuxtaposición de ideas sin conexión sacadas del contexto en el que tenían sentido produce este efecto opiáceo. Y este es, piensa Scruton, su sentido como en los matemas de Lacan o los rizomas de Deleuze. Es una nueva forma de pensar que permite orientar cualquier tema en la dirección que interese sin importar si se vierte luz u oscuridad sobre él. Las matemáticas dotan a sus escritos de un aura de rigor aparente en vez de proporcionarle el soporte indudable que esa ciencia tiene. Scruton nos dice que desde el origen de la filosofía en los presocráticos el tema del ser ha generado innumerables e impenetrables textos que han fascinado sin proporcionar un significado obvio: el Uno de Parménides, el Ser en cuanto Ser de Aristóteles y Aquino, la haecceitas de Duns Scoto, el ser evolutivo de Hegel y el ser para la muerte o el Dasein de Heidegger son procesos mentales llenos de nubes y misterio. Sólo Kant nos libró de estos encantamientos cuando mostró que la existencia no es un predicado del ser, sino la condición previa a cualquier atribución de cualidades. Badiou renuncia al ser y pone al Acontecimiento en su lugar para recuperar el espíritu revolucionario que está en su objetivo. La idea es que en toda la multiplicidad de la que estamos envueltos produce sucesos que son fuente de verdad para nosotros siendo extraídos del flujo de conocimiento cotidiano. Cuando no aferramos a esas cosas y permanecemos fieles a ellas contra toda oposición y desaliento formamos parte de ese proceso verdadero. Para Badiou el suceso paradigmático es la Revolución Francesa de 1879. Scruton cree que todo esto es una exuberante mezcla de deseos y excitación política, además de pseudo matemáticas. En su teoría del Evento, Badiou afirma que tal suceso es imposible hasta que sucede, pero que, una vez que sucede exige toda la fidelidad de acontecimiento verdadero. Scruton le reprocha a Badiou su desinterés por el sufrimiento en forma de empobrecimiento y genocidio que producen los Eventos que él señala como paradigmáticos.

Slavoj Zizek (1949) ha resultado el discípulo más influyente de Badiou. Ha adaptado la filosofía del Acontecimiento a sus propios fines. Ambos se han unido y comprometido bajo «la hipótesis comunista». Zizek ha aportado su propia visión a una revolución que considera empíricamente imposible, pero necesaria. Se trata de un imparable flujo de palabras, imágenes, argumentos y referencias que adornan preguntas tras preguntas, especulaciones tras especulaciones evitando los obstáculos reales que se colocan en su camino. Scruton le reconoce su versatilidad y capacidad de decir cosas interesantes y desafiantes cuando comenta algún acontecimiento mundial. Cree que ha aprendido marxismo no como una envoltura falsa para incorporarse a la clase de pensadores ociosos, sino para descubrir la verdad del mundo. Ha estudiado a Hegel en profundidad y en sus dos escritos más importantes: El Objeto Sublime de la ideología (1989) y la primera parte de El Espinoso Sujeto (1999) muestra cómo aplicar estos estudios a los confusos tiempos en los que vivimos. Dice Scruton que, si Zizek no hubiera permanecido en Eslovenia y, Eslovenia, hubiera seguido siendo un país comunista, él no se habría convertido en el actual moscón intelectual que es. Aprovechando la visión del psicoanálisis de Lacan, Zizek eleva el nivel de excitación más allá de los logros de sus predecesores. A diferencia de Badiou, Zizek puede leerse con facilidad con la sensación de que está compartiendo contenidos inteligibles con los lectores. Scruton dice que, en sus escritos, pasa con rapidez por declaraciones indignantes como si se hubieran deslizado de la punta de su pluma, pero que pronto se ve que es la auténtica verdad de su mensaje. Así «No debemos rechazar el terror en conjunto, sino reinventarlo» o que debemos reconocer que el problema con Hitler y con Stalin también, es que «no fueron suficientemente violentos«. También debemos reconocer a Mao con perspectiva cósmica y leer la Revolución Cultural como un evento positivo. Stalin resultó demasiado moral, desde el momento que confió en la figura del gran Otro, el cual, como todo lacaniano sabe, es el peor error de un moralista y que debemos reconocer que la «dictadura del proletariado es la única elección verdadera hoy en día«. En su defensa del terror y la violencia le lleva a proponer un nuevo partido organizado con principios leninistas. Estos puntos de vista, cree Scruton, deberían haber desacreditado a Zizek ante los izquierdistas moderados, si no fuera porque parece estar hablando en broma, riéndose del lector, de sí mismo y de la clase académica que ha llegado a incluirlo en el currículo junto a Kant y a Hegel. Zizek escribe entre dos y tres libros al año. Entre tema y tema, más o menos frívolo trata de desenmascarar lo que él ve como la auto-decepción del orden capitalista global, aunque, como Badiou, falla en proporcionar una alternativa real. Pero, aún y así lo hará (desenmascarar al capitalismo), cualquiera que sean las consecuencias. Como diría Badiou: «mejor un desastre por la fidelidad al Evento que un no ser de indiferencia hacia el mismo». A Zizek le encantan las paradojas y la hegeliana «labor de la negatividad». Hegel argumenta que determinamos los conceptos mediante su negación, de tal forma que establecemos sus límites más allá de donde es pertinente su aplicación. Y sugiere que que alcanzamos el auto-conocimiento a través de una serie de negaciones. Aprendemos a distinguir el mundo por nuestra voluntad de encontrar un límite, una barrera  que se presenta como frontera ante la voluntad opuesta del otro. Por lo tanto, para Hegel, la negación de nuestra voluntad nos hace conscientes de que tal voluntad es nuestra. Zizek, siguiendo a Lacan, va más allá y afirma que la negación no pretende poner límite al concepto, sino descartarlo: somos conscientes en un acto de radical negación que consiste en aprender que no hay sujeto. En vez del sujeto, hay un acto de subjetivación, que es una defensa contra el sujeto, una forma en la que me protejo de ser una sustancia, una identidad. Scruton cree que la versión de Hegel es mejor y sospecha que Zizek lo mutila porque está más interesado en mostrar una otredad misteriosa. El sujeto, como el objeto, para Lacan tienen una especial forma de existencia que es la no existencia. Y esto es lo que Zizek encuentra más excitante: la varita mágica que conjura las visiones y las conduce hacia la nada. Esas mística visión del otro domina el pensamiento de Zizek y explica sus opiniones del estalinismo. La democracia no es la solución porque aunque implica una barrera para el gran Otro, hay otro gran Otro: «el gran Otro procedimental» de las reglas electorales que han de ser obedecidas cualquiera que sea el resultado. Zizek se atreve a modificar la teoría de la ideología de Marx. En éste la ideología es un sistema de ilusión a través del cual el poder consigue legitimidad. El marxismo disuelve la ilusión mostrando lo que hay detrás de los fetiches, abriendo los ojos a la verdad de la injusticia en las nos encontramos, posibilitando la revolución. Pero Zizek pregunta ¿por qué no llega la revolución? Su respuesta es que la ideología es renovada a través de la fantasía. Nos aferramos al mundo de mercancías porque es la escena de nuestro profundo disfrute, y rehuimos la realidad que se niega a ser conocida. La ideología no es una servidora del capitalismo, sino de sí misma como el arte. Scruton le reprocha a Zizek que no aclare si lo que quiere decir es que el mundo de las mercancías y el mercado está aquí para quedarse y que tenemos que sacar el mejor partido y nada más. Cuando llega el momento de aclarar las cosas, Zizek se esconde detrás preguntas retóricas en las que empaqueta misteriosos encantos procedentes de la liturgia lacaniana. Para Scruton en el izquierdismo de Zizek la realidad, tocada por la varita mágica de Lacan, se desvanece, porque la verdad es castración. De esa forma los sueños pueden seguir operando y ser el lugar en el que política y moralidad debe implantarse. Scruton rechaza enérgicamente el ensayo de Zizek sobre el terror revolucionario de Robespierre y Saint Just. Terror que considera «humanista» frente al de los nazis porque expresa el entusiasmo y la explosión utópica de la imaginación política. Zizek cancela la realidad cuando el pensamiento es de izquierdas y el objetivo es la «igualibertad» como lo expresa Althusser. Así, la diferencia entre el Gulag estalinista y el campo nazi es la misma que hay entre civilización y barbarie. Consciente Scruton de que él mismo está resultando negativo, se propone ofrecer una respuesta alternativa a la nada izquierdista.

¿QUÉ ES LO CORRECTO?

Scruton resume su posición en un último capítulo quejándose de que los pensadores de izquierdas envían al rincón de la derecha a todo aquel que no piensa como ellos. Lugar en el que son desacreditados. Sin embargo él cree que términos como «emancipación», «igualdad» y «justicia social» no son sujetos a un examen serio. Cuando Adorno descubre que la alternativa al capitalismo es la utopía, en realidad está diciendo que no hay alternativa, aún cuando la utopía se describa como una «situación ideal de habla» como hace Habermas o «procedimientos genéricos (arte, política, amor y ciencia)» como dice Badiou. Descripciones de la nada. Una fe ciega arrastra al radical de izquierda a la lucha por la lucha, porque cualquier destrucción conduce a la meta. Un salto al reino de los fines sin tener en cuenta la realidad. No se trabaja para definir tal reino y se prefiere entrar en la oscuridad de un régimen tiránico antes que ceder en su intenciones morales. Sin embargo la historia muestra cómo la búsqueda de la radical igualdad produce un mundo desigual y cruel. Ocurre lo mismo en la guerra intelectual que Gramsci propuso y aún hoy se libra. Una guerra de sofá en la que «el trabajo de la negatividad» barre la cultura heredada. Una nueva cultura que deja el poso del relativismo de Rorty y la enemistad de Said. Además de una esforzada corrección política que coarta la literatura a consecuencia de los residuales signos de racismo, sexismo, imperialismo o colonialismo.

Scruton consciente de su propia negatividad en su acerba crítica considera un deber dar una solución. Para ello hace primero un resumen del ataque intelectual de los pensadores de izquierdas. El ataque empieza sobre el lenguaje como parte de una estrategia de largo alcance para poner el poder y la dominación en el primer lugar de la agenda política, desacreditando el modo tradicional de mantener relaciones mediante la búsqueda de acuerdos. El nuevo lenguaje de la izquierda es una poderosa herramienta porque desplaza lo que hay y describe una realidad supuesta alternativa. La lista es larga: Marx con «fuerzas materiales», «relaciones antagónicas de producción» y la «superestructura ideológica»; Foucault con «episteme» y la «estructura de dominación»; Badiou con su «conjuntos genéricos», y «procedimientos verdaderos»;  Althusser con los»aparato ideológico del estado»; Lacan y Zizek con sus «gran Otro» y Lukács con su «reificación» y el «fetichismo de la mercancía» tratan de confundir el común entendimiento humano. Así se pone el mundo social a alcance de la política. Un lenguaje que nos lleva a pensar que no hay solución a nuestros problemas si no es con la destrucción total de lo que hay.

Scruton piensa que la gran tarea de la derecha es, por tanto, rescatar el lenguaje de la política para poner a nuestro alcance lo que ha sido alejado por el neolenguaje de la izquierda. Con el lenguaje recuperado es posible responder al desafío evitando las dicotomías izquierda/derecha, progresista/reaccionario o conmigo/contra mí. Las dos acusaciones principales son: que la sociedad capitalista está fundada en el poder y la dominación y que capitalismo significa «cosificación», la reducción de las personas a cosas. La respuesta de Scruton es que «capitalismo» es, en muchos de sus usos, un invento de la izquierda. Así se sugiere la existencia de una teoría y una estrategia para reemplazarlo, pero no existe, dice Scruton, desde el momento en que se sigue nombrando así, tanto los períodos de laissez-faire, como el estado del bienestar, el incremento de la movilidad social o las operaciones para que la gente común fuera dueña de sus casas. Sin embargo, hay un lenguaje que permite descripciones reales. La gente en nuestras sociedades es propietaria de cosas, incluido su puesto de trabajo y puede comerciar libremente con otros. Pueden comprar, vender, acumular, ahorrar, compartir y dar. Puede disfrutar aquello que le permita su trabajo y puede elegir no hacer nada y, aún así, sobrevivir. Se puede eliminar la libertad de comprar y vender; se puede obligar a la gente a trabajar en cosas que no aceptaría libremente; se puede confiscar las propiedades o prohibir esta o aquella forma de propiedad, pero si esa es la alternativa al capitalismo no hay otra alternativa que la esclavitud. La condición real de la sociedad es aquella en la que los límites se establecen por acuerdos y está presente la rivalidad y la competición. No hay sociedad que pueda trascender estas realidad humanas. El gusano de la dominación reside en el corazón del ser humano y todo intento de superarla es el intento de destruirlo.

Nuestra preocupación como seres políticos debería ser, no abolir el poder que mantiene a nuestras sociedades unidas, pero sí mitigar su ejercicio. No debemos tener el propósito de un mundo sin poder, sino de un mundo donde el poder es consensuado y los conflictos son resueltos de acuerdo a una concepción compartida de la justicia. Así los liberales americanos comparten con los izquierdistas franceses su rechazo a la dominación, pero distinguen la importancia de mantener la instituciones, que son necesarias para sus propósitos, y que la ideología no es un substituto del paciente trabajo de la ley. No se puede proponer la destrucción de las instituciones sin una detallada descripción de las que han de sustituirlas en el futuro. Es impensable una sociedad sin instituciones y leyes.

Kant nos dice que el ser humano es un fin en sí mismo y Hegel apela a nuestra realización como sujetos libres frente a los objetos. Aristóteles argumenta que debemos controlar nuestros apetitos para que la virtud triunfe sobre el vicio y Oscar Wilde distingue entre cosas con valor y cosas con precio. Es decir, fines/medios, sujeto/objetos, virtud/vicio, valor/precio son los polos de nuestra libertad o nuestra esclavitud. Respetar a la humanidad es elevar al sujeto humano sobre el mundo de los objetos hasta un reino de elecciones responsables. Y desde ahí, como hemos aprendido de los mitos fundacionales de nuestra cultura, el hombre puede caer al mundo de los objetos y ser, el mismo, un objeto. El mercado existe precisamente porque los objetos son objetos de deseo y son intercambiables. Pero las cosas que realmente nos interesan, como el sexo y el amor no pueden ser objeto de comercio. Hacerlo es extraerles su esencia humana, lo que se sabe y ha sido advertido desde el principio de los tiempos. Las cosas con valor premian su búsqueda en forma raramente predecible, por su capacidad de llenar nuestras vidas, lo que no pueden hacer sus sustitutos. Superar las tentaciones es nuestra tarea espiritual. Ningún sistema político, ni orden económico, ni dictadura desde arriba puede reemplazar la disciplina moral que cada uno debe afrontar si queremos vivir en un mundo materialmente abundante sin comprometer, sin poner en venta, lo que es más querido para nosotros: el amor, la moralidad, la belleza y el mismo Dios, añade Scruton, cuya conclusión es que nuestro cambio no es una cuestión política. En nuestra mano está no ser una «máquina deseante» de Deleuze y Guattari. Estos cambios no vienen, dice Scruton, de la política, sino de la religión y la cultura.

Pero Scruton es consciente de que la gente, hoy en día, está perdida en placeres adictivos y que los negocios están dedicados a la fabricación de deseos artificiales y que el kitsch y los clichés han bloqueado los canales de comunicación como no había ocurrido hasta ahora, pero Scruton no ve otra solución que la «conversión» personal y la espontaneidad social organizándose. El estado no puede hacerse cargo de toda la complejidad asociativa que la sociedad puede generar y sustituirla por burocracia. En la angloesfera se pueden crear todo tipo de clubes y asociaciones sin permiso gubernamental. Gracias a ello la presencia política se suaviza y la sociedad se protege de cualquier tipo de dictadura. Además la ley no está al alcance del gobierno y sus necesidades coyunturales y los jueces actúan al margen de los intereses políticos. Son formas de tener opciones y, una vez elegido, de vivir en entornos amigables que permiten disfrutar de herencias colectivas y adquirir un sentido de pertenencia como miembros dando significado a los propios actos. En esto, piensa Scruton, consiste la civilización. Su ausencia en estados socialistas y paternalistas se explica porque son un obstáculo a la pretensión de total igualdad que persiguen, porque las asociaciones civiles son la discriminación y jerarquía en sí mismas.

Finalmente considera necesario asociar a los agentes la responsabilidad por sus actos. Abolir la responsabilidad y rendimiento de cuentas garantiza el uso despótico del poder, como pone de manifiesto a pequeña escala las defensas corporativas y a ultranza de los fallos y sus autores en algunas instituciones con poder, incluso en sociedades democráticas. La primera víctima de la impunidad es la propia ley, que deja de ser refugio de la ejemplaridad. Sin respeto por la ley no se puede garantizar la libertad política. La izquierda considera a la igualdad un a priori que no necesita discusión ni demostración alguna, lo que nos coloca en el terreno religioso, en el de la fe. Defender la realidad es complicado cuando la fe aparece en el horizonte con su aura de absoluto. Como dice Zizek, la realidad es una ilusión y quien la defiende no existe.

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