El otro día me sorprendí diciéndole a un amigo que me he considerado siempre un hombre de izquierdas. Luego pensé que si me hubiera preguntado por qué, tendría que haber hecho unas precisiones que no estoy seguro de haber tenido preparadas. Es decir, lo que vagamente quería decir es que he estado instalado en una conciencia de proximidad a los problemas del mundo desde el lado virtual de la gente más desfavorecida, tanto en mi país, como en el conjunto del planeta. Aunque soy consciente de que, por haber vivido en una de las cinco primeras economías de Europa pertenezco a un grupo de privilegiados por la historia y por la propia trayectoria. Es decir, formo parte de un 16 % de clase media-media en el área Europea, que supone aproximadamente un 7,7 % de la población adulta mundial. Por eso, no me he quejado nunca de mi suerte, a pesar de que los que sufren porque nunca tienen bastante, braman o se corrompen por el hecho de no pertenecer a ese mítico 1 % que posee la mitad de la riqueza mundial. El problema principal, es obvio, está, por contraste, en esos casi 6.000 millones de personas que apenas sobreviven en un pozo oscuro de necesidades elementales relativas a la comida y la salud, no digamos al conocimiento. Pero no estoy seguro de que esas vaguedades autoricen el comentario, por lo que me he permitido esta reflexión.
Por una parte, odiar la guerra, el mal uso del poder, la codicia y, desde luego el delito asociado al tráfico de armas, de almas y estupefacientes será un sentimiento seguramente compartido con gente que se dice de derechas, por tanto no ayuda a precisar. Tampoco ayuda el amar tanto el arte clásico como el moderno, si hacemos excepción de las formas más esperpénticas y oportunistas de algunas de sus manifestaciones, pues la adscripción política, y ni siquiera la maldad, ha sido nunca corregida o afectada por los gustos estéticos. Por eso, a continuación, busco detalles que me ayuden a comprender si acierto o no en mi auto-etiquetado. Etiquetado que tiene su origen en una anécdota histórica en la Francia revolucionaria, pero que espero que con el tiempo sea innecesario porque seamos más sutiles unos y otros.
Socialmente estoy en contra de la pena de muerte, a favor de la despenalización de la satisfacción del deseo en el ámbito particular, sea cual sea la modalidad, siempre que no implique el sufrimiento o la quiebra de la voluntad de segundos o terceros. Estoy a favor del matrimonio homosexual y las políticas de género que dignifiquen a aquellas personas cuya morfología biológica no se corresponda con su mente. Aunque tengo dudas sobre que el mejor modo de acabar con el problema de los hijos no deseados sea el aborto. No parece que la sociedad tenga resuelto el complejo asunto y, mientras no lleguen esas soluciones, debe prevalecer el derecho de la mujer a renunciar a seguir con el embarazo. No creo en el amor universal, pero sí en el amor particular, la amabilidad vecinal y el tacto social, virtudes todas que se ponen de manifiesto cuando se dialoga porque reduce las probabilidades de que se impongan las abstracciones ideológicas y esa enfermedad social que es el fanatismo. Costato las ventajas de la identidad cultural superficial (territorio, lengua, costumbres), por su capacidad de hacer el mundo más amable. Pero percibo el carácter fundamental, para el encuentro del ser humano con cualquiera de sus congéneres, de la universalidad cultural profunda (música, literatura, arte) por su capacidad de interpretar lo que de universal y trágico hay en nosotros. La primera no puede ser excusa para la exclusión identitaria, racial o religiosa y, la segunda, no debe ser pretexto para la homogeneidad descolorida. Ambas juntas pueden converger, en quien las acepte, cubriendo el hambre de pertenencia con la necesidad de trascender la propia condición.
Políticamente, he tenido la fortuna de vivir en una época en la que no creo que haya que discutir que los golpes de estado sean legítimos. Ya sean con el objetivo de imponer violentamente el orden convencional y la explotación o la persecución de minorías o sea para eliminar ese orden mediante una revolución violenta. Las sociedades evolucionan sin necesidad de conmocionar la vida a pesar de las resistencias que puedan imponer los conformistas o los acelerones que pretendan imponer los impacientes. La violencia ha acompañado a las sociedades desde el origen, pero eso no les proporciona ni un ápice de legitimidad, ni siquiera de eficacia a largo plazo. La democracia representativa es el mejor instrumento conocido para administrar las concepciones ideológicas diversas. Por eso, debe ser cuidada para evitar que las diferencias de visión del mundo den lugar a una discusión social agria, que ofenda y conduzca a la violencia y, por el contrario, se imponga la paciencia, la comprensión hermenéutica del que tenemos enfrente que nos discute no por mala fe, sino por convicción. Para eso es necesaria una formación generalizada en las estructuras argumentales para evitar que la mentira y la manipulación se impongan. Creo que el complemento necesario de la democracia es el estado de derecho como fórmula para que la convivencia en todos los niveles sea posible. Democracia y leyes deben encontrar el modo de armonizar la voluntad ciudadana con la estabilidad necesaria de las normas que debe regir la actividad de una sociedad. Ni el voto puede ejercerse fuera del legítimo consenso previo que encarna la ley, ni la ley puede convertirse en un obstáculo inamovible para que se materialicen los cambios sociales consolidados. A la hora de los cambios el statu quo debe tener más peso por su demostrado, si es el caso, buen servicio prestado a la misma sociedad en la que bulle la idea de cambio, pero todavía encarnado en minorías no sustanciales. En el ámbito internacional creo necesario que las naciones históricas como España y estados consolidados se asocien en unidades mayores para afrontar desafíos nuevos. Creo que se está descuidando el fomento de la creación de una conciencia europea transnacional, aunque iniciativas como el programa Erasmus y la movilidad profesional la favorecen, porque es legítimo sentir un orgullo de pertenencia a un área socio-política tan llena de méritos históricos y culturales como es Europa, antes que a zonas caracterizadas por valores diferentes. Todo ello sin perder los rasgos nacionales, pues el ser humano es capaz de ser atravesado armoniosamente por muchas líneas culturales y emotivas.
Económicamente creo que la capacidad de producir bienes y el modo de intercambiarlos más natural es el del libre mercado, como siempre ha ocurrido desde que las sociedades adquirieron un determinado nivel de complejidad. Las fórmulas que se han concebido en gabinetes y se ha impuesto por la violencia han fracasado y deben ir al museo (algunas al de los horrores). Otra cosa es cómo distribuye la humanidad los bienes que resulten de esa capacidad productiva. Pocas cosas se consiguen sólo con trabajo y menos todavía con sólo capital. Históricamente ha hecho falta una idea (talento), muchas manos y cabezas (trabajo) y dinero para pagar mientras llegaban los resultados (capital). En el futuro puede que desaparezca el trabajo manual gracias a los robots, pero seguirá haciendo falta el trabajo social: el que nos prestamos unos a otros y, desde luego, seguirá haciendo falta dinero, aunque sea en formatos virtuales, con lo que se verá mejor su naturaleza de síntesis de la triada productiva y materia esencial para emprender los nuevos proyectos. No creo que se pueda generar un circuito capital – robótica ensimismado, porque se necesita compradores para lo producido. Llegue o no llegue ese momento a niveles de generalización influyentes, la producción de la humanidad debe ser compartida por la humanidad. Pero hay que admitir que la necesidad de gestionar lo complejo requiere de gestores que siempre tendrán recompensa desigual porque es el único modo de que alguien afronte esa tarea, que no debe ser agradable cuando se requiere la compensación económica altamente diferenciada para que se lleve a cabo. Pero, también creo que hay que poner límite fiscal a determinadas acumulaciones obscenas de riqueza. Una sociedad con espíritu indolente fracasará siempre. La ambición es la forma humana de la energía diferencial que mueve el mundo. El equilibrio se encontrará cuando el más desgraciado de los seres humanos no padezca ni hambre, ni enfermedad, ni ignorancia no deseada, pero el resto ha de ganárselo por la vías legales que se establezcan. Al tiempo, el que decida emprender la carrera de la ambición, debe hacerlo cumpliendo igualmente las reglas. En resumen: estoy a favor de un estado social humanamente dimensionado, pero no de la subvención de la pereza. A favor de la salud universal, pero no de la frivolidad generalizada. Obviamente el equilibrio, de momento, sólo puede llegar por la vía fiscal y, ahí, se retrata un gobierno. La lucha actual entre las posiciones libertarias y las sociales es crucial y creo que las dos se frotarán para encontrar fórmulas que hagan posible la paz social, de una parte, y la capacidad de emprender grandes proyectos surgidos de la audacia privada, de otra.
En resumen, hechas estas precisiones, que, en realidad es un intento de no ser etiquetado, estoy a la búsqueda de una más sutil comprensión de los males que nos aquejan estudiando autores de ambos lados del cauce por el que discurre el drama humano. Busco invariantes y justificación para las variaciones. Me someto al duro ejercicio de confrontar lo prejuicios que haya podido acumular, por la distracción que la vida profesional me ha producido legítimamente, con las ideas de otros. Me alejo de la mala fe y frecuento autores que me parecen honestos en sus reflexiones, lo que se percibe en su capacidad de modular sus posiciones de partida. No elijo en función del campo al que, de forma más o menos intencionada, estén adscritos, sino porque su lectura pruebe que están en la misma lucha de encontrar la verdad en la maraña cognitiva en que lo previamente escrito y experimentado se ha convertido, tras siglos de búsqueda.
Creo que, como jubilado, me he ganado mi pensión tras 45 años, pero también creo que no puedo compensar mejor a la sociedad que hace el esfuerzo de pagarla, en un mundo tan económicamente frágil, que explorando modestamente y sin garantías de éxito, la parte que creo que puede estar a mi alcance del universo de los problemas cognitivos, morales y estéticos de nuestro mundo. Al final espero encontrar una posición que no necesite de esta polaridad, que precisamente la izquierda intelectual posmoderna debería haber rechazado por pertenecer a la metafísica dualistas que se discute en sus textos. Por eso mismo, creo que, más que etiquetarnos, deberíamos ser juzgados por nuestras opiniones, posiciones y acciones, que son todas complejas. En todo caso, seguiré leyendo, o escuchando cuando me fallen los ojos, buscando claves, aunque creo que hay algo que tengo claro desde antes de aprender a leer, y es que ha merecido la pena vivir.