JUSTIFICACIÓN
Este artículo está escrito de memoria… con las excepción de los nombres con muchas consonantes que he consultado en Internet. Este artículo no tienen cifras porque es un balance amoroso con ese fenómeno que llamamos música. No voy a hablar de bandas sonoras de la vida ni cosas de ese pelaje, advierto. Este artículo está escrito así porque quiero explorar lo que queda en mi memoria del goce estético que me produce la ondulación premeditada del aire que provoca la vibración:
- de cuerdas golpeadas por martillos en el piano o frotadas con el arco en los violines, violas y chelos o pellizcadas con los dedos en la guitarra y el arpa;
- de membranas deformadas por una maza en los timbales;
- de tubos que retan al viento de los pulmones del intérprete a que busque la salida en medio de continuos cambios en la posición de los obstáculos, tubos que llamamos tubas si el aire quiere moverse en espiral, trompetas y trombones si queremos que lo hagan de forma rectilínea; clarinetes, oboes y flautas, si queremos que el aire sea acariciado por la dulce madera en vez del frío metal,
- Y, en fin, lo más cruel para el aire: cuando lo aplastamos bruscamente entre dos finos platillos metálicos.
Pero, el aire también se ondula cuando las cuerdas vocales vibran a las órdenes de un cerebro humano dotado de ese regalo que es la capacidad, primero, de conectar con el ritmo del universo y, después, alterar la amplitud de la onda para que el oído sea suavemente retado por una secuencia de diferencias que llamamos melodía y que tanto placer puede llegar a producir (Creo que me ha salido una frase un poco larga y espesa para decir, en definitiva, que me gusta la voz humana).
No tengo una teoría sobre la música, ni recuerdo siempre titulos o interpretes. Hago lo que puedo porque, a veces, parece que tener los metadatos de una composición te permite hacerla más tuya. Sólo estoy en posesión de un marco general a base de lecturas y una colección de 100 CDs de la Deutsche Grammophon de hace cuarenta años en la que los grandes compositores aparecen en orden cronológico. De modo, que con paciencia (lo hice una vez) aprecias la asombrosa evolución de la música desde Monteverdi a Berstein. El resto son viajes privilegiados, cadenas musicales, una colección de discos de vinilo heredada, un abono del auditorio de Murcia en lo buenos tiempos, radio clásica, spotify y youtube.
Me son especialmente divertido los períodos preparatorios de ensayo de conciertos. Internet está lleno de vídeos en los que artistas de gran nivel se muestran familiares, sin maquillajes, ni trajes de emperatriz o de húsar. Son momentos donde los seres normales comprobamos el absoluto dominio de la voz o del instrumento, interrumpiendo aquí o allá y empezando de nuevo en cualquier compás de la partitura, que suelen tener delante mostrando la complejidad de su lenguaje. Recuerdo que en Salzburgo miré la partitura que iba a usar unos minutos después Riccardo Muti para dirigir la orquesta en la ópera de Mozart La Flauta Mágica en el Grosses Festspielhaus de Salzburgo y fui consciente de que nunca accedería a ese universo porque el azar genético no me había dotado de la llave para entrar. Pero, del mismo modo que no todos podemos hacer leyes y, sin embargo, sabemos si son justas o no, podemos disfrutar de la música porque el resultado final, sea cual sea su complejidad estructural, es lo que cuenta para el ser humano corriente. Siguiendo con los ensayos, siempre me ha impresionado cuando el director en mangas de camisa dice «empezamos en tal compas» y cien maestros empiezan de forma simultánea a un gesto. Recuerdo a Solti marcando con los dedos el compás sobre un piano mientras un cantante actuaba. Con especial simpatía las risas interrumpidas por melodías fantásticas salidas de la voz de Kathleen Battle o de la trompeta barroca de Marsalis, los dos tan jóvenes y frescos preparando su extraordinario dueto de Haydn. En fin, en fin…


Es raro que no tuviera puesta música cuando estaba en el trabajo o la tenga cuando estoy en casa, ya sea leyendo o escribiendo o simplemente cautivado por el placer de mecerme adormilado. Me refiero a música seleccionada por mí, no a la que suena en radios o televisiones obviamente. Suelo escuchar música clásica por la mañana y por la tarde, y música de Jazz por la noche, o al revés sin dogmatismos. Me encantan los crooner, tanto hombres como mujeres
LA MÚSICA y MÚSICOS
Tengo tendencia a la tonalidad menor, pero la tonalidad mayor también tiene eco en mi alma. Depende del momento. Es muy personal. En general, no me gustan los recitales en lo que se selecciona lo más lírico de distintas composiciones. Aunque tengo que reconocer que en verano en centro Europa se organizan verdaderas joyas musicales para aficionados. Me gusta el guión completo de un concierto, una historia, un relato completo, bien formal con los Allegros, Andantes, Largos y Adagios o bien episódico como en las óperas u operetas. Porque, cuando me pongo sentimental, las opereta y los musicales vienen muy bien (Show Boat, por ejemplo). Repasando la música que me gusta, que no tiene mucho de original, me acuerdo, en orden cronológico y con la ambigüedad propia de los agujeros previsibles, de:
- Monteverdi y sus madrigales bellísimos en su ingenuidad… ingenuos en su belleza. La elegancia dolorosa del Stabat Mater de Pergolesi.
- La Pasión según San Mateo y según San Juan. Ésta última, a veces, se interpreta sin descanso, lo que, en una ocasión casi me deja en la calle, porque llegué tarde de un viaje. Afortunadamente, pude convencer a la responsable del disgusto que me llevaba y me metió en un palco en medio de un tutti.
- El mundo ordenado de Hynd y su Farewell o la extraordinaria nº 100
- El mundo ligero «como pompas de jabón» de Mozart hasta que la muerte lo acecha y encuentra con treinta y pocos años la negrura brillante de su Requiem. Qué suerte la nuestra de tener a disposición La Clemencia de Tito, La Flauta Mágica (para mí la más gozosa y completa), Cosi fan tutte, Figaro… donde se ve que los cantantes disfrutan al interpretar tan maravillosas melodías (Sueve sei il vento).
- La delicada y tormentosa música de Beethoven, desde La Pastoral a la inmortal Novena. Su concierto para violín es mágico y su concierto para piano nº 5 Emperador es una garantía de que ha cambiado uno de siglo en la evolución musical.
- El siglo XIX con las sinfonía de Mendelssohn, en una de las cuales, la cuarta, el segundo movimiento tiene ecos del Suspiros de España, mire usted por donde. Sigo con la capacidad descriptiva de Debussy o la seriedad formal de Brahms. Las óperas italianas de Verdi, Bellini, Rossini, Mascagni, Puccini… el preludio de Tristán e Isolda de Wagner… Tchaikovsky.
- El siglo XX con la más bella música para la muerte, de Strauss, con sus Cuatro últimas canciones y, en especial, El Crepúsculo Morado; la más solemne de Elgar con Enigma; la más bucólica de William Vaughan con el Ascenso de la Alondra; la más épica de Ferde Grofé con La Suite del Gran Cañón; la tragicomedia de Bernstein con West Side Story o la delicadeza del Schoenberg del pre dodecafonismo con La Noche Transfigurada. Rusalka de Dvorak, Peer Gynt de Grieg… Pero, también, la alegría de los primeros Beatles, la fuerza de los Rolling Stone y el Boss o las novedades de Philip Glass, Tubular Bell o Santana. La dulzura de Norah Jones, el clasicismo de Diana Krall o la voz de neón de Frank Sinatra en Fly me to the Moon o el terciopelo de Tony Bennet en Body and Soul con la gran voz perdida de Amy Winehouse; la trompeta y la voz cascada de Chet Baker con My Funny Valentine o la inconfundible de Ella Fitzgerald. También me apunto a la música nostálgica y evocadora de grandes epopeyas de Claude-Michel Schönberg en Los Miserables o de Frederick Loewe en la deliciosa My fair Lady.

En fin, me queda memoria, pero no papel, pues como se ha visto, en cuestión de música soy un pánfilo (el que todo lo ama).
EL CONCIERTO
Hoy en día, la capacidad de reproducción de la música a bajos precios o, incluso, gratis tiene una potencia asombrosa. Todo un universo de música está esperando a su melómano. Pero, no hay nada como estar en el sitio, allí donde se interpreta delante tuya la pieza y estás en vilo asombrado de que no se produzca algún fallo en medio de tanta complejidad dinámica, al menos, hasta donde yo puedo advertir. Salvo piezas muy conocidas o finales apoteósicos evidentes, nunca sé cuándo termina una pieza por falta de memoria musical, por lo que espero a que los melómanos se lancen. Sí estoy seguro de que en las pausas entre movimientos no se debe aplaudir. En algunos conciertos hay estudiantes y profesores de los conservatorios locales que son una gran ayuda para el resto de oyentes. Yo me sumerjo en la atmósfera musical y disfruto. Nunca he advertido ningún fallo, supongo que porque mi umbral de fallo es muy bajo. Esto me recuerda el único chiste que conozco sobre música, del que voy a dar una versión light;
Un oyente en un concierto grita, harto de los fallos de uno de los maestros: -¡Violinista eres un imbécil!. El director indignado para el concierto y se vuelve rojo de ira hacia el auditorio y grita a punto de una apoplejía: –¿Quién ha llamado violinista a este imbécil?
Siempre disfruto y padezco con los bises. Disfruto porque suelen ser composiciones de gran impacto y virtuosismo para el solista o el conjunto de la orquesta para agradecer el entusiasmo del público, pero como no está en el programa «no conozco» en muchos casos la pieza. Si tengo cerca uno de los alumnos o profesores del conservatorio, les pregunto, pero no siempre ocurre. Ya digo, saber sobre la composición me ayuda a disfrutar de esa maravilla que interpela a mi cerebro pasando por mi torpe oído.
Siempre salgo satisfecho de las salas de concierto. Aunque tengo que confesar que la única vez que estuve en el Mozarteum de Salzburgo, entré por primera vez en este hogar de la música sin preguntar por el programa y me encontré con un concierto de música de vanguardia que no pude soportar por su carácter duro, áspero, sin concesión alguna al auditorio no erudito, que no estaba dispuesto a disfrutar con el dolor. La mitad de los presentes dejamos la sala en el descanso. Seguí su itinerario y fuimos juntos a la representación de La Flauta Mágica esa misma tarde. Nadie se fue en el descanso.
De los conciertos me gusta escuchar el bullicio musical de la orquesta mientras afinan con la nota LA (creo) que da el oboe (creo). También el silencio que precede a la salida del director. Me impresiona que el director haga un gesto enigmático y aquella locura de notas empieza sin preámbulo, sin introducción, sin aviso casi. Hay directores exuberantes y otros más discretos. Algunos se mueven con gracia y otros se mueve. Pero todos consiguen transmitir la seguridad de que los profesores están siguiendo sus indicaciones. Y entonces, yo me relajo y dejo que él se ocupe. He visto a grandes directores como Previn, Gardiner o Muti y grandes solistas, como la violinista Anne Marie Mute, el bajo René Pape como Sarastro, a Rostropovich y a Narciso Yepes…
Qué bellos son los instrumentos, qué raros si no se piensa en su función. Ese fagot, el saxo, lo que llaman batería, las escobillas, la cenesta, el arpa, el piccolo, la guitarra… en fin, todos son muy raros, si no fuera porque son canales eficaces para encontrar timbres nuevos y hermosos. Madera, acero, bronce, piel… a Bach le gustaban mucho los timbales. En fin, una goce plástico, además. ¡qué delicadeza en el violín!, ¡qué brusquedad en la guitarra eléctrica!
LOS PALACIOS DE LA MÚSICA
He tenido la fortuna de ser un habitante de la llamada clase media-media y por tanto de poder conocer salas de concierto maravillosas en Múnich, Londres, Salzburgo, Viena Berlín y Murcia. En el caso de Salzburgo fue un viaje premeditado con motivo del 250 aniversario del nacimiento de Mozart. Disfrutamos de un recital en Viena, en una sala del Palacio Imperial. Algo así como el concierto de año nuevo, pero en septiembre. Pero la gozada fueron los días de estancia en Salzburgo durante la celebración del aniversario. Una ciudad impregnada de música desde el río al palacio del obispo en la cumbre. Un concierto y dos óperas fue nuestro trofeo. El palacio del festival era el Grosse Festspielhaus con un escenario de por los menos 50 metros de ancho, en el que eran posibles todos los montajes y decorados. Pues bien, mi amigo Rafael y yo en la fila 5 a 8 metros de Muti y su orquesta filarmónica de Viena y a unos 12 metros del borde del escenario, fuimos transportados al universo Mozart sin anestesia. Mucho japonés y mucho rico en smoking que se bajaron en la puerta de decenas de Audis puestos por la organización del festival para los VIPs. Nada de eso perturbó la experiencia. Desde el escenario se desprendían cadenas de melodías en solos, dúos y cuartetos absolutamente excelsos. Cadenas que nos ataron al asiento durante el tiempo fugaz que psicológicamente duró la representación. Por no morir de sobredosis sólo fuimos a dos óperas: El Fan Tutte y la Flauta para los amigos.




Al placer estético, en general, se le llama fruición, tiene componentes corporales que he experimentado en escasas situaciones, pues la música, si se quiere que movilice todas tus hormonas, no se puede escuchar de forma desatenta. Es necesario que el fenómeno físico se le adhieran imágenes e ideas para hacer un todo, una experiencia holística que produce efectos opiáceos sobre el conjunto de tu cuerpo. Pasa pocas veces y no siempre en la sala de conciertos. Quizá es mejor en casa, aunque la orquesta no quepa en el salón, para no montar números en la butaca del auditorio.
Desgraciadamente, no habito el planeta de la música, pero lo puedo ver en toda su luminosidad desde el mío. Lamento que, cuando en el Cumpleaños Feliz se llega a «… te deseamos todos…«, desafino y, además, no llego, pero me alegro de que, a pesar de estas limitaciones, pueda disfrutar tanto de los resultados de la actividad de sus privilegiados habitantes.
PD.- Mientras he redactado este artículo ha sonado El Mar de Debussy, el concierto para violonchelo, opus 104 de Dvorak, interpretado por Rostropovich, la Escocesa de Mendelssohn y un álbum de Norah Jones hasta el final.