10 Jun 2012
En 1944 se estrenó una película de Cukor con Charles Boyer e Ingrid Bergman que se llamó «Gaslight», en castellano «Luz de gas». El título se convirtió en los últimos años en una expresión «hacer luz de gas», que pasará a los libros de dichos populares. Su significado se corresponde con el propósito del asesino de la película que era volver loca a su bella esposa haciéndole creer que era mentira lo que era verdad a base de manipular la iluminación de la casa que, obviamente, era de gas.
Pues bien, ahora nuestros políticos practican con nosotros lo mismo pero elevado a la enésima potencia. En efecto, nuestro político sabe que lo nos dice es falso, pero también sabe que nosotros sabemos que es falso (lo que ni Charles ni Ingrid sabían). Pero, la cosa no acaba aquí. Además, el político cree que, a pesar de esa transparencia de las mentiras, cuando sale al atril público es mejor para él insistir en la mentira, confiado en que el torbellino de acontecimientos permitirá que sus mentiras se olviden pronto o que, en su caso, el contraste entre lo que dijo y lo que hizo sea visto como se mira una foto sepia, con conmiseración y nostalgia. Desde luego ninguno, ninguno, ni de extremo centro, centrado extremo es capaz de disfrutar de los sentimientos asociados a decir la verdad responsable. Ninguno es capaz de transmitir empatía, cercanía, compasión con los perjudicados. Ninguno es capaz de mostrar dureza con los descarados ladrones sin pasamontañas. ¿De verdad creen que llamar «desaceleración» al abismo generado en 2008 o «línea de financiación» a los 100.000 millones de euros puestos para que un país con dirigentes irresponsables (en todos los niveles: políticos, sindicalistas, financieros,…) se eche un nudo más de la cuerda al cuello?. Supongo que siguen la técnica de los esbirros de Linch, cuya serie de nudos en la cuerda, rompía rápidamente el cuello del ahorcado «para que no sufriera». Nuestros dirigentes no se dan cuenta de que los efectos benéficos de la educación que han propiciado en los últimos y democrática años un ciudadano que no es idiota. Que se da cuenta del perverso juego, pero que cae en la melancolía y la pasividad por su alto grado de despiste producido por el potente sistema de entretenimiento electrónico y teleinformático.