07 Abr 2012
El que mejor definió el período que se ha denominado postmodernidad fue el filósofo francés Jean François Lyotard. Él decía que se había acabado el tiempo de los grandes relatos. Un ejemplo de Gran Relato es el de la Patria en España o el de la Libertad en USA o el Libro Rojo de Mao, pongamos por caso. Sin embargo, a pesar de las señales de que se ha acabado la modernidad, entendida como el período de la racionalidad, cuyo mejor momento fue el siglo XVIII con los ilustrados, se pide una y otra vez un relato que haga aceptable el sacrificio a los ciudadanos para que puedan soportar la salida de la crisis económica. Los que eso piden quieren que alguien con autoridad, en tiempos de descrédito del yo y su autoridad, salga y diga los que hay que decir (parafraseando al gran pensador Mariano Rajoy). Pues bien NO HAY NADIE. Y no porque no haya nada que decir, sino porque da vergüenza decirlo.
En 1996 Aznar llega al gobierno sucediendo a Felipe González, Era un frío día de marzo cuando la espuma sucia de los roldanes expulsa al presidente que había sabido hacer la reconversión industrial, pero que toleró el GAL. El nuevo presidente anunció que estaría sólo ocho años y debió pensar que con ese tiempo sería suficiente para que no se le olvidara. Es decir un presidente que sólo quería ganar unas elecciones. Era una buena noticia, pero ahora, en nuestro relato sabemos el porqué. Su plan era crear una era de prosperidad inimaginable en nuestro país que lo convirtiera en José María el Próspero. Pero, echando un vistazo a la productividad española no había modo, no podía subirle el sueldo a los españoles por lo que decidió endeudarlos. ¿Con qué mecanismo? Con una burbuja inmobiliaria, por eso liberalizó el suelo e inventó los convenios urbanísticos. El dinero vendría de las grandes bolsas de capital ocioso que el mundo había creado. Los bancos españoles empezaron a bombear dinero a comisión desde el presidente al último comercial y se produjeron nuestras propias sub-prime presionando a los tasadores para que valorasen hasta las casitas de madera de los niños. No podía estar más de ocho años, el marrón de la explosión se lo dejaba a Mariano, porque Rato se había dado ya cuenta de lo que se le podía venir encima. En estas, unos islamistas despistados (con su propio relato) producen la masacre y habilitan el triunfo de Zapatero. ¿Cómo sigue el relato? ¿Se acabaría el derroche a cuenta de los alemanes? ¿Volvería la austeridad de mano de los socialistas? «¡Sí claro!», pensó Zapatero, mientras recibía lecciones por las tardes del ministro Sevilla (en paz descanse). Ahora me toca a mí, se dijo Zapatero. «Voy a escribir el relato socialista». Y se puso con el dinero inmobiliario a despachar leyes sociales. Él también dejaría su marca indeleble. Y la dejó, porque para él quedó el oprobio de negar el final del ciclo malicioso de Aznar y comerse el marrón entero a empujones de Mérkeles ,Obamas (de él fue la última llamada) y Charcosíes. Tuvo, estoy convencido de que con una profunda vergüenza propia, que tragar sapos y, eso sí, con cara de saber que tenía que hacer lo que había que hacer empezó el duelo. ¿Y ahora qué? Pues el relato tendría que acabar bien, con los malos en el oprobio. Pero no, el relato se lo monta cada uno. Los socialistas olvidan el pasado y los populares de ahora no, hasta que ellos mismos lo tengan. Entre tanto lo recuerdan, pero la memoria no va más allá de 2004, no vaya a ser que José María les meta un bolígrafo en el canalillo. Por tanto, el relato acaba mal. No pagan ni los criminales, ni los inductores, ni los cómplices ni los encubridores. Pagan los testigos. Es decir, pagamos nosotros. Y para que lo hagamos con cara de patriotas que van felices al matadero necesitan un relato. Pero, ¿de dónde lo van a sacar? Sólo queda el cinismo mientras el lodo no llegue a nuestra puerta. Después, el silencio.