07 Ene 2012
Estaba Hernández viendo a su nieto jugar con la consola en la tele hipnotizado por el realismo de las imágenes, que representaban ciudades y personas con una nitidez y verosimilitud que los asombraban. Cuando se cansó de ver sangre en el cristal de la imaginaria cámara y miembros mutilados de supuestos enemigos se ensimismó pensando en sus tiempos de profesor de universidad. Inmediatamente le vino a la cabeza de forma deslumbrante una idea. Estaba claro, se dijo. Si todos los avances en simulación de circunstancias bélicas, generadoras de mutilación mental en forma de juegos estupidizantes, se aplicara a la educación el mundo sufriría una trasformación extraordinaria. Imaginó situaciones de aula en las que los alumnos afrontarían con dificultad creciente problemas reales con todos sus matices cuya superación exigiría el conocimiento significativo de las materias que darían soporte a sus decisiones (matemáticas, estadística, física…). De esta forma el actual barullo mental de los alumnos, incapaces de sintetizar toda la información que de forma tradicional se presenta, se convertiría en acción. Acción que le obligaría convertir conocimiento instrumental en conocimiento funcional con gran rapidez. Una revolución, se dijo Hernández. ¿Cómo es posible, se preguntó, que toda esa energía se esté dirigiendo, justamente, a lo contrario? El carácter seductor de la acción es aprovechado para estropear a nuestros niños en vez de para educarlos. Esta revolución se podría aplicar lo mismo a una ingeniería que para abordar problemas morales, que por cierto no debe estar ausentes en las ingenierías. La respuesta que imaginó le daría su cuñado economista es que estos programas de simulación educativa no tienen clientes. Qué pena, pensó, no «sufrir» un despido «estimulante» como el de Steve Jobs o Bloomberg con diez millones de dólares de indemnización para iniciar una aventura comercial que mereciera la pena como transformar la inteligencia en inteligencia en vez de estupidez. Enfadado se levantó y le quitó la consola a su nieto, que estaba en su crimen 23, lo que le daba acceso a Premium Extra Plus como asesino en serie. El niño, sorprendentemente, se volvió con serenidad y le dijo ¡gracias abuelo!. Hernández al oírlo se dio cuenta de que aún soñaba y aprovechó para representarse a la Michelle Pfeiffer de su época. Su nieto lo vio sonreír.