28 Ene 2012
Cuando se abrieron las puertas del metro en Tirso de Molina y lo vi entrar con su amplificador sobre un carrito de la compra, pensé en los de siempre: un mendigo cantando una canción desafinada para pedir unas monedas, o uno de esos que te avisa de que está allí «porque no quiere robar» con una mirada que lo desmiente. Pero no, era otra cosa. Tenía unos cuarenta años, recio (con el mismo ancho de hombros que de caderas), no muy alto. Puso la música y empezó al ritmo de cumbia a pedir alegría. ¡Alegría! en los tiempos que corren. Empezó a cantar de forma entonada, pero no se conformó con eso. Empezó a bailar y pidió que la gente de metro bailáramos con él. Las caras de los presentes eran un poema de miradas perdidas, incluida la mía. Pero su cara transmitía alegría y timidez al tiempo. Daba la sensación de estar venciendo un frenillo emocional en cada semifusa. Pero no dejaba de bailar con cierta gracia y, sobre todo, con convicción. Cuando levantaba los brazos al ritmo del cumbé se le veían los rotos y las manchas de sudor en el sobaco de su jersey. Llevaba tres piezas de lana, una encima de otra, porque no le llegaba para abrigo. Y seguía bailando y, de repente, el milagro. En Antón Martín, una chica se lanzó y después su novio. Al fondo un cuerpo empezó a moverse. Y como la ola en los estadios, el coche (los que íbamos dentro) empezó a bailar a su ritmo. Su cara brillaba, los zurcidos de sus pantalones reían, las manchas de su jersey lloraban de alegría, sus caderas estaban ya imparables. Feo como él solo, con rasgos andinos, con dientes negros pero con un brillo poderoso en sus ojos, el bailón entonó el últimos compás con los brazos arriba en señal de triunfo y empezó a recoger el fruto de su esfuerzo. Esa noche cenaría bien. Un aplauso cerró el acontecimiento y yo me bajé en Atocha-Renfe. Ahora estoy en mi casa paladeando una experiencia humana, demasiado humana (diría un financiero). Hay esperanza si el pobre se niega a ser muerto a manos de la tristeza fría de los perpetradores de su desgracia.