Ayer estuve en una residencia de ancianos, antes llamadas asilos, a visitar a un familiar. No es la primera vez, pero ayer los acontecimientos que tenía delante reclamaron mi atención.
El lugar es funcionalmente impecable. Está limpio y las cuidadoras y cuidadores son jóvenes, lo que puede ser debido a la tendencia a no emplear mayores de cuarenta años, pero, bueno, son jóvenes y sonríen continuamente. Van de blanco y muestran una enorme paciencia acompañando a los ancianos a su lento paso haciendo ejercicio o conduciéndolos hacia el comedor, la peluquería, las prácticas de canto o al psiquiatra. Los familiares son todos de una generación anterior, es decir, hijos o sobrinos que ya tiene cerca de sesenta años. No hay niños. Pero sí más mujeres que hombres. Ya dijo Jardiel Poncela que «lo único bueno de la muerte son las viudas» y el otro ingenioso español, Ramón Gómez de la Serna, dijo aquello de que «El español pasea al mismo tiempo con su mujer y con su viuda». Un poco tétrico pero se explica por dos razones: la tradicional diferencia de edad entre marido y mujer y la mayor esperanza de vida de las mujeres. No se ven matrimonios como en las fotos de publicidad de planes de jubilación.
Todo está en orden en el mundo 1, el mundo físico de Popper. En el mundo 3, el de las instituciones, también está bien, pues nuestra sociedad ha conseguido instituciones para acoger a la ancianidad de gran calidad. Pero, en el mundo 2, el de la psicología humana, todo es extraño: las miradas perdidas, las disputas absurdas por un sillón, las frases perdidas incomprensibles. También emergen las obsesiones, las conspiraciones que sólo residen en la mente de quien se queja. Las caras muestran la placidez que produce el Orfidal. Es la panacea para la ansiedad, ese monstruo que empieza a mostrar sus garras a los cincuenta y no suelta su presa, a veces, hasta la muerte. Susurros, fortaleza y también una profunda tristeza resignada por estar ya en la antesala de la muerte. En la planta baja unas voces cascadas cantan en coro un «Clavelitos» que trasluce los efectos de un viaje a la juventud, mientras dure la música. La piel casi transparente se pega a la calavera, pero las sonrisas todavía transforman el rostro cuando un recuerdo feliz se abre paso entre un entramado neuronal plagado de huecos que provocan la confusión ante un rostro o un nombre. ¿Tú quién eres? le pregunta una anciana a quien parece ser su hija. También emerge la procacidad, cuando las correas de lo correcto socialmente se sueltan a manos de la demencia senil. Es la hora de la merienda y empieza el desfile de sillas de ruedas y pasos vacilantes.
Los visitantes, que ya tienen su dosis de «memento mori», se van pensando que dentro de treinta años ellos ocuparan esos asientos para ver la tele sin ganas. En la salida, para contradecirme, dos ancianas leen con la cara pegada a un libro. Una lee en silencio, la otra susurra una poesía… y yo me voy dejando una reserva hecha.