06 Ene 2012
Hernández reposó su cabeza en el sillón, miró la cara de su nieto corriendo hacia los paquetes y cayó en un éxtasis que lo transportó a aquel día en que, en una aldea perdida del norte de Marrueco llamada Jemis, encontró un 6 de enero de 1957 aquel coche. Cuando le dijeron que podía encender sus faros, estuvo todo el día empujándole al tiempo, que para él era el enorme reloj despertador de la mesilla de noche de sus padres. Movió sus manecillas para que se hiciera de noche en una acto supersticioso. Se fue al columpio a calmar su ansiedad, comió de prisa, se olvidó de hacer pipí (y lo pagó). Preparó un carretera con árboles a los lados y se entretuvo en pisarla para que estuviera lisa. Por fin, se hizo de noche, corrió a coger el coche y salió de su casa con un salto. Puso el coche en el suelo y empezó a arrancarlo con el ruido de su boca. Lo tenía la ralentí cuando activó la palanca que encendía las luces, pero no pasó nada. Sorprendido llamó a su padre y le preguntó llorando que qué pasaba y su padre le dijo que necesitaba la batería. ¿Batería? a él le sonó a un montón de bates como el que tenía en su habitación. Su padre le explicó que en la tienda de juguetes no les quedaba baterías y que tendría que esperar al día siguiente para poder jugar con las luces de su coche. El mundo se le vino encima. Ahora sí que se le hizo de noche. Llorando mansamente guardó el coche y se metió en la cama debajo de la colcha inconsolable. Hasta él sabía que mover las agujas del despertador cinco minutos había ayudado a adelantar el tiempo, pero que un día entero era imposible. Hernández salió de su sopor y miró a su nieto que hábilmente había puesto en marcha el coche con luces y mando a distancia que él le había comprado. Su nieto, más práctico, bajo la persiana de la sala estar y se puso a jugar. Todo fue bien y sonriendo miró el cajón en el que estaban los diez paquetes de pilas que había traído, por si acaso.