Llevo varias semanas paseando la ciudad de Murcia con una mirada dirigida por los distintos episodios biográficos de una vida que ya empieza a ser larga. La mirada es impresionista (pincelada gruesa, cuando no espátula) y la paleta de color sepia. Empezamos:
La carretera de Alcantarilla estaba pavimentada con adoquines que me gustaría pensar que eran milenarios, pero no creo. Estaba bien sombreada por lo que a mí me parecían enormes plataneros, que es posible que fueran hijos de la idea napoleónica de cómo debe invadir un ejército cómodamente. Bajo un plátano de sombra se cuenta que se redactó el juramento hipocrático. En aquellos andurriales anduve por carriles y me mojé en el río y sus acequias, que conducían aguas limpias y, en todo caso, que reforzaban mi sistema inmunitario. Puse monedas de perra gorda en las vías del tren y recibí palmetazos en la academia de D. Luis. Iba andando hasta el Rollo (nombre popular) y volvía en el autobús desde la plaza del Marqués de Camachos (título de origen italiano), que fue un prohombre del siglo XIX que tenía de todo, incluso un matón que llegó a diputado en Cortes, y un gran interés por los toros que lo llevó a promover una nueva plaza taurina sin fortuna. Bueno, él sí tenía fortuna, pues aprovechó bien la amortización de Mendizábal. Un recinto muy visitado por mí, era el cine Avenida donde disfruté de Taras Bulba. Pero no le hice ningún feo a los demás: Cine Iniesta (Miguel Strogoff), Cine Coliseum (Un rayo de sol), Cine Coy (No me acuerdo), Cine Teatro Circo (Tom y Jerry). También aproveché el día del productor, cuyo nombre es explícito.
Esas caminatas me permitían comprobar la devoción de los murcianos devotos a la Virgen de los Peligros. Por cierto, mi abuela se llamaba Peligros (Hazard en inglés que queda mejor), pero como era sensata no llamó Socorro a ninguna hija. Desde el puente de Bort ví la llegada de Franco al Ayuntamiento por encima de las cabezas de miles de curiosos (quiero pensar que era curiosidad). Lo cierto es que oí algo así como ¡Viva Franco!, pero no puedo asegurar de que fuera por él. La Glorieta de España tenía para mí el valor de los toboganes naturales de las impostas laterales de las escaleras de acceso. Una impostas limpias y brillantes por el roce de nuestro culo. Bueno, de nuestros pantalones cortos. Una y otra vez nos dejábamos caer por ese trampolín noruego. Por cierto que ahora ya no se puede. Debe ser por si los niños de entonces nos dejamos llevar por la nostalgia y no rompemos la cadera. De todas formas hoy los niños tendrían que llevar casco y airbag.
De la Glorieta no me acuerdo de más. ¡Ah sí! los chorros de agua de las fuentes. De la estatua de Belluga nada de nada. Muy cerca la esquina con la calle del Arenal era la escogida por mi tía Encarna para ver la procesión del Viernes por la mañana. Tengo la memoria llena de colores, brillos, movimientos, caramelos e, incluso un año, un pisotón de un penitente que me hizo partícipe de su sufrimiento. Miraba para arriba y veía al ángel señalando con el dedo buscando el parecido que mi abuela le encontraba con mi padre. Mi abuela paterna, que vivía en la calle San Nicolás en un edificio con la terraza de láguena que recuerdo de cuatro pisos sin ascensor con una cuerda guiada con poleas para abrir la puerta de la calle. En esa casa me visitaron los Reyes (de verdad) un día. Con mantones y coronas (¡qué susto!). Afortunadamente los camellos se quedaron abajo. En la láguena jugábamos mi hermano y yo. Cuando la pelota se caía a otra terraza más abajo, nos jugábamos la vida para recuperarla escalando paredes de atoba débiles incluso para tan poco peso. El edificio ya no existe, pero siempre que paso por ese ocho en letras miro para arriba.
La gran vía ya estaba abierta, pero me gustaba más ir por la calle Frenería (la de los frenos) hacia la plaza de La Puxmarina (la mujer de Puxmarín), calle Sociedad y calle Platería (donde se vendía la plata) para ver escaparates. Después la calle Trapería (donde se compraban los trapos después de vender la plata). Unas veces hacia la plaza de la Cruz para pasearme en la cadena. Por cierto, una vez subí a la Torre de la Catedral, porque nada lo impedía en tiempos de puertas abiertas y llamadas del lechero en la madrugada (en Inglaterra, creo). Aquí era el arriero el que traía el arrope y calabazate. Otra veces hacia la plaza de Santo Domingo para girar hacia la calle de la Merced hasta la puerta de la Universidad, doblando la esquina donde estaban los Almacenes Pedreño. Así llegaba a la calle San Martín de Porres, donde vivía mi Tío Manolo y Tía Conchita. Una casa sin pasillo. Espacios de comunicación amplios a los que daban todas la habitaciones. Un espacio en el que había dos aguamaniles y sonaba un piano desde el pick-up con discos de vinilo. De esa casa el recuerdo estrella era su biblioteca. Un mueble con vitrinas llenas de libros que devoré figuradamente. Salgari, las Mil y Una Noches, Karl May con su Winnetou. Me tragué una enciclopedia. Todavía ayer me saqué un dato de 1859 de entre los dientes. En fín, un paraíso. La calle acababa en una valla y más allá la huerta. Un mar verde reluciente hasta Orihuela.
Cuando acabé el bachiller en 1966 mi madre pensó que un crío de dieciséis años necesitaba ser dirigido. Como ella tenía un primo hermano que era arquitecto y vivía bien pensó que yo podía ser aparejador y trabajar con él. Como, además, yo tenía un primo estudiando en Burgos, pues allí acabé para que un africano supiera qué era el frío. Cuando volví tres años después, el primo arquitecto que tenía estudio en la plaza de Santa Isabel encima de la actual cafetería Jota Ele me tuvo un mes sentado en una silla esperando encargos. Después se mudó a la torre verde acristalada que proyectó en la Esquina de la plaza con la Gran Vía. Trabajé por piedad otro mes recorriendo con el coche de mi padre la provincia a la búsqueda de casas de pueblo acabadas para reclamar los honorarios de dirección. Finalmente, el arquitecto no necesitaba un aparejador y menos un primo y me fuí a que me tomaran el pelo un poco en la plaza Díez de Revenga, donde aún no estaba el edificio Alba, que ví construir desde el exágono de la Meca de los Pantalones. Y, después a hacer la mili al Cuartel de la Calle Cartagena. Allí los edificios africanistas me parecían sombríos aún después de pasar el sarampión de los tratos bizarros de sargentos y brigadas chusqueros. Me sobrepuse al hecho de que ya el ejército me había rechazado para la milicia universitaria por pensar que mi madre era más importante que la Patria, como dejé dicho en el test psico-pato-lógico que me hicieron en Valladolid. En todo caso, hice una gran carrera militar que me llevó a ser Cabo Primera, a conocer al hermano represaliado de Hernández Ros y a un pintor escondido que mortalizó (todos están ya olvidados) a todos los coroneles en orden cronológico inverso para que el coronel a la sazón (no me acuerdo de su nombre y le formé la guardia más de una vez) pudiera estar en la galería de eminencias. Tuve de compañero de perplejidad a un alférez provisional, el arquitecto Manuel Sánchez Varas.
Tras años en Cartagena, ya en 1982, la cita diaria era la comida en el Asterix en el barrio de Vistalegre, que había contribuído a construir para el Chichones desde mi trabajo en la fábrica de viguetas La Mundial antes de la mili. Desde 1994 vuelta a Murcia y a los recorridos biográficos edilicios. La nueva oficina en la Calle Santa Clara con el edificio de Juan Antonio Serrano justo enfrente de mi mesa y todos los días al edificio de Luis Clavel en el Barrio de San Antón. Cada día pasaba el dedo por el muro del Huerto Cadenas hasta que conseguí que desapareciera por desgaste. Poco después mudanza profesional a la calle Vinadel a un edificio hijo o nieto de las hallazgos de Juan Antonio Serrano y, hasta el fin de una época en 1999, visita diaria a la oficina de un edificio en frente de la antigua sede de la ONCE. El nuevo edificio se construyó ante mi mesa y fue sometido a un meticuloso escrutinio visual durante el proceso. Más tarde el edificio de la calle Almudena (enfrente del lateral de Caja Murcia) fue la sede corporativa visitada cotidianamente. Después la aventura de la nueva sede de mi colegio obligó a la visita como promotor (por primera y última vez) al edificio Santa Ana en el paseo Alfonso X, junto al Colegio de Jesús y María y el Museo de Arqueología. También visitas frecuentes a la librería González Palencia en la calle Merced y a Diego Marín (a la persona y su sugestivo marco libresco) y a Antaño (por el idioma del brexit) en la calle Puerta Nueva.
En esos itinerarios siempre miraba agradecido hacia el edificio antiguamente llamado del Banco Vitalicio y a su vecino de cruce de las calles Constitución y Jaime I. También al sobrio y elegante edificio de Caja Murcia de Torres Nadal, en cuyo concurso curiosamente compitió el estudio en el que yo calculaba estructuras en los años 70. También al edificio de la Delegación del Ministerio de Fomento con el valor añadido de que en su registro deposité mi petición de sexenio de investigación. En estos paseos era objeto de atención cualquier edificio renacentista (la sede del Gobierno de la Comunidad Autónoma o la fachada plateresca de la Catedral); barroco (el Imafronte o el Palacio Episcopal, cuya restauración tanto lamentó el recordado Jorge Hervás); modernista (Casa Díaz Cassou); ecléctico (Casino o la Casa Cerdá), desafiante (la casa de los nueve pisos) o sorprendido de estar en el centro del ciudad hoy en día (la escuela de Pedro Cerdán).
Cuando el Segura se desborda suelo ir a balancearme a la pasarela de Manterola y echar fotos de uno de los pocos espectáculos mini sublimes que ofrece nuestra pacífica región, desde el punto de vista climático. En cuanto a la pasarela de Calatrava, nunca me he resbalado en ella. Estar cerca del río es estar cerca del Palacio Almudí, de la casa Zabalburu (he estado también disfrutando a su hermana en Madrid, tan escondida detrás del Palacio de Linares), el hotel Victoria, la Plaza de Abastos de Verónicas y la sede del COAMU. Me gusta abrir la conciencia después de un paseo abstraído en la Plaza Romea o en la Plaza Belluga. En la primera las cuatro fachadas permiten que el ojo disfrute en un recorrido de unos 100 años. Algo parecido ocurre en la segunda siempre que se extienda el intervalo a 250 años. El último en llegar, el indiscutible edificio Moneo (que a golpe de polémicas estériles ha tomado el nombre de su arquitecto).
Siempre desde el coche veo la Escuela de Idiomas y otro edificio de la plaza y me hago preguntas. Al viajar hacia levante las ruedas van solas para que pueda mirar la sede de la Consejería de Agricultura, la pantalla azul de las Torres Gemelares, el Auditorio y la Sede del Sef, antigua Sede de la Hermandad Farmaceútica. Si olvido algo vuelvo a Juan Carlos I y la Biblioteca Regional me obliga a volver la cabeza. Cuando el Teniente Flomesta (héroe de la colonia) me marca el camino del Hospital Provincial, la mirada se posa en ese pueblo en la ciudad que es el Barrio de Vistabella, nacido de la guerra y vecino de la paz.
Si un lápiz rojo marcara estos itinerarios caóticos supongo que tendría un aspecto dendrítico porque nuestro conocimiento de una ciudad es lineal, alámbrico. No tiene volumen nada más que en los cuatro edificios que visitamos con reposo: nuestra casa, nuestro lugar de trabajo, algún edificio administrativo (la sede de la Consejería de Fomento) y algún hospital (la Arrixaca, la virgen olvidada, es mi preferido, a pesar de todo, pues allí nació mi nieta). ¡Ah! me olvidaba del lugar de tránsito por antonomasia: el tanatorio. Conozco tres (no sé si hay más). Mis muertos suelen usar el Arcoiris (tan peripatético), el de Padre Jesús (tan poligonero) y el de la calle Ricardo Gil (tan mimetizado como oficina comercial). La última que salí de allí a tomar el aire hacia el Puente Viejo vi que el Edificio de la Convalecencia (¿Universitaria?) estaba ya construido. Por cierto, por el mismo arquitecto de la Casa 9P, la Casa Díaz Cassou y la Casa Cerdá (impresionante flexibilidad estilística). Conocí al amable (en sentido etimológico) Miguel Ángel Beloqui y me acuerdo de él cada vez que paso cerca de su Pabellón en el que, quizá, jugó con la idea irónica de construir un edificio escenográfico para el deporte.
Cuando me perdía desde mi casa hacia, pongamos, Nogués (que nadie busque esta papelería donde yo la encontraba) miraba con agrado la Plaza Mayor (en la que habitan los fantasmas de los hijos de la Magdalena) y la Iglesia de San Pedro (qué poder el eclesiástico para construir tan ricos estuches urbanos). Al cruzar indiferente la Plaza de las Flores y Santa Catalina veo (Gran hachazo viario mediante) un trozo de la Fachada de la Iglesia de San Bartolomé (donde sólo estuve una vez para un funeral). Cruzo la Gran Vía Escultor Salzillo (Francisco hubiera preferido, quizá, disputarle el nombre de su plaza al Cardenal Ilustrado). Una vez en San Bartolomé miro a la derecha para ver la estatua del dios hermético sobre la fachada del edificio que la Cámara de Comercio tuvo el buen gusto de habitar. Pero camino a la izquierda hasta la esquina de la calle de Platería con la calle Calderón de la Barca y desde allí imagino calderoniano y ensoñiscado la elegancia mental de Vicente Martínez Gadea al trazar su fachada atemporal. Cuando llegue el momento de nombrar calles, hay arquitectos y aparejadores que deberían empezar a contar, que las ciudades no se hacen solas, por lo que poetas, músicos, doctores, militares y políticos debe dejar un hueco a sus facedores. Bueno, como iba a Nogués a por tinta china, lo dejo aquí.