17 Nov 2011
Hernández abrió un ojo y se asustó al ver a su tía Carmen descomponer la cara a través de un cristal. Su tía Carmen también se asustó, pero además se cayó para atrás. Él no podía caerse pues estaba sujeto y no sabía por qué. Empezaron a aparecer más caras tras el cristal todas de pasmo y caída hacia atrás. Se imaginó el espacio tras el cristal lleno de gente amontonada. Miró por rabillo del ojo, vio flores y se mosqueó. Forzó la vista y miró hacía abajo con preocupación y comprobó que estaba vestido de blanco (un color que odiaba) y había más flores con una banda negra, donde en letras doradas podía leer «…u banco». No es posible pensó. En ese momento se abrió una puerta y un tipo siniestro se le puso delante. Con la cara de palo dijo: ¡Ha resucitado!. ¿Quién? dijo Hernández con la voz pastosa. -Usted. Respondió el siniestro. -Pero para eso hay que morirse. Dijo con lógica aplastante Hernández. -Claro. El empleado de la funeraria asintió mientras quitaba coronas y ramos de su cuerpo. Después empujó el armazón sobre el que estaba y se lo llevó a una sala de observación, donde ya lo esperaba un médico. ¿Cómo está la prima de riesgo? Preguntó Hernández recordando que fue lo último en lo que pensó al “morirse”. En 500 le dijo el médico mientras le miraba el fondo de ojo. ¿500? – Es para morirse. – Desde luego, dijo el médico, mientras aplicaba el fonendo y escuchaba el débil ritmo de un corazón sorprendido por estar latiendo cuando creía que ya se había jubilado.