Cuando se tiene cierta edad ya no tiene uno el pretexto del vértigo diario para dejar de pensar en cuestiones tan relevantes para la vida de cada persona como qué demonios o ángeles somos y a qué puerto arribamos al final. Seguramente desde nuestro nacimiento estamos ya encaminados a enfocar de una forma determinada aspectos fundamentales de la realidad. ¿A qué me estoy refiriendo? pues a elegir entre el relato de que hemos sido creados por un dios que nos acogerá al final de nuestra vida o el relato de que somos resultado de la evolución de los componentes originarios de la realidad y nos espera la descomposición sin trascendencia alguna. Cuando uno mira esto de frente se experimenta un estremecimiento y al tiempo un alivio al acabar la vida con un relato coherente con toda la propia historia cognitiva. Al fin y al cabo esta no es una decisión impostada de última hora. Durante muchos años ha estado latente hasta hacerse presente en plenitud más allá de la madurez. Creo que reconciliarse con la muerte, aceptarla y afrontarla con serenidad es el mejor colofón. Si hay prórroga estoy convencido de forma ventajista que los incrédulos no serán penalizados porque han atendido honradamente la llamada de la naturaleza que el azar les ha proporcionado. Si no hay prórroga es seguro que los crédulos tampoco serán penalizados.
Una cuestión realmente interesante es por qué mucha gente prefiere el relato mítico sin pruebas. Hay que reconocer que ya el Nuevo Testamento se curó en salud con la anécdota de Santo Tomás el apóstol incrédulo. Pero supongo que, puesto que cualquier conocimiento, desde lo más trivial a lo más grave, tiene hoy en día el carácter de provisional, las creencias más importantes para nosotros dependen de una disposición determinada y nada podemos hacer para evitarlo.
Desde que la ciencia empezó en el siglo XIX a minar las seguridades teológicas heredadas, empezó a interesar el origen de nuestra conducta. Lo que en términos muy profundos lleva a preguntas sobre el origen del mal, por ejemplo, y en términos más ligeros por la influencia de la educación en, pongamos, la elección de estudios universitarios. Este tipo de cuestiones se enmarcan en la eterna disputa entre Naturaleza y Educación. Durante todos el siglo XX la teoría predominante optó por la educación o el adiestramiento como factor decisivo en la constitución de la sociedad. La antropología y la psicología infravaloraron la fortaleza de determinadas disposiciones heredadas de nuestro pasado biológico, al tiempo que despreciaban por inaccesible la complejidad del cerebro y de su mente. A principio de siglo fue un visión muy ruda llamada conductismo la que predominó con la propuesta de que, extrapolando experimentos con animales, el ser humano podía ser conformado prácticamente desde cero hasta provocar cualquier conducta que se desease. A mitad del siglo el fracaso del conductismo provocó un cambio muy importante dentro del mismo paradigma de confianza en la capacidad de modelar la mente Este nuevo enfoque propuso a la sociedad como factor fundamental para construir la conducta de sus miembros el conocimiento de la forma en que aprendemos, tanto en la escuela como en la familia o la sociedad. Obviamente se llamó constructivismo a esta opción y prácticamente todas las opciones intelectuales llamadas progresistas se han nutrido de ella durante estos años, sin olvidar la influencia de corrientes intelectuales tan poderosas como el marxismo o la antropología de Boas. Corrientes que abogan por la posibilidad sin matices de la transformación radical (hasta las raíces) de la sociedad por considerar el mundo de la cultura humana al margen del mundo biológico. Así, aspectos tan controvertidos como la violencia de género, el abandono escolar o la discriminación de la mujer en el trabajo, que dividen a la sociedad, podrían ser resueltos porque su erradicación sólo depende de acciones gubernamentales en materia educativa o de sus políticas de apoyo.
Sin embargo, algo no debe ir bien cuando, 250 años después de la Ilustración, la realidad tozuda muestra lo complicado que es cambiar determinadas tendencias del ser humano. Es como si hubiera una oscura corriente negativa que se opone a las mejores intenciones de los anhelos de la sociedad. Así la codicia que pervierte las relaciones económicas; la psicopatía individual que conmociona con crímenes morbosos; la psicopatía política que abruma con su desinterés por la desgracia y la muerte masiva de personas en conflictos evitables; la generalización de la mentira como arma social y política; la contumacia de los comportamientos machistas; la psicopatía empresarial de los fabricantes de armas o de las grandes corporaciones desviando dinero necesario para inversiones a paraísos fiscales, etc. Una serie de constantes patológicas, cuyo origen está en discusión porque a la posición constructivista se opone la de los que, apoyados en determinados avances en el conocimientos científico del cerebro en el marco de una psicología evolutiva, sostienen que sólo será posible un cambio real si en los análisis y políticas consiguientes se tiene en cuenta los condicionantes que la naturaleza nos impone en términos de codicia, necesidad de estatus social y pulsión sexual. Mandatos naturales que la acción civilizatoria modera mediante coacción, pero cuya influencia es inevitable obligando a una acción educativa constante a medida que las generaciones ya educadas desaparecen y son sustituidas por otras más jóvenes pero condicionadas por las llamadas naturales a las que hay pacientemente que domar una y otra vez. Acción en la que no todas las generaciones tienen éxito, pues, en cuanto las necesidades reales o ficticias toman posesión de la mente de las personas, reaccionan poniendo sus destinos en manos de irresponsables. Tampoco es mal ejemplo las disputas crueles entre sofisticados académicos en las universidades. También cuando la vigilancia cultural o coactiva se relaja todos los demonios salen de baúl en el que las contiene la civilización para mostrarse con crudeza. Así, la pedofilia en el seno de la Iglesia Católica, las violaciones de soldados de la ONU en aquellos países a los que acuden supuestamente a proteger o las licencias que los ejércitos dan a sus combatientes para mantenerlos paradójicamente «con la moral alta» son consecuencia de la permisividad cobarde o premeditada de quien debían evitarlo.
De modo que la desmoralización de las buenas gentes con la contumacia de los males del mundo que se «niegan» a desaparecer tiene explicación pero no puede tener como resultado el abandono del campo. Pero tampoco puede resolverse el problema si no se tiene en cuenta lo que la ciencia nos dice. Obviamente con toda la cautela para evitar que lo que sea ideológico pase por científico.
Quizá la cuestión que merece mayor atención es dilucidar la cuestión del origen natural o social de la división entre las actitudes conservadoras y las reformistas. Para los reformistas el hombre es social antes de cualquier otra cosa, mientras que los conservadores creen de salida en el individuo, aunque éste adopte determinados convencionalismos de cooperación para huir del caos que produce su ausencia. Los psicólogos nos dicen que hay un fuerte componente hereditario en estas posiciones vitales lo que hace muy difícil el acuerdo. Obviamente, si es así, estas posiciones crearon culturas que reflejaran sus posiciones para después entrar en bucle de reforzamiento y reclutamiento de las franjas dubitativas explicando las alternancias en las opciones políticas.
Se podrían hacer listas de posiciones ideológicas fijas que muestran simultáneamente la coherencia e incoherencia de las posiciones. Por ejemplo conservadores que odian el aborto pero aceptan la pena de muerte y reformistas que, simétricamente, aceptan el aborto y odian la pena de muerte. Conservadores que aman la libertad económica, pero luchan con denuedo contra la competencia cuando de crear monopolios empresariales se trata, mientras que los reformistas tienen serias dudas con ambas. Y así en casi todas las cuestiones importantes para el buen funcionamiento de una sociedad. En especial es llamativa la incoherencia de ambos bandos cuando los conservadores suelen creer en la otra vida mientras trabajan esforzadamente para vivir con esplendor en ésta y los reformistas suelen mostrar su ateísmo o escepticismo mientras nutren las Organizaciones No Gubernamentales jugándose la única vida que van a vivir según sus creencias. Una cuestión ésta de gran trascendencia para el equilibrio personal de cada uno, pues en ella se fundamenta la esperanza. Pero que nadie piense en campos perfectamente delimitados pues tampoco lo es el reparto estadístico de la herencia. Así se producen trasvases a lo largo de la vida nutriéndose de lo que se llama el «centro político». Una frase conocida propondría una visión distinta: «quien no es de izquierdas de joven no tiene corazón; quien no sea de derechas de mayor no tiene cabeza» que parece indicar que las posiciones dependen de la edad. Hay ejemplos (jóvenes conservadores) y contraejemplos (ancianos reformistas) suficientes para que sea necesario dilucidarlo mediante estudios empíricos.
Por cierto, en general los conservadores tienen una visión dramática de la vida al considerar que el ser humano «no tiene remedio» de ahí que, por ejemplo, el machismo campe a sus anchas en sus praderas, sus chistes o sus comportamientos soterrados bajo las obligaciones de la moral social, mientras que los reformistas, al tener una visión romántica de la vida, creen que se puede rehabilitar a un psicópata o eliminar educativamente a los violadores. Es decir unos se adaptan sacando ventaja a los condicionantes de la herencia natural y otros porfían tratando de imponer una visión moral de la vida. Éstos últimos han tenido éxito desde las revoluciones del XVIII, pero han perdido ventaja desde que los conservadores decidieron en los años setenta del siglo XX que también tenían algo que decir en el ámbito moral y empezaron a invertir enormes cantidades de dinero en los llamados «Think Tank» contratando a todo tipo de intelectual que quisiera contribuir a crear un moral conservadora imbatible en el terreno personal y social en todos sus ámbitos: legislativo, ejecutivo y judicial para no dejar un sólo centímetro libre en el espacio ideológico. A los reformistas les queda la universidad, de momento. La abrumadora inversión en el conocimiento de cómo se comporta el electorado ante los mensajes políticos en determinadas condiciones sociales ha perfeccionado las estrategias hasta el punto de provocar victorias verdaderamente sorprendentes.
En esta cuestión, como tantas otras, hay que buscar la solución en el terreno menos heroico: el de aprovechar lo que de verdadero haya en las dos posturas. Así, no es sensato a estas alturas negar que la naturaleza humana impone disposiciones egoístas y altruistas al tiempo, pues no tendría sentido que media humanidad sean portadores de un aliento sincero por la conservación del individuo (el gen egoísta) y la otra media un aliento fingido por la importancia de la acción colectiva (el gen altruista). Ser egoísta ayuda a preservar lo propio y ser altruista ayuda a disfrutar las enormes ventajas de la cooperación entre individuos. Así se evita tanto la disolución individualista de toda institución como el aplastamiento colectivista de todo individuo. Sin embargo sabemos más del gen egoísta gracias a Richard Dawkins, pero menos acerca de un supuesto gen altruista actuando en la tendencia observable a crear agrupaciones de individuos e incluso a inmolarse por ellas. Me parece claro que tanto en la afirmación de la individualidad como en la consolidación de las instituciones hay un trasfondo biológico. Tan claro como que los relatos generados por esa capacidad de los seres humanos para contarnos historias verdaderas o ficticias que llamamos cultura es, a su vez, generadora de condicionantes de la conducta humana igualmente eficaces. La cultura incluye tanto la necesidad de saber la verdad como de edulcorarla. Precisamente es esa capacidad específicamente humana la que nos puede permitir encontrar el equilibrio entre realidad y deseo transformando la realidad empujados por el deseo. Se trata de preservar la integridad de la persona en el interior de un tejido elaborado con el material que cada uno de nosotros comparte con los demás.
Como varón, académico y usuario de servicios públicos me llama la atención cómo los seres humanos mantenemos siempre la máxima distancia entre nosotros que permite mantener vínculos reconocibles. Me refiero a que en los urinarios masculinos, en las primeras sesiones matutinas de un congreso y en los asientos de un autobús o tren de libre disposición, la personas no alejamos del lugar ocupado por otro previamente dejando lugares interpuestos. Lugares que no son ocupados hasta que no quedan más remedio. Pues bien, sin ninguna pretensión de que esto sea algo más que una analogía al revés, me han dicho que en la física quántica el relleno de los orbitales de electrones se hace siguiendo el mismo proceso. Primero un sólo electrón ocupa un lugar habiendo dos espacios y cuando todos están completos es cuando el espacio vacío se rellena. Al fenómeno se le llama multiplicidad y no seré yo el que diga que cuando preferimos una butaca sin compañero al lado estamos reflejando la llamada de los electrones. Pero si prestamos atención a nuestra conducta ¿cuántas veces actuamos notando que estamos siendo impelidos por una fuerza que no es racional ni la hemos activado nosotros? La clave está en que cuando tal cosa ocurre seamos capaces de permitir o no esa activación en función de que podamos perjudicar a otros. Esta es la clave civilizatoria: entender, atender y controlar la llamada de la naturaleza mientras construimos cooperativamente una sociedad libre, justa y compasiva.
¿Quiénes somos? Una especie que tiene el privilegio de surgir en el interior de un universo causalmente clausurado capaz de conducir el flujo causal hacia un destino mejor. En esa tarea la actitud es la osadía prudente. La osadía que cree que todo es posible y lo busca y la prudencia que obliga a encontrar las pruebas y, de hallarlas, poner los resultados sin complejo a disposición de la especie humana, cada uno de sus individuos y la propia naturaleza que le sirve de soporte. En esa lucha conservadores y reformistas tienen que unirse a despecho de a cada uno sus genes les reclamen mirar en direcciones diferentes.
Como se ve la división de la humanidad entre conservadores y reformistas en la lotería del nacimiento es tan tozuda que sólo el arte que la refleja es realmente universal. Así, desde la tragedia griega al Quijote con el idealista caballero y el trágico escudero, pasando por el panel de horrores en las conductas de los protagonistas de las obras de Shakespeare o las modernas series de televisión.