19 Jun 2011
Nuestro miedo a la marginación nos lleva a trabajar y nuestro miedo al trabajo a enriquecernos. Una vez que uno es rico el miedo es otro: el de que tu capital pierda valor. Por eso, los ricos padecen la maldición de ponerse al servicio de su capital. Debe ser un mecanismo de supervivencia hipertrofiado hasta la locura. Cuando el trajín económico produce acumulaciones de dinero en algún rincón se está posibilitando emprender empresas que no podrían ser ni concebidas si hubiera que contar con los excedentes de cada uno de nosotros. No hay confianza en que los ciudadanos (perezosos e ignorantes) presten parte de su dinero para investigar o crear empresas nuevas que den trabajo aprovechando los resultados de nuevas ideas científicas. La existencia de los ricos también proporciona referencias que estimulan a muchos al trabajo (emprendedores se dice ahora) que tiran de los demás. Cuando los ricos han satisfecho las necesidades para tres generaciones, lo que les sobra les agobia y no encuentran mejor destino que prestarlo para que otros, al trabajar para ellos, lo hagan también para el capital mediante el sencillo mecanismo del interés. Un mecanismo denostado en la edad media por poco piadoso por la Iglesia Católica. Por eso se dio a los judíos, eternamente mancillados por la muerte de Cristo (qué líos se hacen algunos), el privilegio de acumular capital y prestarlo a interés. Pero Calvino acabó con esta ventaja y recuperó para los cristianos la posibilidad de enriquecerse como rentistas. El rentista vivía su maldición mirando todos los días los resultados de la bolsa. Hoy la maldición le persigue las veinticuatro horas a través de su iPhone. Pero el enemigo del rentista que ha prestado su dinero es la inflación que tiene que ser lo más pequeña posible para que su beneficio sea máximo. Pero en economía si se aprieta mucho en una dirección te sale la pus por la otra (siempre Berlin). El equilibrio (siempre Aristóteles) es la clave. La actual situación tiene todos los síntomas de no estar equilibrada. De una parte, la acumulación de capital gracias al progreso tecnológico es de tal calibre que es posible incitar al consumo de dinero a países enteros. De otra, la paulatina imposición de la ideología de la libertad del mercado sin regulación alguna desde el poder político ha desbocado la codicia o la búsqueda irracional de protección. Estas dos posibilidades se convierten en realidades lacerantes para los habitantes de los países víctimas. Veamos el fundamento de esta situación: 1) el capital es necesario, el trabajo también. De este principio se extrae la siguiente conclusión falsa: la renta generada en un país debe ser repartida por igual. Con este mecanismo la acumulación de capital hasta límite desequilibrantes es inevitable. 2) La única libertad es la económica y cualquier otro valor humano debe ser relegado ante ella. Aquí no hay conclusión falsa, el propio principio lo es. La hipertrofia de un único valor produce situaciones donde sufren o se expulsan los demás: justicia, dignidad per sedel ser humano o la compasión. Pero este principio de libertad tullida si está activo, como en la actualidad, lleva al disparate de una organización unidimensional de la vida por culpa de una idea hecha manía. En un documental sobre las matanzas de judíos en el Este europeo (tanta ignominia que aún queda para que pasemos vergüenza nosotros) un eslavo declaraba que una vez vencida la repugnancia de hacer estallar cráneos de jóvenes y mayores por primera vez, la tarea era «como una manía». Una manía de una naturaleza parecida nos está haciendo peores cada día. La manía de máximo beneficio. El final del paraíso fue el trabajo, pero el capital no es el final del trabajo, sólo un sirviente de las personas concretas. Se reprocha a los políticos su inacción ante el poder de los mercados y ponen cara de impotencia. No saben qué hacer. Se mantienen de pié, pero están quebrados por dentro. José Luís Rodríguez Zapatero es un buen ejemplo de muñeco roto en este período agónico que ha decidido obligarnos a sufrir. Lo que les pasa a los políticos es que han olvidado el origen de su legitimidad. En un mundo sin dioses, la legitimidad reside por puro naturalismo en la especie humana y cada uno de sus componentes. La voluntad de poder que tanto daño ha hecho no puede abdicar ahora que tanto bien puede hacer. Si la legitimidad está en la gente y si ellos son los representantes nuestros no tiene otra misión que cuidar de nosotros. Y no valen trucos acerca de misteriosos designios que explican lo inexplicable (tipo la letra con sangre entra). El poder debe limitar, regular, controlar la hipertrofia de la libertad financiera (que no de la económica). Debe aprovechar que la codicia también está sometida a las leyes de la relatividad. Un rico lo es, no por el valor absoluto de su riqueza, sino por el relativo a la riqueza de los demás. Por tanto se debe limitar (no eliminar) las tasas de interés de la renta del capital, se debe limitar la renta de las personas físicas (qué mérito puede hacer merecer millones de euros por el trabajo de una sola persona);se debe criminalizar la corrupción, especialmente en los cuidadores de los asuntos públicos (políticos y reguladores), se deben eliminar esos pozos de ignominia que son los paraísos fiscales (medida de la hipocresía política mundial), donde circulan capitales procedentes del dolor (tráfico de armas), la indignidad (tráfico de personas), la locura (tráfico de drogas) y del simple latrocinio. Hay trabajo. Comprendo que no quieran ni oír hablar de esto los políticos al servicio de todo lo que huela físicamente bien, aunque el aroma oculte la putrefacción. Pero los políticos de izquierdas nos están haciendo pensar que sólo son topos para nuestra desgracia. Con la hermosa tarea por hacer al servicio de la justicia, la salud o el conocimiento, cómo se puede decir que la izquierda está sin programa. De lo que carece es de vergüenza.