El individuo es un acontecimiento físico y temporal cuya complejidad organizativa lo dota de atención, memoria, pensamiento, imaginación, voluntad y capacidad de juicio. Estas son funciones sutiles y frágiles que le permiten experimentar el entorno, retenerlo, elaborarlo en forma de un Yo estable con pasado recordado y futuro imaginado, así como capaz de actuar de acuerdo a decisiones tomadas condicionado por patrones heredados o adquiridos. En el tiempo (entendido como cambio de una referencia externa o interna) que este acontecimiento dura experimenta emociones y sentimientos sin objeto consciente como la ansiedad y la depresión o con objeto consciente como el amor. La ansiedad puede llevarlo al odio por la vida. El amor le hace experimentar los más fuertes vínculos con la vida, a la que sirve con su aportación de alegría y cooperación o con su contribución a la reproducción. En general estos sentimiento intensos se dan pocas veces en la vida, aunque el amor se puede transformar en una forma mitigada de amorosa amistad que se prolonga durante años. La ansiedad en individuos sanos se da cuando la sociedad evoluciona demasiado rápido hacia patrones nuevos que aumentan las probabilidades de sufrir perplejidad, pobreza, desamparo, enfermedad y muerte. Es el caso de la guerra o del hundimiento de la economía de un país. También se da en circunstancias menos sistémicas y más cercanas a la vida personal del individuo. El amor se puede dar en todas las circunstancias y con todo tipo de objetos aunque es con las personas como se manifiesta de forma más completa al involucrar todas las capacidades del ser humano para excitar unas y mitigar otras. En la concepción de Hegel de lo humano, éste desea sobre todas las cosas, antes que cosas, deseos, es decir, a otros seres deseantes. De ahí la búsqueda continua de amor y admiración o, en las formas patológicas, sometimiento. Nuestras vidas individuales ganan y pierden con la existencia de los demás.
El número aumenta la fuerza pero disminuye el valor relativo. Las causas nacionales o religiosas son formas a las que los individuos dotan de materia necesaria incorporándose a instituciones o movimientos sociales cíclicos, pero son sustituidos de forma natural o forzada muy a menudo. La vida personal hay que vivirla en esta paradoja entre el valor intrínseco para sí mismo y el entorno afectivo y el valor de número para el conjunto social. Es insoportable la muerte de un ser querido, pero la muerte de millones en un país ajeno no es mucho más que una noticia en los medios de comunicación. La desaparición de personas es constante cada minuto sin producir conmoción salvo que sea síntoma de un desastre que se aproxima hacia nosotros. La conmoción se aleja de nosotros con características como la lejanía geográfica, la edad o la ideología a la que se le asocia. La muerte de los individuos ha dejado, de momento, de estar permanentemente presente gracias a la medicina moderna por lo que hemos podido dejar de pensar en ella durante la mayor parte de la vida, salvo que la lotería negra de los accidentes nos convierta en víctimas directas o indirectas. El individuo, entre el amor y la muerte, se adormece olvidando algo tan elemental como preguntarse la naturaleza del espacio en el que se despierta al nacer, las causas que lo trajeron aquí y qué le espera como especie. Preguntas que nos haríamos angustiados de ser objeto de un secuestro y que no nos hacemos arrastrados por el vértigo de la supervivencia biológica o social cotidianas y la huída de la ansiedad de la segura desaparición personal. En esa paradoja se viven las vidas entre la felicidad y la desesperanza, según los avatares personales.
Apuntada la naturaleza del mundo como eternidad mutable y la del ser humano como uno de sus acontecimientos, el más complejo conocido, con las características esenciales de sensibilidad, memoria, inteligencia e imaginación precursoras de la acción, necesitamos como tarea dilucidar qué realidad artificial queremos contribuir a crear en el futuro para que la aventura del mundo que ahora podemos comandar no quede en una explosión de estupidez homicida y, por tanto, destructora de la realidad compleja y sutil que somos. En todo caso, si ocurre, el mundo se dará otra oportunidad creativa a despecho de la locura siempre amenazante.
El hombre es un ser social en cumplimiento del mismo principio por el que los átomos son seres sociales que se asocian sin descanso. El ser humano desarrolla su inteligencia siempre asociado a otros. Los destellos de talento surgen en el trajín social aunque un individuo lo acabe materializando. Todos los avances esenciales se producen en un caldo de cultivo en el que muchos, manejando los mismos datos, porfiaban por la mejor solución. Desde el cálculo diferencial a la espiral de la vida pasando por la tabla periódica o la teoría de la relatividad se dan de la mano de seres especiales en un caldo de cultivo común alimentado por las aportaciones previas. La frase de Newton «Si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes» es un buen ejemplo de cómo un genio reconoce el carácter comunal del progreso humano. La percepción personal de la belleza la queremos compartir; el placer más intenso se da en compañía; la ciencia brilla en equipo; la utilidad de nuestras producciones no tiene sentido si no hay destinatarios; nuestras tribulaciones éticas lo son en relación a otros vivientes; la moral es la costumbre de muchos y las leyes son para el gobierno de todos. Entre los individuos se genera un dialéctica sencilla de entender pues, si el individuo sólo se justifica en sociedad, a ella y su bien debe hacer tender su acción. El egoísmo es un mal muy perjudicial cuya expresión más tóxica es el nacionalismo en su versión homicida, tanto cuando se expresa en los individuos como cuando lo hace colectivamente creando el espejismo de que es posible protegerse prescindiendo de los demás, de los diferentes. La actividad artística, sensual, científica, utilitaria y normativa es social. Por eso es tan penoso ver adultos viviendo patológicamente en una niñez impostada e inoportuna protegiendo un yo que nunca estará más protegido que con los demás. Náufragos en su biografía viven vidas despistadas por no mirar al otro con amorosa intuición de expertos en la vida; intérpretes de los espléndidos acontecimientos que son sus prójimos. El adoctrinamiento de niños identitarios es una muestra de debilidad, pues ni dedicar esfuerzos estructurados al bien común axfisia al individuo, ni crear nuevas tribus lo protege. Hay que saber vivir en la paradójica tensión entre el gen egoísta y su necesidad de cooperar para sobrevivir.
La cultura es el más preciado tesoro del ser humano. La cultura es el rastro que el ser humano deja en su búsqueda cósmica por entenderse a sí mismo y a la naturaleza. En una primera etapa se declara ajeno a ésta, a la que considera fría, objetiva y externa. Esta actitud dura hasta prácticamente el siglo XIX. El idealismo abraza a la naturaleza y dice de forma elocuente que la naturaleza abre los ojos en el ser humano. Pero lo hace dejando algunas puertas entreabiertas a misteriosos absolutos e infinitos. Afortunadamente, durante un tiempo, el positivismo cientifista con sus arietes las ciencias biológica, física y química disipan la niebla sin dejar de mirar de frente a la complejidad de todas las dimensiones de la realidad. Así la naturaleza va siendo considerada una realidad total que incluye al ser humano y a sus desvaríos transcendentes producidos por la necesidad de darle esperanzas al individuo mediante ficticias soluciones. Una trascendencia que, en realidad cada uno reclama para sí mismo, porque la muerte, incluso de seres queridos que tanto nos lacera, se va convirtiendo en un tibio y nostálgico sentimiento que desaparece con el transcurrir de los acontecimientos. Qué esperar de nuestra reacción a la muerte de miles de seres humanos cada día en condiciones penosas. La única muerte que nos preocupa realmente es la nuestra. Quizá lo más penoso no sea morir, sino el cómo se hace. Personalmente sólo me corroe la curiosidad, esa ansia por completar el puzle de nuestra imagen de la realidad con nuevas piezas de conocimiento sobre las cuestiones que más nos interesan.
Instalados en la convicción de nuestra radical pertenencia a la naturaleza; conscientes de que nuestra lucha por tener una vida íntegra es, en realidad, por tener una vida integrada en esa naturaleza a la que humanizaremos sin remedio; seguros de que nuestro conocimiento individual está condicionado por los patrones que enmarcan nuestros puntos de vista y la propia relatividad de la realidad, es un buen momento para entender nuestro papel en el juego vertiginoso que la naturaleza juega consigo misma. Un juego que comienza sin propósito y acaba cobrándolo cuando de él surge un ser propositivo, como es el ser humano. Propositivo porque en él se da la consecuencia inmediata de tener memoria (el fundamento de todo progreso). El ser humano propone porque lleva en sí el recuerdo de lo sido provocando inmediatamente el anhelo de lo que puede ser y, más allá, de lo que debe ser. Deber ser que lleva a la naturaleza de la era de ciega adaptación al medio a la era del diseño, la acción, el control y el feed-back (tesis, poiesis, aesthesis y catarsis). Una era que debe ser gobernada por la verdad tal y como la hemos definido aquí. Es decir gobernada por la belleza, el placer, el conocimiento, la esperanza, la utilidad y la convicción internalizada y normalizada de la preponderancia de la vida buena para todos los seres humanos. Una visión a la que se opone el miedo y la impaciencia que son dos emociones que dejan al individuo en manos de predicadores del nacionalismo o la religión en sus versiones homicidas.
En este punto profundicemos en la naturaleza y papel de la cultura en esta verdadera lucha cósmica de la humanidad (Kosmos significa orden) por armonizar su modo de vida a las estructuras profundas de la naturaleza que nos constituye. Cuando el ser humano es más original es cuando conoce y se adapta a su propia naturaleza eliminado todos los obstáculos sensitivos, cognitivos y conductuales, que el lento despertar de su historia ha supuesto para conocer la humildad de su condición y el esplendor de su gloria. La cultura surge en el primer momento en que se transforma la biografía fijada vacilante en la memoria en el ejercicio de la imaginación o, lo que es lo mismo, de los proyectos humanos. Es decir la capacidad de procesar el recuerdo y proyectar el futuro con el pensamiento. Estas posibilidades nuevas e inéditas que el ser humano aporta se traducen en cultura desde que una mano tintada deja su marca en una cueva o le da ritmo al golpe sobre un tronco hueco; cuando hace el amor por placer; cuando concibe una estrategia de caza; cuando concibe los dioses; cuando descubre el fuego y cuando establece la ley tribal. En definitiva, cultura es utilizar todas las posibilidades sensoriales que la naturaleza utilizó para la supervivencia biológica como generadores de experiencias nuevas con determinados fines extra naturales. Estos fines son el goce de la belleza y los sentidos, el conocimiento, la respuesta trascendente al dolor y a la muerte, la funcionalidad y la normatividad. Estos fines han producido el arte, la cocina, la ciencia, la filosofía y la religión, la medicina, la ingeniería y la arquitectura, la ética, la sociología y el derecho. En la cultura, especialmente el arte, el ser humano reconoce su aventura vital, ya sea en una comedia ligera o en un drama de Shakespeare.
La cultura ha llegado a cotas tan abstractas que el goce de sus productos requiere de un amplio background para ser disfrutado. Sólo el arte figurativo parece ofrecerse de forma transparente, pues tenemos patrones naturales para juzgarlo. Pero cómo reaccionar ante un cuadro azul de Klein o el blanco sobre blanco de Malevich sin llevar en la espalda una mochila llena de conocimiento sobre las razonables razones de la evolución de las artes plásticas desde finales del siglo XIX. La cultura es la oportunidad única de vivir muchas vidas en nuestra corta existencia. Cada obra de arte es un aviso para no cometer el error de Macbeth en cada una de las encrucijadas de nuestra vida.