Juana (para servir a Dios y a usted)

Esta mañana he ido a recoger el análisis de mi mujer (Juana) al ambulatorio de la Seguridad Social en San Anselmo. Desde que me he acercado se veía ya el bullicio de ancianos y jóvenes achacosos acercándose o saliendo del ambulatorio. A la entrada llegaba la cola para pedir cita, pero parecía que iba fluido. En las galerías de los despachos de los facultativos dos hileras de sillas contra la pared eran ocupadas por los pacientes. Me había llevado un libro para la espera, pero no me dejaron leer mucho, porque eran continuas las preguntas del tipo «¿y usted qué hora lleva? pregunta capciosa donde las haya, porque en realidad si se te ocurre decir una hora muy anterior sospechan que has llegado tarde y te dirán que te esperes al final. Al salir de la consulta el paciente decía el nombre del siguiente. Pensé que el médico era un cómodo, pero no podía imaginar hasta qué punto. Cuando un señor salió diciendo ¡Juana Galera! me puse en pié y todo el mundo me miró pensando que era un transexual. Yo reforcé sus sospechas y dije «vengo a por más hormonas». Un anciano sonrió y otro dijo para sí «degenerado». Entré en la consulta y el médico estaba mirando un papel. Me senté y puse la tarjeta de mi mujer sobre la mesa sin decir nada el médico la miró y se debió acordar de qué se trataba y buscó el análisis en el ordenador lo imprimió y me lo dió sin mirarme, mientras decía «está todo estupendo». Al salir, antes de despedirme, le oigo decir «Juana, llame a Eulogio Sarabia Orenes», me volví y seguía mirando para abajo. No se había enterado de quién había estado sentado delante de él. Cumplí sus instrucciones y exclamé: ¡Eulogio Sarabia Orenes! Era el anciano que sospechaba de mi virilidad. Al cruzarse conmigo con cara de desprecio ví que tenía una gasa en el cuello porque debían haberlo extirpado algo (quizá el respeto por los demás). Me fuí pensando, que si el médico le iba a hacer el mismo caso que a mí le recetaría un laxante. Lo que me alegró el resto de la mañana.