El tren veloz la comunicó y la aisló con el mundo en un mismo acto. La muerte de Andrés la apartó de la actividad científica durante dos años al provocarle una depresión que le hizo creer que se volvería intelectualmente estéril. Fue como una araña negra que le mató los automatismos salvadores y le obligó a hacerse cargo conscientemente, cada día, del peso insoportable de afrontar la vida sin esperanza alguna. Pero el tiempo, esa dimensión de la realidad a medio camino entre el ser de la memoria y los sueños y la nada del instante, la sacó de su letargo y le ofreció otra vida, en la que ya, prácticamente, toda su energía la dedicó a la a ciencia. Entrega que no impidió la aventura cuya voluptuosidad dejó que le embargara en este momento de gloria epistémica. Quizá fue una locura, pero tras cinco años de renuncia, aquella noche en el hotel de Viena, cuando los congresistas visitaban el palacio de Belvedere, fue inolvidable. Reconocía que su curiosidad cultural la empujaba a contemplar los poderosos atlantes del palacio, que tantas veces había visto en fotografías de sus libros de arte. También se perdió El Beso de Klimt, un tapiz de sensualidad que se exhibe sobre los musculosos semidioses. Pero ella lo tuvo todo: músculos, semidioses y besos, abundantes y apasionados besos con aquel jovenzuelo francés que sabía la suficiente química para haberse quedado fascinado por ella y la suficiente física amatoria para compensarla de la sequedad de aquellos años. Hacía seis meses y aún lo recordaba. Aunque se había impuesto reprimir el recuerdo por la relación serena y esperaba que duradera que había iniciado con Ricardo Astiz, director de la Facultad y catedrático de economía dinámica. Pero hoy era fiesta y todo lo placentero, recuerdos pasados o las percepciones más inmediatas, debían contribuir a envolver su éxtasis intelectual. Decidió salir y buscar en su entorno el eco de su hallazgo. Estaba segura que su rostro transfigurado la delataría. Bajó alegre las escaleras de hormigón sin quitarse la bata. Se cruzó con el profesor Núñez y una decena de alumnos, atravesó la galería del patio oeste del edificio y casi cae a los pies del recientemente inaugurado panel de doctores honoris causa de la universidad. Arrebolada salió en frente de la poterna de la muralla y corrió hacia su borde para que la brisa benigna le agradeciera su aportación al mundo. Luego caminó hacia la pradera de levante donde los estudiantes, como la naturaleza, habían despreciado los caminos preestablecidos y habían abierto un surco en la yerba que era todo un mensaje de disconformidad. Le gustaba su universidad.