Soy raro, ¡quiero pagar!


11 Abr 2009

Raro quiere decir poco abundante y abunda poco el consumidor que quiera pagar por los servicios que recibe. He aquí en la gratuidad el primer principio del hundimiento de los rescoldos de la verdad que quedan. Toda acción consume energía y toda energía tiene un dueño. Si queremos acciones gratis nos estamos engañando porque el dueño de la energía consumida se la cobrará por otro lado. En el caso de la información, deformándola a su favor. La gratuidad es defendida por los jóvenes que se bajan cantidades masivas de música cargados de razones sobre la carestía de los CDs. Como tienen derecho a satisfacer todos sus deseos, no se puede consentir que haya impedimentos tan poco consistentes como los derechos del creador. Si fueran consumidores inteligentes serían consumidores moderados, lo que les daría el poder de la elección y por tanto la influencia sobre los precios. Esta inmadurez fue percibida hace décadas por los empresarios del entretenimiento e hincaron el diente ahí. Y todavía no lo han soltado. El joven es el consumidor ideal por su inmadurez desde el momento en que contó con dinero. Desde ese momento originario, el mundo cambió y todo, ¡incluso la política! se ha transformado en espectáculo, entretenimiento. Los empresarios del entretenimiento ya no se dirigen a los padres, que no comprenden nada, sino a los hijos con paga. Pero los empresarios son adultos que han cavado su propia tumba, porque hasta la discoteca y la bebida se podrá servir por Internet y, entonces, la querrán gratis. Pero de esta situación hay víctimas sorprendentes que caen sin saber quien les dió el golpe fatal. Así, la verdad, la belleza y la bondad, nada menos. Y no en sus caricaturas platónicas o escolásticas, sino en su versión moderna de intentos palpitantes de construir un mundo soportable. Su fracaso nos trae la confusión entre la información y la publicidad, la zafiedad como estándar natural y la muerte gratuita ante el menor intento de resistirse al deseo. Todo esto envuelto en la tersura de la juventud y el brillo del plasma. Es un vértigo de consolas, móviles y láseres que se lleva, quizá para sorpresa de los propios deseantes, los recursos para las viviendas, el estudio y la educación en la áurea mediocritas necesaria para hacer de la vida nuestro auténtico hogar, aún con todos sus desconchados.

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