Todos los acontecimientos de la vida animal y humana llevan aparejados sensaciones provocadas por estímulos internos y externos. Es decir acontecimientos percibidos provocados por descargas de hormonas desde determinadas glándulas o procesos de contracción o dilatación de vasos y músculos que en nuestra historia biológica han quedado asociados a necesidades o respuestas ante problemas de supervivencia. Así el miedo, la ira, el asco, la culpa, la vergüenza o estado generales de bienestar o malestar, el dolor y el placer. En el ser humano este catálogo de sensaciones eran respuesta a la información de peligro o disfunción orgánica, de seguridad o buen funcionamiento orgánico. Pero, además de cumplir sus misiones primarias de supervivencia y aviso, pronto codificaron otros acontecimientos en una esfera muy diferente como consecuencia de la simulación de acontecimientos reales para disfrute (descubierto por casualidad) o neutralización simbólica de peligros trasmundanos. Es decir, codificación de toda una cultura. A medio camino entre la generación natural de las sensaciones internas y la generación artificial mediante los actos de cultura estarían las sensaciones espontáneas asociadas a acontecimientos psicológicos o sociales como es la culpa o la vergüenza. La culpa y la vergüenza actúan como el dolor para evitar o corregir desviaciones personales o agresiones sociales. La culpa y la vergüenza no parecen proceder de ninguna sensación primaria. El ser humano no sólo experimenta sensaciones internas como las emociones y estados generales del cuerpo de forma espontánea, sino de forma premeditada, lo que es el generador de la cultura (desde la tragedia griega a la ópera verista). Cuestión esta que trataremos más adelante.
El ser humano hereda patrones de comportamiento biológico insertos en los genes y cultural insertos en los mecanismos de transmisión social o, para su gobierno cotidiano, crea patrones que le sirven para resolver situaciones repetidas de forma ágil. Una vez adquiridos no es fácil librarse de ellos. Especialmente los ideológicos, es decir los que pueden dar sentido a una vida. Pero también los cognitivos, como se puede comprobar con los estudiantes que, una y otra vez, descansan sobre sus conceptos familiares después del vuelo elevado que hayan podido realizar con su profesor. Naturalmente es por comodidad o en términos más primarios como reflejo de la inercia física, es decir de un bajo consumo de energía, un mandato muy difícil de soslayar, como ocurre con la segunda ley de la termodinámica que nos empuja al desorden energético. Estos patrones los formamos en todos los órdenes de la vida.
Los acontecimientos que constituyen la realidad son objeto de juicio por parte del ser humano en base a los patrones previos. Se necesita mucha libertad intelectual bien fundada en una formación autocrítica para liberarse de patrones previos y reconocer los casos particulares para juzgarlos en su particularidad. A lo largo de la vida formamos patrones visuales, acústicos, olfativos, palatinos, táctiles, álgicos (de dolor), placenteros, sentimentales, emotivos, etc. Es decir, de todo lo que es registrado por los tejidos en general o el cerebro en particular se construye un esquema a las pocas o muchas repeticiones. Estos patrones condicionan las nuevas percepciones y son condicionados por ellas en un juego en el que suele llevar ventaja el prejuicio. El prejuicio condiciona el juicio, lo que no siempre es malo como nos enseñó Gadamer, aunque automatiza la mayor parte de las decisiones que tomamos. Una vez dotados de patrones adquiridos de forma imperceptible o premeditada, en el estudio u obligados por las convenciones morales o sociales, estamos en condiciones de emitir juicios sobre los acontecimientos en unas circunstancias dinámicas en las que aquello que juzgamos está en el origen de los patrones de juicio apuntalando el carácter tautológico de la existencia. Con los patrones decidimos si las formas o sonidos que vemos y oímos son bellos, si la estimulación de los sentidos es placentera, una vez decidido qué extremo del espectro de la sensación concreta se elige para el goce. También juzgamos si una teoría sobre la naturaleza se ajusta a los hechos o es coherente con su entorno teórico; si una creencia metafísica (en su sentido de extra científica) es absurda, plausible o fundamentalmente esperanzadora; si una herramienta o una institución es eficaz o, en un meta juicio extraordinariamente sofisticado, si nuestros patrones de juicio deben o no ser mantenidos. Ya se puede apreciar el origen de la eterna discusión que mantenemos con la naturaleza y en el seno de las sociedad, pues partimos de un complejo naturaleza-cultura que hace de cada uno de nosotros un punto de vista muy particular, aunque una visión, necesariamente simplificadora, abstrae los muy específico para poder agruparnos en grandes tendencias de comportamiento psicológico o social. Una simplificación necesaria para captar algunas causas que actúan de forma transversal sobre nosotros como especie. Es especialmente interesante la identificación por Thomas Sowell de la visión constreñida y exonerada de la acción humana por su relación con la eterna lucha entre las llamadas izquierdas y derechas.
Tanto nuestras sensaciones, nuestros pensamientos o nuestras producciones tecnológicas o institucionales son comparados con criterios específicos por separado. Así los sensoriales con el dolor o el placer; los cognitivos con la lógica y los productivos con la ciencia o la utilidad social, pero todos, todos, son juzgados, a su vez, por los patrones éticos, morales o legales. ¿Por qué consideramos algo bello y, al mismo tiempo, discrepamos con otro sobre tal belleza? La segunda parte de la pregunta se responde con el hecho de que cada uno construimos un patrón distinto en grados que dependen de la historia personal, grupal, social y nacional. Historia preñada de experiencias, lecturas y reflexiones. Naturalmente este archipiélago de patrones proporciona la variedad del gusto humano y el rango entre los más alejados que podamos considerar socialmente tolerables porque no dañan física ni psíquicamente a otros. La relatividad que se desprende de este planteamiento tiene origen en la plasticidad de nuestras emociones y sentimientos que se pueden adherir a cualquier patrón de comportamiento y condicionar el resto de la vida. Un carácter que asimila la relatividad social a la relatividad física, pues esta última está basada en la universalidad de la velocidad de la luz y aquella en la universalidad de las emociones. De esa forma, del mismo modo que las experiencias físicas no cambian para quien está en sistemas que se mueven a distintas velocidades entre sí, las experiencias sociales no cambian entre culturas para el sujeto que está inmerso en ella, a pesar de que sean radicalmente distintas. Por ejemplo el trato a las mujeres en culturas contemporáneas. Sólo de la comparación entre culturas puede surgir el deseo de cambio, como de hecho ocurre. Por su parte, la universalidad de los principios naturales para el mundo incluida la mente humana y su correlato (el carácter tautológico de nuestras afirmaciones sean a posteriori o a priori), fundamenta el carácter tautológico de nuestra relación con la realidad.
Cuando decimos realidad nos referimos a la suma compleja, pero relativamente estable de acontecimientos naturales y a la suma compleja de experiencias artificiales que llamamos cultura. En efecto, los patrones son resultado de la capacidad de nuestros sentidos de diferenciar estímulos permitiendo al cerebro recortar entes entre el marasmo de información referida. Esto genera patrones físicos, pero los patrones culturales tienen que ver con la aplicación de valores a los acontecimientos. Los valores son resultado de la asociación de acontecimientos a otros acontecimientos que suceden en cada uno de nosotros y que denominamos necesidades, creencias y emociones. A pesar de las diferencias que puedan derivarse de nuestras diferentes historias personales desde el nacimiento se crean patrones que compartimos basados en nuestra común naturaleza. Patrones que explican las formas que todas las generaciones consideran admirables adquiriendo la etiqueta de clásico.
En una segunda dimensión, una vez habilitados para el juicio directo, creamos otro nivel de juicio a base de convertir cada patrón de juicio en una forma que podemos transferir a otro tipo de percepciones que ya tenían su propio patrón. Así el juicio de belleza, que se aplicó originalmente a las formas, convertido en un patrón más abstracto que sólo nos habla de armonía, simetría o pureza formal, lo aplicamos a una teoría científica o una sentencia judicial. También el juicio de utilidad o eficacia, que se aplica a los artefactos y a las instituciones o qué decir del juicio ético que cubre como un manto regulador toda nuestra acción o pasión. En resumen, los patrones para nuestros juicios son las referencias que nos definen. No son rígidos y pueden cambiar a lo largo de la vida para un mejor ajuste con nuestras experiencias o pueden cristalizar en fanatismo. Entre ellos hay diferencias en su grado de objetividad dependiendo de su origen más o menos idiosincrático. Así los patrones de belleza son menos estables que los legales, que nos vienen impuestos; o los de placer son más compulsivos que los de conocimiento de la naturaleza de origen científico. Los de utilidad tienen altas dosis de objetividad porque están sometidos al contraste ineludible de su eficacia con la realidad, pero esto no quiere decir que reaccionemos con agilidad a su disfunción como ocurre con las instituciones dado que están blindadas por los intereses de los que se benefician de su disfunción. El mundo crea nuestros patrones y nosotros lo juzgamos con ellos. Curiosa tautología en la que en el juicio ya está lo juzgado.
© Antonio Garrido Hernández. 2013. Todos los derechos reservados.