Filosofía naíf. PARTE PRIMERA. El marco general (1).


… Viene de (0)

Capítulo primero. La naturaleza

§ 1. Relaciones en el cosmos

Paradójicamente «cosmos» significa en griego «orden» cuando, la ciencia comprueba que son los desequilibrios los que generan estructuras nuevas que impiden la implosión biológica o social. Pero anticipo que donde este documento se revela como completamente naíf es en este capítulo dedicado al soporte cosmológico de una reflexión filosófica, un ejercicio arriesgado como ha demostrado la historia intelectual del mundo. Cuando un filósofo incluía opiniones sobre el cosmos era hijo de su tiempo y víctima de los errores correspondientes, aunque históricamente estuviera justificado. A lo que hay que añadir los banal de sus generalizaciones comparada con la finura matemática y conceptual de los logros científicos. Sin embargo no hay forma de resistirse, tras la lectura de unos cuantos tratados, a formar una idea general y a colocarla al principio de todo discurso, como basamento, además de proceder a extraer arriesgadas metáforas o, incluso, temerarios esquemas que se aplican a ámbitos tan alejados de las estructuras físicas o químicas como los acontecimientos históricos o psicológicos.

Humorísticamente se podría preguntar ¿Qué relación hay entre el fenómeno de la multiplicidad en física (regla de Hund), según el cual los electrones ocupan los orbitales de uno en uno hasta que todos están completos para, entonces, empezar a completarlos con el segundo electrón, y el hecho empírico de que ante un autobús vacío con parejas de asientos a ambos lados del pasillo los pasajeros van ocupando uno de los asientos dejando el otro libre, sin que nadie lo ocupe hasta que no queda ninguna pareja de asientos desparejada? ¿Está la explicación en que este comportamiento subatómico está influyendo en nuestra conducta automática? ¿Hay en las estructura biológica de nuestro propio cuerpo patrones que puedan ser útiles a nuestras organizaciones sociales? Piénsese que, por ejemplo, de nuestra profundidad emerge hacia el escenario de la conciencia una repugnancia que no es consciente, pero que nos lleva a sospechar y evitar al extraño mientras es posible. También creo que es fecundo que desde el estudio del sistema complejo que es la psicología humana se pueden extraer patrones provechosos para la ciencia como ocurrió con la ley de la selección natural y el laissez-faire de la economía de su tiempo.

¿Son legítimas esta transposiciones? Creo que sólo en la medida en que aportan alguna idea útil para nuestro gobierno individual y social, pues en éste ámbito macro emergen reglas propias, por mucho que estén fundadas en reglas microscópicas o biológicas.  Steven Pinker, por ejemplo, no ha dudado en relacionar la segunda ley de la termodinámica con algunos de los más importantes problemas sociales como es el de la desigualdad económica. Así, en su libro Enlightenment Now (16, Kindle p. 607) dice:

«there are so many more ways for things to go wrong than for them to go right.

(Hay muchas más formas de que las cosas vayan mal, que formas de que vayan bien)

de lo que saca la siguiente conclusión social en la página 25:

«Yet even today, when few people believe that accidents or diseases have perpetrators, discussions of poverty consist mostly of arguments about whom to blame for it.«

(Sin embargo, cuando ya poca gente cree que los accidentes o las enfermedades son perpetradas por alguien, la discusión sobre la pobreza consiste mayoritariamente en argumentar sobre a quién culpar)

No discutiremos ahora la diferencia entre accidente o enfermedad y política económica, pero es obvio que hay una transposición de una ley física a una interpretación social.

Simétricamente los físicos no consideran a la fuerza de la gravedad, cuyos efectos notamos nosotros cotidianamente, en sus cálculos subatómicos por su escasa influencia. Del mismo modo hay que ser prudente en la traslación descuidada de leyes subatómicas a leyes sociales o del pensamiento, pero con el tiempo, probablemente, del mismo modo que la ingeniería imita a la naturaleza para lograr mecanismos más útiles aprovechando las soluciones que ésta ha dado a los múltiples problemas de supervivencia de sus organismos, las ciencias cognitivas y sociales tengan que echar alguna mirada al fondo físico y biológico que la sustenta. Al fin y al cabo, el ser humano cuando actúa lo hace con mandatos que le llegan de esas profundidades constitutivas aunque en el escenario de la consciencia se experimenten de forma tan peculiar como los colores, las emociones o los pensamientos. En este sentido es de notar la tendencia de la ideología liberal a atomizar al ser humano desde la Revolución Francesa, de tal modo que queda liberado de las comunidades que daban sentido a su vida para quedar a disposición de todo tipo de influencias (fuerzas) de optimización económica a despecho del sufrimiento, aislamiento y desolación que producen. Una especie de fisicalización de lo humano para libre disposición de sus energías. Es cierto que cada nivel de complejidad tiene sus propias leyes, pero éstas están condicionadas de algún modo por el sustrato de su complejidad que es siempre la estructura atómica, aunque se presente en forma de tejidos, órganos y organismos. De alguna forma debe haber una «presencia en la ausencia» de cada nivel de complejidad en el siguiente. En realidad las leyes, en general, son patrones de conducta constituidas por la combinación de libertad del complejo nuevo y restricción del entorno que forma con el resto de unidades del mismo nivel de complejidad. Como dice Steven Weinberg (20, p. 4746)

«Cualquier principio general de biología es lo que es debido a los principios fundamentales de la física unidos a los accidentes históricos, que por definición no se pueden explicar nunca

Y Ervin Laszlo, citado por Ilya Prigogine (19, p. 215) confirma en su texto Mankind in Transition: The Evolution of Global Society:

«hay indicios crecientes de que tanto la evolución geológica como socio-cultural son aspectos del mismo proceso fundamental de evolución de la naturaleza.«

Y referido a las matemáticas, Peter Atkins (2, Kindle p. 2261) dice con precisión:

«The effectiveness of mathematics is not unreasonable and, instead of being perplexing, offers an important window opening on to the deep structure of the universe. Mathematics might be the universe struggling to speak to us in our common language

«La efectividad de las matemáticas no es insensata y, en vez de dejarnos perplejos, nos ofrece una ventana abierta a la estructura profunda del universo. Las matemáticas podrían ser la forma en que el universo nos habla en nuestro lenguaje común».

Y Roger Penrose (15, p. 67) insinúa el platonismo de los matemáticos diciendo:

«Incluso conjeturaría que un elemento importante en la convicción común que tienen los matemáticos en que un mundo platónico externo tiene una existencia independiente de nosotros mismos procede de la extraordinaria e inesperada belleza oculta que tan a menudo revelan las ideas mismas.«

Si, en el caso del ser humano, se tiene en cuenta que su órgano más potente, el cerebro, se ha construido a partir de los tejidos y las experiencias naturales, no es descabellado que el resultado de su funcionamiento, especialmente a la hora de describir  el mundo, sea un encuentro tautológico entre niveles de complejidad de la naturaleza, lo que tiene la ventaja de posibilitar las herramientas formales como las matemáticas o la lógica gracias al talento de algunas individualidades. Pero la dificultad de la lentitud de la percepción de esta realidad posibilita los más emotivos relatos religiosos respecto del sentido de la vida, cuando se trata de que este conocimiento llegue a la mayoría de la gente. En todo caso, nosotros trabajamos desde dentro de la naturaleza y, una vez clarificado temporalmente el campo del sustrato físico, es momento de que la ciencia ponga en convergencia ámbito aparentemente tan separados como la física, la biología y la sociología. Nos acogemos a la frase de Prigogine (19, p. 90):

«Creemos que se cumplen las condiciones mínimas para que, sin un grosero contrasentido, podamos afirmar que la termodinámica describe la génesis propiamente históricas de estructuras históricas; parece ser que, por primera vez, el objeto de la física ya no es radicalmente distinto al de las ciencias llamadas humanas y que, por consiguiente, es posible un intercambio real entre estas disciplinas.»

Popper por su parte (18, p. 67) dice que:

«La ciencia se compone de teorías que son obra nuestra. Nosotros hacemos las teorías, salimos al mundo con ellas, analizamos el mundo con ellas y miramos qué información podemos sacar de él, qué información podemos arrancarle.»

Lo que falta en esta posición, que comparto, es aclarar de dónde sacamos nuestras teorías. En mi opinión la explicación está en el principio tautológico. Las teorías no nacen de la nada sino que son provocadas por la realidad no explicada para, mediante un esfuerzo de nuestro cerebro, proporcionar un conjunto de proposiciones aparentemente coherentes que la expliquen. Esta coherencia interna no garantiza el acoplamiento a todos los matices de la realidad, por lo que sólo mediante comprobaciones empíricas se puede producir el ajuste. Es decir, la realidad conocida, que es parcial, provoca una respuesta envolvente para, a continuación someterse al juicio de una cierta capacidad experimental. Nadie emite un teoría si no hay una realidad no explicada y ninguna teoría tendría posibilidades de pasar el test si no es verificable o intuitivamente compartida. Esta capacidad de aproximación de la teoría a la realidad experimentada sólo puede explicarse porque el propio cerebro sigue las leyes de la realidad que lo constituye. Sin embargo, no se pierde de vista que en algunos desarrollos teóricos es la teoría la que anticipa hechos no advertidos con anterioridad, lo que refuerza el principio tautológico y prueba que la teoría va mucho más allá de los hechos que provocaron su elaboración creativa en la mente, anticipando ámbitos de la realidad precisamente porque, a pesar de sus limitaciones, la mente es realidad que recrea realidad. La conciencia busca y encuentra, aún confusamente, respuestas a priori porque tiene acceso, bien que limitado, a la realidad que la constituye – la misma que constituye a su objeto-. En este marco, la anamnesis de Platón, la idea de que todo conocimiento es recuerdo, si se la expurga de la metempsicosis, es decir de la idea de reencarnaciones sucesivas, refuerza la intuición de que la mente al generar teorías y analizar la experiencia consiguiente está actualizando su potencialidad como parte de la realidad.

Sin embargo, del mismo modo que se sigue diciendo que los acontecimientos suceden «en el tiempo», como si fuera una dimensión al margen de la dinámica física, se habla de la realidad a conocer como algo que está ahí fuera, como hace Penrose (15, p. 1370):

«Existe un mundo físico objetivo ahí fuera, y los físicos consideran correctamente que su trabajo es descubrir su naturaleza y entender su comportamiento.«

Un «ahí fuera» que nos distrae respecto del hecho de que nuestro cerebro también está ahí fuera, puesto que está constituido por las misma «materia prima» que es resto del universo.

Por otra parte, añadimos que la necesaria individualidad del agente pensante le proporciona un punto de vista especial, pero sometido a toda clase de condicionamientos. Se puede entender que sea tan complicado poner de acuerdo al ser humano venciendo la relatividad que genera la relevancia de los intereses y, en un sentido más noble, la influencia de las emociones que quedan asociadas a nuestras creencias en los primeros años de formación, constituyendo un verdadero muro de tabúes a vencer que comprometen no sólo a la mentes, sino a la totalidad del cuerpo.

Por eso hay que reconocer que a la ilustración de un joven hay que añadir la educación en emotividad y control de las adicciones fisiológicas, pues siempre estaremos al albur de las decisiones tomadas en base a las emociones mientras estas no se asocien a los valores de una sociedad civilizada a la que le repugne todo tipo de crueldad física, psicológica o económica. Esta relatividad basada en la independencia de las reacciones emotivas respecto de las creencias asociadas, puede asemejarse, mutatis mutandi, a la que genera la independencia de la velocidad de la luz respecto de la fuente emisora. Como se ve caigo de nuevo en el abuso de las analogías, pero creo que hay un gran fondo de enseñanza en los condicionamiento que nuestra naturaleza genera. Enseñanza que hará posible una verdadera libertad condicional para el ser humano, alejada de una imposible libertad incondicional. Recordamos así a Nietzsche cuando decía que «bailamos encadenados» en su El Caminante y su Sombra. Limitación que justifica a la danza como arte que nos hace parecer ingrávidos. Un arte que sólo es posible desde el reconocimiento de la fuerza de la gravedad.

§ 2. El principio único. Lo permanente

Nadie sabe de dónde vienen, pero en el principio (origen y fundamento) fue la fuerza. La fuerza es la razón del cambio. Y la fuerza, a pesar del trabajo de unificación de los físicos teóricos, todavía se nos aparece fragmentada. Se han identificado cuatro: las interatómicas Fuerte y Débil, la Electromagnética y la Gravitatoria. Las dos primeras actúan en el ámbito subatómico y explican el comportamiento de electrones y partículas subnucleares del átomo. Aún no han podido ser unificadas como reclama nuestra conciencia que tiende a buscar la unidad conceptual para, desde ella, derivar el resto del mundo, obviamente con el propósito de hacer de ese principio unificado el axioma, la revelación en la que fundar nuestra tautológica forma de conocimiento. Al fin y al cabo, la ciencia, antes o después, tropezará con el muro de la aceptación de un principio no reducible a ningún otro. En ese momento, todo el recorrido de la ciencia se desvelará como un retorno a sí misma de la humanidad, pues al final del camino está esperando la naturaleza que nosotros mismos somos, pero ya humanizada. Este comportamiento gnoseológico del ser humano le da coherencia a la historia del pensamiento que inició la filosofía hace dos mil quinientos años. De modo que ese impulso sintetizador se encuentra con la dificultad de contar, hoy por hoy, con cuatro factores, lo que repugna a la mente y, por eso se porfía buscando lo que se cree que existe de antemano: un principio unificador.

La filosofía empezó precisamente así: buscando principios totales. A falta de datos y aparato matemático, lo hizo con la enunciación de principios general que todo lo explicaban en tiempos de los presocráticos. Entre ellos destacan Parménides de Elea (circa 515 a.C) y su opuesto Heráclito de Éfeso (circa 540 a.C)

Parménides buscó el principio no en un factor físico (agua, aire, apeiron, átomos) como sus predecesores, sino en el Ser, en la cualidad primera de todo los que existe. Así afirmó que «el ser es» y complementariamente «el no-ser no es«, que posteriormente fue llamada principio de identidad. De ahí dedujo sin experimentación alguna, es decir, prescindiendo de los sentidos, todas las características del ser, tal y como él lo concebía en un ejercicio de confianza extraordinario en la razón. Un ejercicio que lo coloca en la antípodas de la actitud de la ciencia moderna que no valida teoría alguna que no esté comprobada experimentalmente y, paradójicamente lo convierte en el primer científico teórico (en el mismo sentido que lo es un cosmólogo actual), pues confió en la coherencia de su razón, como ahora se hace con la coherencia de los desarrollos lógicos y matemáticos a la espera de confirmación empírica. No es el primer caso en el que las consecuencias reales de una formulación matemática ha sido comprobadas a posteriori con éxito (véase el caso de Paul Dirac). En su viaje racional empezó, pues, afirmando el ser, para a continuación plantearse la posibilidad del ser del no-ser, lo que consideró absurdo. Desde esa posición teórica dedujo que el Ser era:

  • único porque la existencia de otro ser tendría la consecuencia de que el no ser de uno sería el ser del otro.
  • eterno porque el principio del ser no admite la existencia de un no-ser en un potencial principio o final del mundo;
  • inmutable porque el propio cambio implica la existencia del no-ser porque se deja se ser y porque se accede a ser lo que no se era;
  • infinito porque el ser no puede dejar espacio al no-ser
  • inmóvil porque si es infinito no hay lugar al que trasladarse

Por lo tanto, niega, nada menos que la multiplicidad, el tiempo, el cambio, el vacío y el movimiento, que serían todas características del no-ser. De los rasgos del ser se deriva un mundo compacto que todo lo ocupa, inmóvil y carente de toda la diversidad y contingencia de la vida que, en coherencia, tenía que declarar como una mera apariencia. Una apariencia muy real en la que todavía porfiamos cada día. Así dividió el mundo entre realidad y apariencia. Una división falaz como destaca Hannah Arendt que considera que pensar que existen cosas en sí en su esfera inteligible (platonismo) «se cuenta entre las falacias metafísicas o, mejor, entre las ilusiones de la Razón que Kant fue el primer en descubrir, aclarar y disipar» (1, p. 69).

Hoy, tras dos mil quinientos años, se podría decir que sólo nos queda del atrevido modo de pensar de Parménides una de las características que atribuye al ser: la eternidad, pero, curiosamente, sin que se viole el principio de que el ser no sea. Así el ser es

  • eterno porque ni siquiera el Big Bang puede considerarse un comienzo absoluto, pues en la primera centésima de segundo, según Steven Weinberg, ya había una sopa de altísima densidad compuesta de energía, materia y antimateria (electrón y su antipartícula, el positrón, fotones, neutrinos y antineutrinos) que constituye un ser que pudo ser consecuencia de un Big Crunch, sin necesidad de una inexplicable creación ex-nihilo.   Creación que Lawrence Krauss (10) sostiene, sin embargo, a partir de una nada poco filosófica y muy ocupada de energía que contiene, como sugirió Paul Dirac, materia y antimateria neutralizadas.  El resumen de la visión de Krauss es la siguiente (10, p. 170): «Nothing meant empty but preexisting space combine with fixed and well known laws of physics. Now the requirement of space has been remove… (and) even the laws of physics may not be necessary required.» Y de esa nada sin espacio ni leyes, sólo energía, surge el universo . En resumen, según Krauss puede surgir un universo literalmente de la nada del mismo modo que el universo puede volver a la nada, pero es evidente que es una «nada» muy activa, una nada inestable en opinión de Frank Wilczek, citado por Krauss (10, p. 159). Punto de vista contradicho por Roger Penrose con su Cosmología Cíclica Conforme, quien encuentra razones para pensar que encontraremos rastros del universo que precedió al actual (12). Por otra parte, Stephen Hawking (5) considera a los neutrinos residuales de aquella gran explosión una materia oscura (no perceptible) por su baja energía que podría producir la regresión de la actual expansión del universo. Una implosión que podría ser seguida de una explosión generadora de un nuevo universo. Otra opción es una desoladora expansión hasta el aislamiento de las galaxias que estarían condenadas a vivir en soledad. Teorías dinámicas del universo que se oponen a la de Universo Estacionario vigente en los años cincuenta y que tras las muchas pruebas encontradas de aquella gran explosión ha sido abandonada. En definitiva, para atacar el principio lógico de que «de la nada nada puede surgir», es necesario hacer pasar la nada activa de Dirac y Lawrence Krauss (10), por un vacío «creativo» para mayor provocación . En fín, la eternidad de «lo que sea» (nada activa, protouniverso o universo cíclico) es una conexión secreta entre pensamientos separados miles de años, pero que siguen creando teorías basadas en especulaciones unos y en complejos aparatos matemáticos otros. A Parménides le bastó con la coherencia interna de su teoría, mientras que a los modernos físicos se les exige la capacidad de adaptación a la experiencia y, más allá, la de medición y predicción de acontecimientos. En todo caso el universo cíclico de Penrose es una alternativa «más tranquilizadora» que la de la creación ex-nihilo, que viola la lógica humana, o la expansión sin límite del universo hasta su «muerte desordenada» predicha por una visión determinada de la segunda ley de la termodinámica, que de ser cierta, es una épica, pero desoladora posibilidad. 

Pero que, al tiempo, y contradiciendo a Parménides por su ceguera ante la solidez de lo que él llamaba apariencias, el ser es:

  • múltiple, porque a pesar de que no se tiene noticia de otro universo real, el ser se manifiesta de formas diversas en una combinatoria infinita de entes diferentes. Aquí la preocupación de Parménides por el no-ser, provocado por la existencia de «huecos» en la trama del ser, se resuelve con las consecuencias de la fórmula de Paul Dirac y su correlato en la Teoría Cuántica de Campos, donde parece haberse concebido un vacío muy lleno de materia y antimateria neutralizada, pero siempre dispuestas a pasar del estado latente al real. De repente el vacío está lleno a plena satisfacción de Parménides
  • mutable porque ni el propio Parménides habría podido concebir y escribir su poema moviendo su mano sobre el papiro, puesto que su acción mental (un razonamiento) y física (un cambio de posición), que sólo son posibles con cambios, sería aparente. La mutación es la característica fundamental del ser. El ser cambia de forma y de naturaleza permanentemente. De hecho la ciencia es la descripción cada vez más precisa de los procesos de cambio. En este caso, se salva el principio de identidad porque en el cambio no se deja de ser nada más que desde la perspectiva de la memoria de un observador. Precisamente el cambio hace posible que el ser sea o, en contrario, evita que el ser no sea. El ser es dinamismo cíclico cuando se muestra aparentemente inerte y dinamismo direccional cuando se muestra afectado por el cambio. Todo lo estable en dinamismo cíclico es susceptible de cambio direccional en cuanto cambian las condiciones. No hay cambios reversibles en un sentido profundo, ni siquiera el más trivial cambio físico como es el de posición. Téngase en cuenta que la mesa en la se produce el movimiento y su anulación está en la superficie de un planeta en permanente viaje estelar.
  • finito porque hemos podido medir su tamaño y no es ilimitado, pero eso es compatible con que el no-ser no sea, pues lo que no es universo (materia y energía) no es. En definitiva, se cumple el principio de que el no-ser no es.
  • móvil porque los entes cambian su posición relativa en el universo, que como unidad, está en expansión pero no va a ninguna parte, pues no existe un ámbito, un mega espacio, dentro del cual el universo, la totalidad, pueda cambiar de lugar. Él crea el espacio allí donde llega la energía y la materia. No hay un no-ser espacial al que trasladarse.

Es decir, tras el paso por la reflexión filosófica y científica, nos queda del ser de Parménides solamente, en mi opinión, su eternidad, pero la realidad ha sido liberada de la cárcel mental en el que la había puesto con su poderosa fe en el pensamiento sin violar el principio de identidad, resultando un ser eterno, múltiple, mutable, finito y móvil. Características compatibles con la experiencia rigurosa y el sentido común. Pero la herencia fundamental de Parménides es la vocación humana por el pensamiento y, con su ayuda, la búsqueda de invariantes, una actitud que todavía ejerce hoy en día una poderosa influencia sobre la ciencia moderna porque está arraigada en nuestro forma de entender el conocimiento. Un influencia que Karl Popper considera justa y atribuye a la capacidad de Parménides de hacer su propia crítica con la descripción de la «apariencia», a pesar de que así avalaba la crítica a su posición teorética. Pero hasta el propio Parménides reconocería que el ascenso y la caída de la ideas concebidas por el ser humano son muestra del carácter estructuralmente mutable del ser. Nuestra búsqueda de un punto de reposo es una ilusión que contradice la propia naturaleza del ser que está hecho de cambio – el reposo es movimiento compartido -. La tarea de la ciencia no tiene fin, porque en su propia concepción y aplicación se crean condiciones materiales y formales nuevas que requieren nuevas ideas. Pero la dinámica del ser ante un observador genera patrones de estabilidad, del mismo modo que una rueda con radios a partir de una determinada velocidad relativa nos parece un disco. Estabilidad que, al tiempo que permite el estudio de entes provisionalmente estables, crea el espejismo de la inmutabilidad del ser. De todas formas, el ser humano ha progresado salvando siempre las dificultades aporéticas. Lo que nos hace sospechar de que el mundo está gobernado por patrones de acción con suficiente estabilidad relativa como para que la conciencia capte su formalidad.

Por otra parte, merece la pena señalar que se puede compartir con Parménides su criterio de la inexistencia del tiempo pero en un nuevo sentido coherente con la mutabilidad del universo. Es decir, la inexistencia del tiempo tiene su fundamento en que, en la actualidad, la pérdida del pedestal absoluto del tiempo conduce a una concepción resultado de la comparación entre distintos ritmos de cambio. Cambio comparado de distintos procesos. No hay una dimensión llamada tiempo en la  que los acontecimientos suceden, sino un dinamismo perpetuo a distintas velocidades relativas que nos daría una visión de la realidad compatible con la segunda ley de la termodinámica, según la cual la llamada flecha del tiempo haría imposible la reversibilidad de los acontecimientos y el «recuerdo del futuro». Ilya Prigogine dice en su libro ¿Tan sólo una Ilusión?_ «El tiempo… ya no es un parámetro introducido para la comunicación entre diversos observadores, sino que también se relaciona con la evolución interna del sistema»  El tiempo deja de ser un ámbito en el que ocurren los acontecimientos para ser el ritmo mismo del acontecimiento. Según una posible versión lo que llamamos tiempo es el cambio relativo a otro cambio que fijamos arbitrariamente. Si los átomos existen mientras no son destruidos por una reacción en cadena, las estructuras compuestas por el casi centenar de átomos estables que conocemos y que se combinaron en el seno de las estrellas en el pasado, y lo harán bajo el diseño humano en el futuro, es un ejercicio de suprema dificultad, pues a medida que aumentemos la complejidad crecerá el desorden bajo nuestro orden. El tiempo, que la segunda ley de la termodinámica empuja hacia el desorden, fue para la naturaleza y es para nosotros el componente esencial de una complejidad cuyas características son imprevisibles, pero tienen origen en el cambio perpetuo que Parménides rechazó y el baile de apariencias que Heráclito intuyó. El mundo tiene historia, no es reversible y está abierto a la propia autoreforma por la mano de la inteligencia.

§ 3. El principio único. Lo fluido

Heráclito de Éfeso (el oscuro) nació en una familia noble de su ciudad mantuvo una posición completamente diferente a la de Parménides aproximadamente por la misma época. Su punto de partida no es racionalista, sino empírico. Ha sido desde entonces el gran enemigo de la metafísica y su pretensión de estabilidad contra toda evidencia. Junto con Hegel son los estribos de un puente que cruza toda la historia del pensamiento.  Heráclito tenía plena confianza en la veracidad de los sentidos, contra la opinión de Parménides de que éstos nos engañan no dejándonos ver la verdadera realidad. Pero pensaba que la sabiduría consiste en conocer cómo «las cosas son gobernadas«. Para explicar su concepción de flujo permanente buscó un principio creador que fuera la causa de este fluir y lo encontró en el fuego. El cambio es un salir y entrar en el fuego  que permite con su acción que todo pueda intercambiarse, pues los más duros materiales fluían antes o después por la acción del fuego dice Heráclito según (9, p. 281).

«Este cosmos no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que siempre fue, es y será fuego eterno, que se enciende según medida y se extingue según medida»

Desde luego, no se puede negar que hay cosas que los sentidos no pueden ver, pero esa limitación del ser humano no implica una realidad inasequible. Es admirable como una paciente elaboración de instrumentos ha permitido a la ciencia moderna llegar a percibir, obviamente de forma indirecta, hasta a partículas prácticamente sin masa o la energía pura. El sentido de mundo fluido de Heráclito llevó a algunos de sus incondicionales como Cratilo a afirmar que «ni siquiera una vez» era posible bañarse en el mismo río. No hay pruebas de que Heráclito pensara que el cambio era continuo, aunque pudiera ser invisible, pero es probable que así fuera en opinión de Meliso de Samos (470-430 a.C). Pero era consciente de que hay entes que permanecen aparentemente estables durante siglos, lo que se atribuye al equilibrio con su entorno.

Hoy sabemos que a nivel macroscópico y subatómico el cambio es continuo por efecto de un factor tan trivial como la temperatura o la presión, aunque sea un cambio cíclico y no observable por el ojo humano. Heráclito pensaba que todo cambio es regular y está equilibrado. Hoy la pretensión de que el cosmos es reversible y determinista está siendo abandonada para tener una concepción irreversible y caótica del mismo. Dice Prigogine (19, p. 50):

«Las partículas elementales han resultado ser casi todas inestables y distan mucho de constituir el soporte permanente de las apariencias cambiantes… La cosmología contemporánea nos sitúa frente a una historia del universo, y un subsiguiente despliegue de estructuras cada vez más complejas… los fenómenos macroscópicos tradicionales, y en particular los que se estudian en química, biología e hidrodinámica, han cambiado de imagen

La irreversibilidad se considera una propiedad de estructuras relativamente complejas, lo que dejaría lugar a pensar que el tiempo (cambio) se inicia con ellas, pues hay fenómenos reversibles en los niveles más elementales de organización que, paradójicamente, dan sustento a la complejidad. Así recuperan un puesto de prestigio conceptos como bifurcaciones, no linealidad o fluctuaciones. Conceptos que pronto habrá que aplicar a los tejidos sociales y sus partículas, los individuos humanos, para entender algunas cosas. La pulsión de cambio en  lo complejo alcanza, también, a la creatividad que emerge en un mundo intercomunicado en el que el talento puede expresarse de forma casi inmediata y, así, ser conocido inspirando a otros. La apariencia ya no es un cubo de la basura de lo que no encaja en el sistema. Lo que sorprende es bien recibido como parte de un sistema dinámico; lo permanente es sospechoso por simple, lo nuevo es bienvenido como portador de complejidad explicativa. El siglo XVIII estaba centrado en el mecanismo, pero el siglo XIX se ocupa ya del organismo. Kant define al juicio determinante como aquel que aplica en un contexto conocido una ley general a un caso particular; el juicio reflexivo como aquel que, como ocurre en el gusto artístico, se aplica a un caso particular como es una obra de arte que no tiene parangón; finalmente el juicio teleológico que armoniza al hombre con la naturaleza dando sentido a cambio, al devenir del mundo hacia un fin. De esta forma el hombre se libera de la necesidad gestando desde la metafísica la libertad que da fundamento, según Kant, a la moral. De algún modo Kant pone en marcha al mundo hacia alguna parte rompiendo el estático mundo antiguo y medieval que era un decorado para el único devenir que interesaba: la salvación del alma desde la cuna hasta la parusía. Pero preferir un mundo estático es abocarse a la eliminación de las diferencias que dinamizan el mundo. Gille Deleuze, Henri Bergson y Alfred Whitehead aparecen como adalides de la creatividad como expresión de un porvenir que fluye abierto hacia nuevas estructuras. Para Bergson la inteligencia no puede comprender la vida, que debe ser abordada por una intuición que la mira de frente. Una postura desagradecida de Bergson hacia el propio cuerpo de conocimiento que con su ruptura de lo absoluto lo pone a él en la pista de una visión dinámica de la realidad. Se requiere una posición intermedia que reconozca que lo complejo y su vitalidad no habría aparecido más allá de un vislumbre rudimentario, como el fuego de Heráclito, sin esa fase de cristalización del mundo por parte de la física y las matemáticas desplegadas entre Maxwell y Einstein. Prigogine tiene razón cuando dice que la relatividad espacializa el tiempo, es decir, lo congela. Y no olvidemos que, en este contexto, el tiempo es el cambio. Allí donde hay cambio irreversible hay tiempo como cambio medido respecto de otro cambio (esta parece ser la características de las formas biológicas y humanas). Unas formas que han sido percibidas en toda su relevancia, una vez que se ha despojado a la ciencia del lastre de un tiempo estático «en el que ocurrían los acontecimientos» perfectamente matematizable y se la ha dotado de la visión del dinamismo interno hasta de la «inertes» bolas de billar. Seguimos a Prigogine en su elogio de la complejidad, al tiempo que se la libra del vitalismo, recuperando así al ser humano para el tronco principal de la realidad cambiante del que incluso Monod lo había relegado. (19, p. 82):

«Es preciso que el hombre despierte de su sueño milenario y descubra su absoluta soledad, su extrañeza total. Ahora sabe que, cual cíngaro, se halla al margen del universo en que tiene que vivir. Universo sordo a la música, indiferente a su anhelos, a sus sufrimientos y a sus crímenes».

Si la matematización de la naturaleza necesitó simplificar el mundo, afortunadamente la apertura de la ciencia hacia lo complejo y lo fluído ha podido ser acompañada por una nueva matemática que se adapta a las necesidades de cuantificación de lo complejo. De esta forma se evita la nostalgia de un mundo equilibrado y armonioso en el que el sentido de la vida sería ocupar el lugar que a cada uno corresponde. Dice Prigogine con gracia que el tiempo de la dinámica, el tiempo de Newton e, incluso de Einstein era el tiempo de los graves, pero que el tiempo de la termodinámica es el tiempo de la gran paradoja: mientras la naturaleza crea estructuras más y más complejas y consumidoras de energía por el sumidero se va esa energía disipada en desorden en proporción mayor. Pero la ciencia, tan experimentada en los desarrollos sutiles del mundo subatómico, está bien equipada para abordar la complejidad de lo humano con la capacidad de comprobaciones empíricas que el aparato matemático y el conocimiento del sustrato físico y biológico. Conocimiento con el que continuamente corremos el riesgo de ser atropellados sincrónicamente por la ambición, una pulsión del ser humano que evoca a las ciegas fuerzas de la naturaleza. Afrontamos un porvenir en el que la meta no es una evolución estable hacia un estado estable. Más bien estamos ante unas condiciones en las que no procede la búsqueda del reposo, sino de problemas nuevos. De hecho la lucha de la humanidad es cómo abordar problemas nuevos desde una posición razonablemente confortable para cada generación. Por eso se genera una respuesta agria a la pretensión de los individuos o clases de acumular más confort del que es razonable para la tarea común de contribuir a la complejidad creciente. Dice Whitehead (23, Kindle pos. 7559)

«The world is thus faced by the paradox that, at least in its higher actualities, it craves for novelty and yet is haunted by terror at the loss of the past…»

«El mundo se enfrenta así a la paradoja de que, al menos en sus realidades superiores, anhela la novedad y, sin embargo, está atormentada por el terror ante la pérdida del pasado … «

He aquí el motor de los conflictos sociales y, por tanto, del cambio continuo: la preservación del pasado y la pulsión de novedad enfrentadas en el sistema complejo por excelencia que resulta ser la organización social a partir de los seres más complejos conocidos del universo, que son los seres humanos. Hay que armarse de paciencia pues el mismo Whitehead dice (23, Kindle pos. 7592)

«… far our gaze penetrates, there are always heights beyond which block our vision.»

«… por lejos que nuestra mirada penetre, hay siempre más allá oscuridades que bloquean nuestra visión»

Haciendo honor a Heráclito hoy podemos decir que vivimos en una realidad eterna y mutante hasta el extremo de destruir sus logros para darse de nuevo la oportunidad de recrearlos. Poniendo el acento en la mutación, el cambio, debemos esforzarnos en comprender la realidad microscópica como un vértigo, un bullicio pacificado, afortunadamente, para el ojo y el cerebro humano por la «perspectiva» macroscópica. Pasa en todas las escalas. Cuando se observa un lenguaje informático de usuario no se advierte la complejidad de base en el lenguaje máquina. Sin embargo para el mismo observador, el ser humano, su escala no es nada pacífica, como muestran todos los niveles del acontecer humano, desde la historia de las naciones hasta el intenso campo de nuestras emociones cotidianas, pasando por los acontecimiento sociales y políticos.

Este sentido de una realidad que fluye está también patente de forma nuclear en la filosofía de Gilles Deleuze que se opone a todo sentido esencialista porque implica entidades fijadas en sus características como fósiles conceptuales. Para Deleuze el universo es un flujo de velocidades de vértigo o geológicas que encuentra su motor en un plano de inmanencia en el que la norma es la multiplicidad de trayectorias que se bifurcan y caminan hacia atractores que acaban definiendo su forma provisional. El universo habría nacido en un «cuerpo sin órganos» en el que cuatro singularidades (las fuerzas de la física) marcaban el futuro del universo hacia una fusión final de estas mismas fuerzas. 

Como se ve, otra versión poderosa de una universo inmanente (descrito en la matemática de Gauss, Riemann y la topología de Poincaré),  que se basta a sí mismo para trazar y recorrer un largo camino de creciente complejidad que, al tiempo, va dejando un rastro de energía improductiva hasta donde sabemos… un amanecer que ya implica su  atardecer mágico con un mediodía en el que estamos nosotros tratando de encontrar nuestro papel en la comedia. 

§ 4. Las fuerzas

Las cuatro fuerzas mencionadas al principio arman y mueven el mundo en todas sus escalas. Las leyes del universo son la descripción (siempre sometida a crítica) de los procesos invariantes que se observan. Así las leyes de la termodinámica que nos dicen que la energía-materia es constante; que hay más casos probables de desorden que de estructuras ordenadas y que la quietud total del cero absoluto es inalcanzable. Las leyes relativistas que nos dicen que la velocidad de las ondas electromagnéticas no depende de la velocidad de la fuente; que esta velocidad es un límite absoluto; que, como consecuencia, el tiempo y el espacio son relativos al observador; que la luz se ve afectada por la fuerza gravitatoria y, en consecuencia, no es posible establecer si el movimiento acelerado es  consecuencia de la acción de una fuerza proyectora como un cohete, o de la inmersión en un campo gravitatorio y que tiempo y espacio forman una unidad cuatridimensional y así deben ser tratados.

Las leyes cosmológicas explican que la gravedad está en el origen de la formación en las estrellas de los elementos pesados a partir del hidrógeno y que su peso tiene un límite en torno a los 84 protones, punto en el que los elementos se vuelven inestables emitiendo rayos alfa compuestos de los protones más alejados del centro del núcleo. Las leyes de la química establecen cómo se combinan los elementos pesados dando lugar a los minerales, las moléculas complejas de la vida. Las leyes de la evolución nos dicen cómo se forman los organismos complejos en competencia cruel llegando, hasta ahora, a culminar en el ser humano y su conciencia, momento a partir del cual se abre un mundo nuevo de comportamientos que evocando el sustrato, siempre presente de las estructuras, físicas, químicas y biológicas, crean nuevos comportamientos en función de intereses y deseos en la frontera entre lo voluntario y los obligado, entre lo necesario y lo contingente, entre los finito constatado y lo infinito deseado.

Todo este proceso, todo este bullicio cósmico se ofrece en un horizonte incierto, siempre vulnerable, siempre reversible, en el peor sentido de la palabra hacia formas más estables y, por tanto, destructora de las sutiles estructuras creadas en el, hasta ahora, único rincón del universo que reúne las condiciones para ello. Pero tras esta dinámica están las cuatro fuerzas (hoy) o estará el principio único mañana, si los físicos son capaces de encontrarlo. La fuerza de la gravedad explica a la mayor escala posible los movimientos de los grandes cuerpos cósmicos (cúmulos, estrellas, agujeros negros, planetas, satélites, asteroides y la propia luz). La fuerza electromagnética explica el comportamiento de las ondas electromagnéticas en todas sus longitudes de onda en su capacidad de transmitir energía y, con ella, información. La fuerza nuclear fuerte explica la cohesión del núcleo de los átomos y la fuerza nuclear débil, el lanzamiento de partículas nucleares hacia el espacio. El núcleo de los elementos se considera, de momento, que está constituído por tres niveles de complejidad, un nivel de filamentos llamados cuerdas, un nivel de partículas fundamentales llamadas quarks y otro nivel formado por protones y neutrones. La emisiones de partículas desde el núcleo se deben al debilitamiento de la fuerza fuerte por omisión o a la acción de la fuerza débil por acción. Una visión de la estructura del núcleo que explica que éste pueda ser el origen de chorros de electrones y neutrinos debido a que las combinaciones parciales de los fundamentales pueden generarlos. De modo que nos encontramos a la escala cósmica gobernada por la fuerza de la gravedad y la escala atómica gobernada por las fuerzas nucleares fuerte y débil, mientras que la fuerza electromagnética gobierna la dinámica de la ondas emitidas por la materia en su flujo. Fuerzas que son constructos teóricos a partir de los efectos que producen. La energía que no está estabilizada en la materia se presenta en forma posicional o potencial y en forma dinámica incrementando la masa de los cuerpos hasta el traspaso a otros cuerpos por rozamiento o colisión. La energía es capacidad de acción que existe porque existen las fuerzas. Un objeto situado en una estantería presiona la superficie, presión que es neutralizada por la respuesta elástica del material hasta que se da la ocasión de que no tenga apoyo y caiga libremente consumiendo la energía potencial que se transforma en energía de movimiento hasta cederla, en la colisión, a la materia receptora. Esa energía dividirá su acción en fragmentar, y deformar y calentar el obstaculo. Los fragmentos serán proyectados consumiendo su energía en el rozamiento con el aire; las partes deformadas retendrán la energía para devolver al material su forma si no se ha sobrepasado su elasticidad y el calentamiento será el síntoma de que las partículas del obstáculos están en vibración adicional para transmitirlo también al aire circundante.  Un baile de materia y energía en el que la suma de ambos se mantiene.

Las fuerzas de la naturaleza están permanentemente vigentes para constituir el mundo y hacer posible el cambio por las diferencias de intensidad de la fuerza y su correlato la energía. Como he adelantado en la conjetura sobre su eternidad el Universo podría ser el resultado de un pulso cíclico de expansión y contracción, aunque difícilmente sería posible la supervivencia del ser humano en esa circunstancia. Pues en la fase expansiva permite la vida y la experiencia inteligente en una mirada introspectiva de la propia naturaleza y la fase contractiva vuelve con una pulsión de muerte a destruirlo todo hasta el siguiente ciclo, salvo que como sugiere Frank Tipler en La Física de la Inmortalidad fuera posible cruzar el vértigo de la contracción universal reteniendo la información hasta el siguiente periodo expansivo.

Los filósofos teístas, que hoy llamaríamos teólogos, encontraron en el Dios creador y provisor ese principio que los filósofos fisicistas griegos buscaban y a él se siguen ateniendo hasta hoy mismo. Por más que es evidente que su Dios es el receptáculo de todo lo que se ignora y de todo los que se desea. Los filósofos deístas, por su parte, dejaron atrás el carácter provisor de Dios y lo relegaron al papel de creador para poder seguir haciendo ciencia sin verse constreñidos por su presencia. Los  filósofos panteístas ven a Dios en la propia naturaleza, aunque ya disipado en sus leyes.  Los filósofos a secas, en materia cosmológica, prefieren dejar las cosas en manos de los físicos y, en todo caso, se quedan a la espera de sus teorías más compartidas para expresar con rigor el impacto de todo ello en nuestra alma.  Lo que sabemos, de momento es que el origen de todo reside en las cuatro fuerzas que todo lo mueven y todo lo cambian. Estas fuerzas hacen posible la capacidad de acción que llamamos energía. Energía que concentrada en un espacio relativamente pequeño constituye la materia. Las fuerzas, la energía y la materia con sus leyes de acción constituyen este mundo «causalmente clausurado» en palabras de Karl Popper. La realidad está en un presente permanente que consiste en un cambio permanente, ya de lugar, ya de estado. Incluso los átomos más estables y duraderos son un bullicio continuo de equilibrios dinámicos. En nuestra realidad  hay un torbellino interno cuya modestia y discreción hace posible que busquemos y, a ratos, encontremos la paz.

Pero la física moderna sigue buscando un principio único como sus predecesores. Por eso porfían buscando la unidad de las fuerzas con notorios fracasos como el del, por otra parte, brillantísimo Albert Einstein. Algo se ha avanzado con la relación entre la fuerza electromagnética y la fuerza nuclear débil.

El nuestro es un mundo de acontecimientos, de cambios continuos de situación y estado, cuya medición (comparación entre magnitud y unidad) llamamos tiempo y cuya medida de densidad de energía llamamos espacio. Un mundo en el que no parece haber sistemas complejos estables, sino sistemas en evolución indefinida. Cambios relativamente rápidos que llamamos movimiento y cambios relativamente lentos que llamamos entes, materia, cosas, personas. Obviamente cuando digo relativamente, quiero decir respecto del observador que nosotros somos y nuestros propios ritmos de cambio. El mundo es un puro acontecimiento. El reposo es un cambiar u oscilar compartido. Contemplando un atardecer en el que no se mueve ni una hoja estamos, en realidad haciendo un viaje vertiginoso a una velocidad casi uniforme de 0,5 km/s alrededor del centro de la Tierra y de 30 km/s alrededor del Sol. Pero como nosotros y todo lo que nos rodea estamos haciendo ese viaje a la misma velocidad y la luz no se ve afectada por la velocidad de la fuente que la emite, ya sea directa como el sol o indirecta como la luz reflejada de los objetos, la apariencia de reposo absoluto es inevitable, pues nuestros sentidos no nos avisan de lo que ocurre al no estar captando aceleración alguna ni podemos hacer medición alguna de la velocidad de la luz que nos desvele el movimiento. Todos hemos notado la presión de nuestro cuerpo sobre el respaldo de un asiento cuando el avión acelera en la pista y la desaparición de tal presión cuando el avión vuela a velocidad uniforme. Esta sorprendente experiencia pone de manifiesto la doble vida que llevamos, en tanto que vivimos en nuestro siglo, entre nuestras sensaciones y nuestras teorías explicativas. Y ya decir nuestro siglo es una presunción, pues el principio de que la Tierra gira sobre sí misma y alrededor del Sol es consecuencia de la teoría heliocéntrica enunciada en 1543 por Nicolás Copérnico. El principio de inercia que nos permite movernos sin que intervenga una fuerza exterior fue enunciado en 1632 por Galileo Galilei y el principio de la constancia de la velocidad de la luz a despecho de la velocidad de la fuente fue enunciado por Albert Einstein en 1905 a partir del experimento de Michelson-Morley y las conclusiones de Lorentz. Así pues, desde al menos esta última fecha tenemos gracias a mucha gente y de mucho talento una explicación coherente con los experimentos de porqué nuestra escena de paz oculta un vertiginoso movimiento que la evolución ocultó a la atención de los animales y a la conciencia de los humanos permitiendo que se ocuparan de su asuntos en vez de estar todo el tiempo tratando de evitar que se los llevara el viento estelar. Una sensación de paz que nadie explicó mejor que Jorge Luis Borges en su Historia de la Eternidad:

«Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: esto es lo mismo de hace treinta años… conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, y de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos.»

Esta peculiar situación de reposo compartido permitió que Hegel pudiera terminar la Fenomenología del Espíritu en 1806 incluso en medio de la batalla de Jena con Napoleón a las puertas de la ciudad, pues nada estorbaba excepto los truenos artificiales de los cañones, a la excitación del joven filósofo al tener una visión general del desarrollo cualitativo del espíritu desde el origen de la humanidad, según su perspectiva en ese momento. Un momento al que la humanidad había llegado sin que el vértigo de la tecnología prácticamente hubiera perturbado el pensamiento puro. En esa época acababa de encontrarse una explicación a la combustión por parte de Lavoisier en 1776, una víctima de la Revolución Francesa que Napoleón expandía a golpe de batalla cruenta por toda Europa. Una historia del espíritu contada gracias a que la experiencia humana pudo llevarse a cabo descontando el bullicio físico químico que subyace a su vida por lo menos hasta el siglo XIX, en el que los avances en química y biología fundamentalmente lo dotaron de una capacidad de intervenir en ese bullicio que lo ha llevado hasta las puertas de destruir todo lo que la naturaleza pacientemente había construido hasta este momento. La capacidad de destrucción tiene dos velocidades, una lenta y progresiva mediante el deterioro del medioambiente basada en el conocimiento que la química ha proporcionado de la estructura profunda de la materia, que podríamos simbolizar en la presentación de la tabla periódica propuesta por Mendeleev en 1869, permitiendo la producción de sustancias muy nocivas para los sutiles equilibrios que crearon el nicho en el que fue posible la aparición de la vida. La otra forma de destrucción, la rápida, tiene origen en la formulación de la relación entre materia y energía por parte de Albert Einstein en su año mágico de 1905, relación expresada en la fórmula más famosa de todos los tiempos, E=mc2 y cuya aplicación en el proyecto Manhattan en 1942 culminó con la fabricación y uso de las dos primeras bombas atómicas en las desdichadas ciudades de Hiroshima y Nagasaki  el 6 y 9 de agosto de 1945.

Así, pues la tranquilidad del alma tiene origen en un viaje compartido de nuestras necesidades y esperanzas con la respuesta del mundo. Que todo, incluso nosotros, sea cambio (acontecimiento) hace posible el perdón en un pirueta mental que lleva de la cosmología a la compasión. Cualquier fallo nuestro será un episodio, no un constituyente fundamental. Los acontecimientos que son el mundo y somos nosotros como su resultado devuelven la magia al mundo que el positivismo y el economicismo destruyen al cosificarnos. No somos mercancía ni cosa. Somos acontecimiento, suceso, evento y, por tanto, sorpresa perpetua.

§ 5. El espacio y el tiempo

Es muy habitual hablar del tiempo como un ámbito en el que suceden las cosas. Por eso tenemos la sensación de que hay un mañana y hubo un pasado. De esta forma nos acostamos con la tranquilidad de que por delante nuestra hay “sitio” para que nuestras vidas sigan su curso. Para el sentido común el tiempo se representa como una línea por la que transcurren los acontecimientos Por otra parte, también se nos dice que el tiempo “circula” en un único sentido y que no hay vuelta atrás. Pues a todo esto decimos:

El tiempo es una artificialidad que oculta que el acontecimiento definitivo para el ser es el cambio. La afirmación de que los cambios se producen “en el tiempo” equivale a que “la luz es una deformación del éter”. Ni el éter, ni el tiempo son necesarios. La luz es energía en movimiento sin soporte y el cambio es manifestación de la energía sin el soporte temporal. Igualmente, habría que decir que el espacio no es necesario para entender qué cosa son los cuerpos y las distancias entre ellos. El mapa del espacio es un mapa de niveles de energía. Donde hay alta concentración relativa hablamos de materia y donde hay baja concentración hablamos de espacio. Por eso “las distancias” también se miden por cambios físico. Así, un año luz es la diferencia entre dos niveles de energía que la luz debe salvar mientras la Tierra da una vuelta al Sol. Otra cosa es que, en la práctica, orientemos nuestra acción mediante cambios relativos a un patrón de cambio escogido racionalmente, pero sin necesidad absoluta e, igualmente, que hablemos de espacio como un ámbito en el que están las cosas. El tiempo y el espacio de la física y de nuestra cotidianidad es una contribución al hecho de que nuestro cerebro se ha constituido en unas condiciones de baja densidad energética conteniendo en la vecindad elementos de alta densidad energética creando la sensación de cambio para nuestra percepción y rodeado de cambios regulares que insinuaba ya el concepto práctico de tiempo. Esto ha sido así afortunadamente, pues desde ese espejismo tan bien expresado en las intuiciones puras de espacio y tiempo en Kant la humanidad ha construido un edificio imponente de conocimiento que finalmente ha volado sus propios cimientos generados por el sentido común para quedarse en el aire sin más sostén que la acción recíproca en la totalidad de la realidad. Por tanto, si se sigue hablando de espacio y tiempo es por razones de tradición y comodidad. Y cuando se habla del espacio-tiempo, se está pensando en la relación entre la densidad de energía y su cambio. La velocidad es la relación el cambio de nivel de energía y el número de veces que un ciclo convencional se ha producido. La dilatación o contracción del tiempo es la mayor o menor velocidad de un cambio de un proceso respecto de otro proceso escogido convencionalmente. Decir que antes del Big Bang no existía el tiempo es decir que no había cambio alguno. Pero incluso en esas circunstancias habrá vórtices de energía potencialmente materializable que no ha superado el umbral de separación entre materia y antimateria. También hay que constatar que la intuición interna del tiempo es un espejismo producido por el cambio. El ser está en continuo cambio impulsado por la multiplicidad interna y externa que ofrece diferentes situaciones para cada parte sustantiva que las hace entrar en conflicto o tensiones diferenciales. Conflicto del que deviene el cambio con que la conciencia de un objeto físico, que es en sí misma cambio en su constante aprehender, hace posible dar respuesta a los desafíos del cambio propio y del resto de la realidad.

El tiempo no es un ámbito “por delante” del presente que “permite” que éste pueda seguir cambiando. Es el cambio continuado el que crea en la conciencia ese espejismo; ese ámbito de esperanza, ese espacio en el que “mañana” el mundo continuará su trajín. Una conciencia consciente de estar en un presente imagina un mañana. En realidad esa conciencia está proyectando hacia el porvenir su experiencia memorizada de un revenir (un pasado). Sin la memoria no habría tal extrapolación, pero tampoco habría conciencia, luego lo uno lleva a lo otro: la memoria surge como herramienta práctica, de supervivencia para inmediatamente hacerse fuerte en la conciencia como pasado abstracto, aunque antes es también la generadora del Yo. El hecho es que no hay ni pasado, ni futuro, sino una conformación anterior y otra posterior según nuestra memoria y nuestra imaginación que arrastramos permanentemente en el único ente real (el presente). Lo que ocurre para nuestro confort espiritual pues vivimos proyectados hacía esas dos entelequias. La paradoja es que laboramos en el presente y vivimos en la memoria proyectados hacia la imaginación. Lo decisivo es comprender que, en realidad, no hay movimiento por un eje temporal, sino, si preferimos pensar en ese eje, una posición estacionaria en la que no se cesa de cambiar por sí mismo y por las relaciones con el resto del ser. Estamos parados “en el tiempo“, si, insisto, se prefiere mantener la idea de un eje temporal, pero sin parar de cambiar. Es nuestra memoria, que registra los estadios anteriores de nuestro ser y nuestra imaginación, que reproduce creativamente ese recuerdo, la que nos lanza hacia una entelequia llamada futuro, las que generan tal “espacialidad” temporal. Se podría decir que el futuro es la proyección de un nuevo estado del mundo basada en el recuerdo de los estados previos. Un cambio inevitable pero completamente contingente.

Obviamente esta idea es compatible con el concepto de tiempo en la física, pero siempre que se sea consciente que, cuando se habla de tiempo en esta disciplina, en realidad se está hablando de cambio. ¿Qué es hora si no la vigésimo cuarta fracción de una vuelta de la Tierra sobre su eje? Una ventaja de este cambio de perspectiva es que la sorprendente afirmación de la física relativista de que el tiempo de encoge o dilata según la velocidad pasa a ser trivial, pues no escandaliza al sentido común que un cambio pueda ser más o menos rápido.

Una vez aceptado que el tiempo es el cambio, es más fácil entender que sí se encontrara el modo de revertir los procesos físicos a voluntad estaríamos, hablando, en términos convencionales, de invertir la flecha del tiempo, como Einstein les dijo a los familiares de su amigo Michele Besso para consolarlos. Una ambición muy compleja y probablemente imposible por la constatación de la fuerza de la segunda ley de la termodinámica. Pero, en todo caso, no hay contradicción filosófica, una vez que se acepta que el tiempo no es otra cosa que la medida del cambio, como ya dijo Aristóteles, éste puede ser en el sentido de ordenar lo desordenado o en el sentido de desordenar lo ordenado. Por tanto ya no tendría significado hablar de “cambio en el tiempo“, sino, en todo caso de que “el cambio crea el tiempo“ incluso el subjetivo de nuestra conciencia. Por otra parte, no hemos tratado sobre las razones del cambio, que científicamente residen en las fuerzas de la naturaleza. Afortunadamente, el tiempo como cambio es infinito, ¿qué podría hacer colapsar el cambio sobre sí mismo? También el tiempo como cambio se desvincula de la conciencia, pues nada impide que los cambios sigan produciéndose sin una conciencia que los observe. Al fin y al cabo, la naturaleza sin conciencia creó a la conciencia. Otra cosa es que ese cambio no vibre en un corazón.

Para Kant el espacio y el tiempo son intuiciones puras que nuestra subjetividad «ve» directamente haciendo abstracción de los objetos y de su sucederse. Por tanto son a priori, pero «cobran vida» cuando abrimos nuestra sensibilidad (nuestros sentidos) a la realidad de los objetos fenoménicos de nuestro conocimiento. Hace bien el filósofo en ponerlas del lado del sujeto, pues en el sujeto se han constituido por su propia filogénesis. Kant afirma con claridad que las cosas están en el espacio y sus cambios suceden en el tiempo. Ahora afirmamos que el espacio lo crean las cosas y el tiempo los cambios. O sea, de nuevo un «giro copernicano» con todos los respetos. Pero un giro que no nos traslada a la ingenua visión realista que centraba en el objeto la realidad del conocimiento, sino a una brusca desaparición de dos «ilusiones»: la del espacio y el tiempo para quedarnos adheridos a dos contra intuiciones nuevas: la del cambio de densidad de energía y el cambio de estado que se advierte en las diversos tipos generados en la materia por las relaciones mutuas entre sus componentes. Las llamo contra intuiciones porque es «evidente» que son inmanejables por el sentido común. El conocimiento construye contra intuiciones a partir de intuiciones útiles pero faltas de precisión. El tiempo y espacio kantianos son todavía andamios que han permitido a la ciencia construir grandes edificios, pero que no parece práctico retirar para el manejo cotidiano, por lo que es mejor dejarlos incorporados al edificio como parte de su ornamento. Dado que el espacio y el tiempo son, según Kant, la base de las características de objetividad (universalidad y necesidad) de nuestro conocimiento, parece que, con la disolución de aquellos, quedaría comprometida. Pero hoy en día la robustez e impacto de los avances de la aplicación de la ciencia en la vida cotidiana, más allá de sus avances en los confines del cosmos que quedan lejanos para la gente ordinaria, parece disolver cualquier sospecha sobre la objetividad «provisional» de la ciencia, pues produce continuamente nuevos objetos. Obviamente las teorías y conceptos en los que estos avances están basados son continuamente afinados y, de vez en cuando, profundamente afectado por la labor de los científicos despreocupados, como siempre como clase, del sufrimiento del científico individual por su reputación. Ellos se debe a la potente capacidad desarrollada para profundizar, primero, en el conocimiento de los objetos y acontecimientos que los sentidos ponían a su disposición directamente y, después, con la capacidad de traer al espacio sensorial aquellos fenómenos cuyas características les hacían pasar desapercibidos, como, pongamos la electricidad, las partículas atómicas, la ondas ultravioletas o los microorganismos. En realidad la ciencia, como ya sabía Kant, no se preocupa por cómo se conoce, se limita a conocer y aplicar el conocimiento. El «vicio» epistemológico es propio de la filosofía. Los progresos de la ciencia neurológica pondrá de nuevo sobre el tapete la cuestión del cómo. Entonces se podrá hacer balance de hasta dónde llega la capacidad de nuestro cerebro para conocer y qué mecanismos a priori lo hacen posible. Será el momento de ajustar cuentas con Kant y su legado filosófico. Un legado que nos pone ante el desafío de dilucidar cómo una parte de la realidad, constituida dolorosamente en largo procesos de cambio es capaz de regular con la lógica y las matemáticas a la realidad que lo rodea y a la realidad que ella misma es.

Kant confía en que nuestra mente proporciona objetividad al conocimiento porque crea los objetos a partir de las sensaciones. Esa objetividad se caracteriza por el que ese conocimiento es universal y necesario. Así las categorías son extraídas cuidadosamente por Kant de nuestras prácticas cognitivas separando aquello que no tiene títulos para presentarse como características de las sensaciones. El ejemplo clásico es el de causalidad, que Kant, como Hume, no encuentra en el exterior, pero que, al contrario que Hume, si encuentra en nuestro interior. Para Hume las sensaciones se presentan asociadas por hábito y para Kant necesariamente unida por nuestros conceptos a priori o categorías. La novedad está en que la categoría viene de nuestra constitución lógica y se activa ante las sensaciones a las que abraza como a viejas (y queridas) amigas. Efectivamente los a priori de nuestra mente no son órganos biológicos, ni cualidades de nuestra psicología, sino estructuras, patrones de nuestro cerebro generadas en largo procesos de cambio compulsivo en la lucha por la supervivencia. Características estructurales que, un vez conquistada la tranquilidad relativa, empezó a cumplir una función no directamente relacionada con el riesgo y la aventura de vivir sin recursos: la de transferir su aplicación la resolución de nuevos problemas y el afinamiento de las soluciones de viejos problemas en su nuevo traje de lógica estructuradora de la nueva complejidad humana.

No parece descabellado aventurar que las cualidades de universalidad y necesidad que imponía al conocimiento a priori tengan origen filogenético y no ontogenético, pues son escasos los individuos que con mucho esfuerzo van construyendo el cuerpo del conocimiento científico objetivo en la medida que regula la realidad. La necesidad que experimentamos de contar con la universalidad en el conocimiento, es decir, que éste sea aceptado y aplicado de forma generalizada puede estar explicada por el carácter comunitario de la vida de las especies, que reclamaba la aceptación general de realidades o ficciones para la supervivencia del grupo, pero la aceptación general como principios y razonamientos invariantes sólo puede tener origen en que son costosamente extraídos de la mismas entrañas de la realidad plasmada en nuestro interior. En cuanto a que nuestro conocimiento tenga la cualidad de ser necesario (lo contrario que contingente), es decir, que su contrario sea absurdo, puede tener origen en el hecho fundamental para la supervivencia de atender a las características de la peligrosa realidad y sus leyes. Así, la evolución grabaría en el material genética de la especie el rechazo radical al absurdo como forma, entendido como aquello que pone en peligro la vida. El resultado son condiciones profundas de nuestro pensamiento que emanan ya como lógica y no como características psicológicas. Una lógica trascendental que pone orden en una realidad que ya está constituida de antemano tautológicamente así. Una capacidad que permite construir un cuerpo de conocimiento, «necesario» y «universal», es decir estable en su núcleo y siempre provisional en sus detalles pendiente de que un terremoto teórico lo sustituya por otro paradigma sin dañar su forma gestante. Por sorprendente que resulte estaríamos admitiendo que los organismos complejos memorizan y traspasan estructuras lógicas como eco de la esquematización de la experiencia.

Kant supo ver las limitaciones de nuestro conocimiento y el riesgo de convertir esperanzas en ciencia. Pero no podía ver hasta qué punto la instrumentación sofisticada iba a traer al escenario de nuestra sensibilidad nuevas sensaciones para excitar nuestras heredadas capacidades formales. Pero nos dejó en herencia un concepto muy polémico: el de la cosa en-si, que llegó, al menos hasta el padre de Borges, que influido por Schopenhauer convenció a su hijo de una berkeliana creencia en nuestra capacidad representadora de la realidad para dejar como única fuerza motriz a la voluntad. La cosa en-sí perturbó al siglo XIX y a su filosofía. Las interpretaciones que de ella se ha hecho por parte del neokantismo, presentándola como trasunto de la totalidad de experiencia, creo que falsean el sentido que le da Kant pues este dice con toda claridad que:

No podemos tener conocimiento de los objetos como cosas en-sí, sino en tanto que son objeto de la intuición sensible, es decir como fenómenos.

(9, p. 137)

Es decir, Kant tiene la prudencia de dejar dicho que, aunque todo conocimiento depende de la realidad exterior a nuestro alcance, no se atreve a descartar que haya realidades que no estén a nuestro alcance. Realidades que puede ser el trasdós de «lo que aparece» (el fenómeno) o realidades autónomas que no ofrecen a nuestra curiosidad ni unas sola pista. García Morente (7) se cuida de que no se confunda lo aparente con «lo que aparece».

El fenómeno así resulta definido como la apariencia de las cosa en sí misma… si definimos el fenómeno como apariencia, defínese la cosa en sí misma como la realidad oculta tras la apariencia, como la cosa íntima y verdadera, encubierta por el velo subjetivo que entre ella y nosotros tienden las formas de la sensibilidad (espacio y tiempo) y las categorías… el fenómeno no es la apariencia de la cosa en-sí, sino la cosa aparente.

(7. p. 135-136)

Un matiz con el que trata de rechazar, con acierto, el sentido peyorativo del término «apariencia» para los fenómenos, pues los llevaría a ser considerado su conocimiento, subjetivo, falso y carentes de universalidad y necesidad. Pero García Morente rápidamente se desvía hacia una interpretación de la cosa en-sí más cercana a la axiología que a la concepción kantiana:

Que no haya más objetos reales que los fenómenos, es por lo menos algo discutible. Por lo pronto ahí tenemos objetos reales como el bien, el mal, el derecho, el Estado, la justicia, la belleza; no son fenómenos, no son reales en el mismo sentido que lo son las cosas sensibles; pero nadie duda de que nos circundan, nos imponen normas de conducta y directamente influyen en el acaecer del mundo.

(7, p. 137)

De esta forma nos lleva a un territorio para él (y para Kant) más confortable: el de la acción práctica del hombre en la sociedad en relación con sus semejantes; al ejercicio de la voluntad libre como aproximación asintótica al Bien.

En todo caso es preferible pensar que no hay una realidad oscura iluminada por nuestra sensibilidad, sino que toda la realidad está a nuestro alcance aunque nuestra versión esté condicionada por nuestras estructuras sensoriales y nuestras estructuras teóricas. Por eso, resulta tan fascinante la tarea de recrear la realidad buscando su transformación, su ajuste a nuestra realidad, porque son la misma cosa.

Hegel dijo que el tiempo es el concepto vacío que se presenta a la conciencia mientras no termina de completarse. Cuánto más coherente es esta opinión si se piensa en el cambio. Este nuevo status del cambio como fuente del dinamismo vital es coherente con la idea de Hegel de que “el ser no puede ser sin ser lo otro de sí mismo“. Lo que es una frase descriptiva de que la realidad es cambio permanente en todos los niveles: mineral, biológico y espiritual. Aventuro que la respuesta filosófica a la causa del cambio puede ser negar el principio de razón suficiente, pero me parece más elegante atribuirlo a la desigualdad, o mejor, a la diferencia. Diferencia que se da siempre porque el ser la lleva como naturaleza en sí mismo. Por tanto, dado que la realidad no sería nunca completamente uniforme, es decir muerta, el cambio estará siempre presente como expone la manifestación de la desigualdad, la singularidad incluso en la nada, como mostró Paul Dirac. Una diferencia que es consustancial al ser, al que le basta fijar un límite para establecer al mismo tiempo su superación. A lo que cambia rápido le llamamos proceso y a lo que cambia lento (relativamente a nosotros) le llamamos cosas. Nuestra experiencia de conocimiento se decía que “necesita tiempo”. Esta expresión lo que, en realidad, muestra es que el conocimiento es la experiencia del encuentro entre un proceso mental (cambio rápido) y una cosa (cambio lento). El sujeto percibe a la cosa como objeto de conocimiento porque en su proceso de registro no hay variaciones significativas  para él y puede seguir repitiendo rutinas mentales merodeando el objeto hasta extraer patrones cognitivos satisfactorios de acuerdo a su propia lógica. Cuando se trata de la experiencia de interferencia de dos procesos: el mental y el externo, la mente necesita “parar” el proceso externo ya sea mediante imágenes (cambio lento) o símbolos que lo cosifican (el lenguaje). Por tanto, lo que llamamos tiempo es un cambio permanente a la búsqueda infinita de completar el concepto. Concepto que no puede ser otro que la respuesta que la naturaleza perpleja se dé a sí misma, alguna vez, sobre el enigma tautológico de sí misma.

Atribuir a la naturaleza un comportamiento mecánico, mientras nos atribuimos a nosotros todos los avances decisivos por contar con una mente eficaz, olvida varias cosas: que somos naturaleza producida por la naturaleza; que nuestro “extraordinario” cerebro es resultado de millones de años de evolución “ciega” y que tenemos la gran responsabilidad de no malograr estos éxitos por la frustración que nos produce la distancia entre nuestras aspiraciones y nuestra realidad. Aspiraciones que surgen de la ley de hierro que condena la individuo para salvar a la especie. De ahí la importancia de no tirar la propia vida por la borda, de vivirla en su flujo continuo con intensidad para no tener que lamentar, cuando el último cambio esté cerca, haber derrochado la donación que se nos hizo de una cuota de felicidad.

§ 6. La vida

Dios creó el mundo de la nada. En el génesis se habla de los animales, pero no de los microorganismos. Por eso cuando se decidió reflexionar sobre la corrupción de la materia viva en forma de aparición de gusanos, se concluyó que esa vida surgía espontáneamente siguiendo el modelo creacionista. Esta posición era un tapón para la idea contraria, según la cual los organismos más complejos han evolucionado desde organismos más simples en una cadena hacia atrás que nos llevaría a aceptar que la vida surgió del mundo mineral. Ese tapón se elimina con la demostración de Darwin en 1859 de que tal evolución era plausible y desaparece definitivamente pocos años después cuando Louis Pasteur demuestra en 1862 que la aparición de organismos en un caldo de cultivo se puede evitar simplemente aislando o dificultando la entrada del aire que los contiene en suspensión.  

El mundo físico se nos presenta en la escala cósmica como un baile de partículas elementales concentrándose por la gravedad, dispersándose por la reacción simétrica cuando se comprime a determinada escala o colapsando en agujeros negros. Las estrellas componen por fusión nuclear elementos químicos que pugnan por reunirse o rechazarse según su carga eléctrica dando lugar a nuevos elementos cuya estabilidad también tiene sus límites debido al carácter de las fuerzas primarias que actúan sobre ellos. La posibilidad de unirse dando lugar a estructuras más complejas tropieza con las condiciones ambientales inmediatas que pueden destruirlas, como ocurre con los tejidos biológicos cuando se exponen a rayos ultravioleta o, simplemente, a la elevación de la temperatura, que equivale a aumentar la energía cinética de las partículas constituyentes hasta hacer inviable su interacción. Hasta donde se sabe, sólo en el planeta Tierra se dan las condiciones para que esa pulsión asociacionista haya alcanzado el grado de complejidad que ha hecho posible que la naturaleza reflexiones sobre sí misma. Un asombroso acontecimiento del que los seres humanos somos la prueba y los gozosos observadores conscientes de su despliegue desde hace la escasa duración de dos mil quinientos años al menos. Una tarea autoimpuesta que, en cada época, cree haber llegado a su final, mientras en la discreción del trabajo de una generación de cerebros se gesta el siguiente cambio. Pues si algo caracteriza a la naturaleza y, con ella, al ser humano, es la pulsión de cambio, sobre el suelo del dinamismo contenido de los elementos químicos básicos.

El origen de la vida sobre la tierra está sometido a la especulación, pues los rastros fósiles no conservan el material «blando», sino solamente el caparazón calizo. Algunos experimentos de laboratorio y muestras obtenidas de meteoritos permiten deducir que los aminoácidos básicos están extendidos por el universo. La Tierra se formó hace 4500 millones de años de la concentración de polvo estelar compuesto básicamente por hidrógeno y helio (los dos elementos químicos más sencillos por tener uno y dos protones respectivamente). De interior de la Tierra ya enfriada sustancialmente surgieron gases que contenían nitrógeno, metano, dióxido de carbono y agua constituyendo las condiciones primitivas de una atmósfera reductora (sin oxígeno).  En esta atmósfera, ayudados por la energía procedente de rayos ultravioletas procedentes del Sol y la propia actividad eléctrica de la atmósfera terrestre, se formaron los primeros compuestos orgánicos (aminoácidos, azúcares y ácidos nucleicos). Éstos fueron arrastrados a lagos y mares donde la evaporación los concentró posibilitando la formación de polímeros. Según Leslie Orgel (13, p. 232) la explicación de la subsiguiente formación de proteínas y ácidos nucléicos hasta la formación de un código genético, fue resultado del principio de selección natural, que permitía que aquellos organismos a los que el azar había dotado de ventajas en la lucha para obtener nutrientes y, por tanto, reproducirse a mayor velocidad que sus competidores.  No queda claro cómo pudieron formarse organismos auto reproductores sin haber sintetizado proteínas que son los catalizadores de las reacciones químicas de la vida. Pero el caso es que cuando se agotaron los nutrientes del caldo prebiótico en el que nacieron las primeras formaciones bióticas, debió surgir el mecanismos de la fotosíntesis fijando gases de la atmósfera como el dióxido de carbono. Esta fuente de componentes orgánicos y la aparición de células dotadas de membranas que permitían nutrirse y protegerse al tiempo fueron decisivos para la posterior evolución. 

Para Orgel no hay duda de que el azar que modifica por error o por la acción de radiaciones sobre el código genético y la selección natural son procesos suficientes para explicar la complejidad y especificidad creciente de los organismos hasta llegar al ser humano. Es interesante su concepto de información como criterio de complejidad. Una estructura contiene tanta información como instrucciones son necesarias para constituirla. Así la sencilla bacteria Ecoli necesita cuatro millones de instrucciones para definir su código genético. En la teoría del origen de la vida se rechaza el concepto de diseño que va asociado a la idea de un creador. La llamada paradoja de la evolución es que el resultado de su acción «parece» haber sido diseñado. Por ejemplo el ojo o el oído, son órganos cuya estructura parece haber sido pensada de antemano. William Paley publicó en 1802 su Teología Natural en la que aportaba el argumento del reloj, según el cual, si se encuentra un reloj en el suelo se piensa que tiene un autor, alguien que lo ha fabricado. Extrapolando el argumento a la naturaleza cree que todo lo que observamos ha de tener un autor, es decir un dios creador. Orgel cree que Paley tiene razón en pedir explicaciones por la existencia de un objeto con alto contenido de información, pero que tal explicación está en la evolución y sus procesos. Es decir, en efecto, el reloj tiene un autor en el relojero y los organismos en la selección natural. Se puede añadir que la naturaleza está llena de relojes sin autor (el movimiento del Sol o el pulso de un átomo). Ésta también la posición de Daniel Dennett que dice (5, Kindle p. 542 ):

«So, it is claimed, evolution cannot get started without a helping hand from an Intelligent Designer. This is a defective argument, a combination of misdirection and failure of imagination…»

«Así, se afirma que la evolución no puede empezar sin la ayuda de una mano de un diseñador inteligente. Este es un argumento defectuoso, una combinación de desviación y fallo de la imaginación…»

Una nueva biblia de la biología podría decir algo así como: «En el principio fueron los organismos  unicelulares, que por simbiosis, colonización o celuralización constituyeron organismo pluricelulares que se especializaron, protegieron y siguieron luchando por sobrevivir sin saber dónde llegarían. El último de ellos somos nosotros, ese montón organizado de sentimientos que olvida su origen y finge ser hijo de un dios.»

Pascal dijo famosamente: «Vamos a sopesar la ganancia y la pérdida al elegir cruz acerca del hecho de que Dios existe. Tomemos en consideración estos dos casos: si gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada. Apueste a que existe sin dudar». Sea como sea, una vez que una hace la apuesta contraria a la de Pascal y se elige cara, no hay vuelta atrás. Hay que vivir la vida con toda dureza, pero también, con toda la esperanza. Ninguno de nuestros sentimientos cambia en su intensidad con la nueva actitud. Podemos experimentar alegría, tristeza, entusiasmo y desesperanza igual que aquellos de nuestras familiares, amigos o desconocidos que creen firmemente en que un Dios benigno y omnipotente creó el mundo, lo administra con sabiduría y nos espera al final de nuestra vida para premiar o castigar nuestro comportamiento. Desde su punto de vista esta actitud es seca, fría y ofende a ese Dios por desagradecimiento. Desde mi punto de vista ellos son presa de una ficción literaria de éxito universal pues da respuesta a todas las preguntas y calma todos los miedos. Por supuesto que nos podrían decir que nuestra versión es otra ficción que cree que la realidad ha existido siempre sin la intervención de lo que llamamos una voluntad que quiere, una inteligencia que sabe y un poder que puede. Pero el humilde recurso a la experimentación parece decirnos que esa realidad no tiene reposo y muta a dos ritmos: el de la materia elemental que vibra intercambiando energía y las estructuras complejas que cambian hacia otra cosa más compleja dejando en el camino a los individuos concretos para recrearse en nueva vida a mayor o menor velocidad relativa al cambio de una referencia arbitraria. Los seres humanos somos, hasta ahora, la cumbre de esa complejidad y podemos transformar la cruel competencia individual del camino previo en pacífica convivencia de la especie si somos capaces de mantener la tensión de nuestra inteligencia para afrontar el reto de la ciega realidad que nos ha creado y que, al tiempo, se deshace en desorden, al parecer imparable. Tal vez algún día, ésta será la historia que todos compartamos para disfrutar de los avatares pasados y futuros sintiendo la emoción de nuestra verdadera naturaleza. 

BIBLIOGRAFÍA

  1. Arendt, Hannah. La Vida del Espíritu. Editorial Paidós. 2002
  2. Atkins, Peter. Conjuring the Universe. Oxford University Press. Ed. Kindle. 2018
  3. Berry, Adrian. Los Próximos Diez Mil Años. Alianza Editorial. 1977
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  19. Popper, Karl. El Mundo de Parménides. Editorial Paidós. 1999
  20. Popper, Karl y Lorenz, Konrad. El Porvenir está abierto. Tusquet Editores. 1992
  21. Prigogine, Ilya. ¿Tan sólo una ilusión?. Tusquets Editores. 1997
  22. Tipler, Frank. La Física de la Inmortalidad. Alianza Editorial. 1996
  23. Weinberg, Steven. Explicar el Mundo. Taurus Pensamiento. Ed. Kindle Amazon.
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Sigue en (2)…

© Antonio Garrido Hernández. 2018. Todos los derechos reservados. All right reserved. 

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