06 Ago 2007
Hay dos tipos de políticos: los que considera su profesión «el arte de lo posible» y los que lo consideran «el arte de lo que conviene», cuando no, «el arte de lo que me conviene». En un caso, como señala Michael Ignatieff en su refrescante artículo sobre Irak de El País (portada), se trata de salvar la cisura entre la teoría y la realidad o entre las ideas y la acción, un tema tan antiguo como la propia política que no deja de atormentar a los políticos y pensadores de buena fe. En el otro, desgraciadamente, los políticos de “lo que conviene” saltan sobre vacío impulsados por sus intereses y caen sobre nosotros. Estos políticos son más abundantes que los que se esfuerzan en practicar el arte de “lo posible”. En realidad no son políticos sino pensadores en un cierto sentido. Primero, piensan en sus intereses y, luego, construyen un argumento que les permita explicar sus extraños actos. Creen que es posible adaptar la realidad a sus deseos y la fuerzan hasta deformarla. Naturalmente lanzan por delante tinta de camuflaje en forma de discurso realista primario, pues no hay mejor forma de confundir que proclamar lo contrario de lo que se hace. Pero el artículo de Ignatieff tiene el valor añadido de ser el reconocimiento de sus errores como pensador. Errores que, paradójicamente, ha descubierto al entrar en política. Paradoja basada en que la supuesta libertad del intelectual facilita más la lucidez que los compromisos inevitables de la acción política. En una exhibición de valor, Ignatieff el político denuncia el error del Ignatieff pensador. Una denuncia que podría ser formalmente tachada de cínica al considerar que es lógico que el político se quiera librar de las ataduras de la verdad, pero que aumenta en su valor de forma exponencial cuando se considera su contenido, pues Ignatieff está cambiando su opinión nada menos que sobre la infausta guerra de Irak y en el sorprendente sentido de reconocer que fue un error, un tremendo error. Naturalmente aplica un lenitivo sobre su herida moral al referirse a la información equivocada de la que se partía. De este modo encuentra el argumento para acusar a algunos de los que se opusieron del mismo sectarismo que los que apoyaron la guerra. No olvida, sin embargo, a los que acertaron en un sentido pleno al razonar mejor con la “misma” información. No ha pasado tanto tiempo como para haber olvidado el esperpento de aquella sesión de la ONU en la que un político prometedor (Collin Powell) se tiró por la sima de la mentira que un mero powerpoint puede perpetrar. Todavía resuena el eco de la llamada de la ministra De Palacios a nuestra sensatez por el petróleo “bueno y barato” que nos traería la guerra. Demasiado burdo. Pero quizá Michael Ignatieff tenía más información con la que equivocarse. En todo caso, el ataque demoníaco a los kurdos en 1992 no era suficiente para una década después ir contra el que había querido matar “a papá”. Demasiado incauto. Tampoco parece razonable que donde Bush padre había parado continuara un Bush hijo al que ni las canas hace parecer más sensato. Demasiado sospechoso. En fin, seguramente que para nosotros la promesa fallida sobre el ITER, que algunos militantes del partido de la guerra susurraban a sus amigos para explicar el enigmático comportamiento de nuestros dirigentes, fue la prueba final de cómo se compra un aliado menor y luego se le deja en la cuneta con un par de palmadas en la espalda. La cuestión central que plantea Ignatieff es la cuestión de nuestro tiempo. Si dejamos la mala fe aparte, ¿cómo tomar buenas decisiones en un mundo tan complejo? Pues una pista es la de causar el menor daño grave a personas concretas. Si a estas alturas de nuestra vieja humanidad no sabemos que nadie quiere ser liberado a garrotazos es que no hemos aprendido nada. Lo que parece mentira para quienes libraron una guerra de la independencia. ¿Qué hubiéramos pensado de una liberación del franquismo a base bombas de fragmentación? Ignatieff, cuya biografía de Berlín me parece ejemplar, todavía nos sugiere que dejar ahora Irak es una decisión peor para los iraquíes que (probablemente) haber invadido el país. Pues entonces sigue necesitando releer a su admirado Isaiah Berlin. De todos modos se vaya o no el invasor podrá comprobar hasta qué punto ha entreabierto la caja de Pandora. Y desde luego a nada contribuye con su ceguera en Palestina y con su propuesta de rearme en la zona para que se maten mejor las distintas facciones religiosas y políticas. Vamos a estar pagando mucho tiempo la decisión que tomó W. Naturalmente pedirle que reconozca su error y se retire con alguna decisión inteligente a quien infantilmente proclamó el final de la guerra disfrazándose de piloto es demasiado. Pero por eso precisamente la humanidad necesita que cada vez más la voz sensata de los que, sin conocer las complejas entrañas de la política, sí saben juzgar el carácter mortal de determinadas decisiones, como ya anunciaba el testamento de Pericles. No debería ser posible una guerra de agresión sin una consulta a los ciudadanos. La informática ya lo hace posible. Este cuaderno digital es una prueba. Antes de que pueda pensar lo que sucede cuando aprieto el botón de “publicar” ya estará siendo observado (por nadie).